viernes, 29 de diciembre de 2017

DESTEJERARSE

EL PAÍS, Madrid, 12 de diciembre de 2017
TRIBUNA
¿Es urgente reformar la Constitución?
Adela Cortina
 
El año próximo cumplirá 40 años la actual Constitución española, la novena en la historia de nuestro país, que nació para establecer un nuevo marco legal y de convivencia que sustituyera al que estuvo vigente durante los años del franquismo. Su fecundidad durante este tiempo ha sido difícilmente cuestionable, pero en los últimos días numerosas voces insisten en la necesidad de reformarla, porque lo consideran necesario para resolver problemas graves de nuestro país. En las páginas de este mismo diario se ha apuntado a menudo que España padece una triple crisis, socioeconómica, política y territorial, y que una reforma constitucional podría venir a paliarla.

Sin embargo, comentando estos asuntos con algunos amigos nos preguntábamos si esto es así, si la reforma de la Constitución es prioritaria, o más valdría empezar por los problemas urgentes e importantes que pueden resolverse con los mimbres con los que ya contamos, no sea cosa que el bosque de la reforma posible oculte los árboles de las cuestiones más acuciantes. No sea cosa que olvidemos lo prioritario.

En efecto, según el CIS, la principal preocupación de los españoles, con toda razón, es el desempleo, muy sensible en todos los grupos de edad, pero especialmente en ese 40% de jóvenes que nunca han tenido un trabajo ni se les presentan perspectivas de tenerlo a corto plazo. El Informe FOESSA de 2017 denuncia que el 70% de los hogares no ha percibido los efectos de la recuperación económica, se han precarizado las condiciones de vida de los españoles, nos hemos resignado a la precariedad y a la cronicidad de la pobreza. Continuando con la enumeración, España no cumple sus compromisos de acoger a refugiados e inmigrantes, el maltrato a las mujeres no disminuye, al fondo de pensiones le queda dinero para una sola paga más, la financiación autonómica es enigmática, arbitraria e injusta, la corrupción sigue siendo una lacra de la vida política y la evidencia de que buena parte de los políticos busca el interés particular destruye la confianza y la credibilidad en ellos y en las instituciones.

Para resolver estos problemas prioritarios no es necesario reformar leyes fundamentales, sino algo obvio: intentar encarnar en la vida compartida los valores de la Constitución vigente, que incluyen la libertad, la solidaridad y la igualdad en un país configurado no solo como un Estado de derecho, sino también como un Estado social y democrático de derecho, es decir, como una democracia liberal-social.

Precisamente esos valores nos permitieron, después de los años del franquismo, poder asumir como país algo tan necesario como una identidad, inspirada en este caso en lo que se ha llamado “patriotismo constitucional”. Un término, acuñado por Sternberger, que fue difundido por Habermas cuando Alemania intentaba darse una peculiar identidad, que no podía construirse apelando a la narración nacionalista del Tercer Reich, pero sí recurriendo a la ilusionante narrativa del triunfo del Estado de derecho y de una cultura liberal.

Una identidad de este tipo no se construye partiendo de la nada, claro está, porque toda identidad política supone unas raíces, una historia compartida o varias historias compartidas y entrelazadas. Pero sí que transforma esas historias en algo nuevo al adherirse a los valores universalistas de la Constitución. Como es obvio, esta era también una excelente opción para una España que contaba con historias, narrativas y símbolos compartidos, y optaba por los valores universalistas de una Constitución democrática. Diferentes tendencias sociales y políticas podían confluir en esa identidad nueva.

Sin duda, el patriotismo constitucional tiene límites, entre ellos —según dicen algunos autores—, que incurre en abstinencia emocional, que no suscita las adhesiones emotivas requeridas por cualquier forma de patriotismo. Lo cual sería una deficiencia, de ser cierto, porque la dimensión afectiva, la experiencia emocional de un vínculo colectivo, es esencial. Sin una motivación moral, que impulse la adhesión al modelo político, la democracia no funciona adecuadamente. Por eso en los últimos tiempos se insiste en la necesidad de articular razón y emociones en la vida política, como apuntaba Marcus en The Sentimental Citizen (2002), recordaba Nussbaum en Emociones políticas (2013) y, más recientemente, Ignacio Morgado en Emociones corrosivas (2017). Si una sociedad democrática no trata de crear adhesiones también emocionales hacia sus principios, no es extraño que propuestas totalitarias o autoritarias, fuertemente emotivas, erosionen e incluso destruyan la democracia.

No es fácil superar este obstáculo, pero para lograrlo podría servir una distinción, que se ha hecho en el mundo de las motivaciones cívicas, entre un compromiso primario y un compromiso derivado con la comunidad política. El compromiso primario es el que el ciudadano contrae directamente con la comunidad porque es la suya, ocurra en ella lo que ocurra. Es el compromiso propio del patriota nacionalista. Tiene la ventaja de asegurar la lealtad de quienes lo sienten así, pero también el inconveniente de ser acrítico con las malas actuaciones de la propia comunidad.

El compromiso derivado, por su parte, es el que el ciudadano contrae con su comunidad política, con su Estado, sobre todo porque le parece un instrumento eficaz para realizar valores y principios universales que él aprecia de forma primaria. En este caso, el ciudadano se siente perteneciente a su Estado, pero se identifica primariamente con los valores y principios éticos que el Estado puede ayudar a encarnar, y se adhiere a él de forma derivada. Lo mismo sucede en el caso de comunidades políticas supranacionales, como la Unión Europea, que generarían entonces un compromiso derivado.

Naturalmente, constatar que los valores de ese patriotismo constitucional no se encarnan en la vida diaria, que no se resuelven problemas prioritarios como los que mencionamos anteriormente, provoca una crisis socioeconómica y política y genera desafección. Y se puede reformar la Constitución, por supuesto, porque no hay ninguna ley que sea intocable, ni siquiera la fundamental, pero no es eso lo que llevará a superar la crisis.

En cuanto al problema territorial, lo urgente y lo importante es revisar el sistema de financiación para que cualquier ciudadano se sepa y sienta igualmente tratado en cualquier lugar de España. Al fin y al cabo, la igual dignidad de las personas y el trato igual constituyen la divisa progresista de la Ilustración.
(*) Adela Cortina es catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia, miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas y directora de la Fundación ÉTNOR.

Ilustración: Eva Vázquez para un texto de Manuel Fraijó sobre el diálogo :https://elpais.com/elpais/2016/09/05/opinion/1473077159_395461.html
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EL PAÍS, Madrid, 25 de diciembre de 2017
TRIBUNA
La Corona y la Constitución
El discurso de Felipe VI en la noche del 3 de octubre tuvo una gran importancia en la crisis catalana. Se trató de una intervención nada inoportuna y justificada por el papel que la Ley Fundamental otorga al Jefe del Estado
Javier García Fernández

Durante la crisis secesionista catalana, el Rey tuvo una relevante actuación expresada en su mensaje del 3 de octubre que fue considerado como una declaración de guerra por los independentistas, los comunes y Podemos. Más sorprendente es que algún trabajo académico, tras criticar la intervención regia, lamentase que el Rey no hablara de los contusionados por las cargas policiales. No hace falta ser constitucionalista para entender la crisis política que conocería la Monarquía parlamentaria si su titular criticara implícitamente a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad dirigidas por el ministro del Interior. Las críticas independentistas y de sus aliados incitan a analizar jurídicamente el mensaje del Rey, máxime cuando es la primera vez que el nuevo Monarca tiene que afrontar una crisis constitucional.

Antes de examinar el alcance jurídico del mensaje regio conviene aludir a la problemática constitucional de los mensajes de los jefes de Estado y, más particularmente, al mensaje del rey Juan Carlos en la noche del 23-F. El tema de los mensajes de los jefes de Estado ha dado lugar a una abundante bibliografía en el siglo XX. Aunque en las repúblicas no se pone en cuestión la potestad de dirigir mensajes al Parlamento o a los ciudadanos, los mensajes regios en las monarquías parlamentarias son vistos con cierto recelo salvo en situaciones muy asentadas en la opinión pública —los mensajes navideños— o en actos protocolarios y siempre con el refrendo presunto del Gobierno. En general, los mensajes regios, por tener los reyes una legitimación tradicional y no democrática, solo parecen justificados en situaciones políticas excepcionales.

Por eso tuvo interpretaciones variadas el discurso del rey Juan Carlos en la noche del golpe de Estado de 1981. Sin entrar en el anclaje constitucional que los juristas buscaron para este discurso, conviene resaltar que, a diferencia del discurso del rey Felipe, el del anterior Rey se produjo ex post a la actuación que él mismo realizó para cortar el golpe de Estado. Por eso afirmó que había cursado a los capitanes generales la orden que leyó a continuación.

Fue un discurso de gran importancia política, pero meramente informativo porque la actuación jurídica del Monarca se había producido con anterioridad, al cursar, como titular de un órgano constitucional que no estaba secuestrado, la orden que leyó. Lo contrario que el mensaje de Felipe VI que fue emitido cuando no había vacío de poder.

¿Qué encaje constitucional tiene el mensaje de Felipe VI? En primer lugar, era un mensaje ex ante porque no informó de ninguna actuación jurídica ya producida, como hizo el anterior Rey en 1981. Constatada esta diferencia, veamos cómo encaja esa actuación en la Constitución. En primer lugar, recordemos una potestad que se ha invocado con frecuencia tras el mensaje (y que también se invocó en 1981). Se ha dicho que el mensaje regio tenía su justificación en la expresión “arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones” que contiene el artículo 56.1 de la Constitución, pero hay dos razones que obligan a acercarse con reservas a esta función genérica.

En primer lugar, es una expresión originada en la teoría política de Constant que ninguna Constitución española del siglo XIX contenía y que fue “repescada” por Santamaría de Paredes para acrecentar las potestades del rey en la Restauración. Que apareciera en la Constitución de 1978 es todo un anacronismo y obliga a ver en esta función una actuación informal, por medio de la influencia (Manuel Aragón Reyes: Textos Básicos de Derecho Constitucional, II, Madrid, 2001, página 32). En segundo lugar, aun cuando consideráramos que la función arbitral y moderadora es una función con un contenido preciso que habilitaría la actuación del Monarca, el método lingüístico nos dice que con su mensaje Felipe IV no pretendía arbitrar entre dos partes ni tampoco moderar el funcionamiento regular de las instituciones, expresión esta última que empleó precisamente como atribución de los legítimos poderes del Estado, en su conjunto.

Pero el hecho de que el mensaje no tuviera cobertura en la vaporosa función arbitral y moderadora no quiere decir que no tuviera encaje constitucional. A mi modo de ver, el discurso del Rey en la crisis catalana trae causa, en primer lugar, del juramento de guardar y hacer guardar la Constitución que el artículo 61.1 de la Constitución obliga a formular al Rey al ser proclamado ante las Cortes.

Ese mandato, que ni siquiera es una función o una facultad, posee suficiente densidad jurídica para que el Rey, excepcionalmente, se dirija a la opinión pública a advertir y a dar su opinión, dos de las funciones que Bagehot atribuía a los monarcas constitucionales. En segundo lugar, el Rey intervino en condición de símbolo de la unidad del Estado, como proclama el artículo 57.1 de la Constitución.

Si desde un punto de vista teleológico el discurso regio respondía a las previsiones constitucionales hay que ver si su contenido material también respondía a parámetros constitucionales, a fortiori cuando hay constitucionalistas que creen que el Rey carece de libertad de expresión.

Primeramente, el discurso describía muy negativamente la situación en Cataluña y lo hizo con una claridad que ninguna autoridad estatal había empleado hasta entonces. En segundo lugar, el Rey instó a los poderes del Estado a asegurar el orden constitucional y el normal funcionamiento de las instituciones para acabar tranquilizando a los ciudadanos y subrayando el compromiso de la Corona con la Constitución y la democracia. No parece que en el mensaje hubiera proposiciones de contenido inconstitucional.

En 1981 no se hubiera entendido que el Rey no diera órdenes a los mandos militares y en 2017 no se hubiera entendido el silencio del Monarca que quizá se habría interpretado como complicidad con los separatistas o como expresión de desidia o temor ante el problema.

El discurso, quizá exorbitante en una situación de regularidad institucional, no parece inoportuno en una crisis constitucional de esa importancia. Teleológicamente estaba justificado y su contenido material, con el refrendo presunto del Gobierno, era lo propio de quien simboliza la unidad del Estado y tiene que guardar y hacer guardar la Constitución.

(*) Javier García Fernández es catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Complutense de Madrid.

Ilustración: Eva Vázquez: http://evavazquezblog.blogspot.com/2014/03/
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