jueves, 7 de diciembre de 2017

DEL USO POLÍTICO DE LA RAZÓN

EL PAÍS, Madrid, 28 de noviembre de 2017
TRIBUNA
El sombrío legado de Franco
Los dirigentes del PP se cargarían de razón si no coqueteasen con el pseudorrevisionismo histórico que blanquea la imagen del dictador. Pero recurrir a él para explicar la crisis actual es sorprendente
Javier Moreno Luzón
 
Que para explicar la crisis catalana actual se recurra a Francisco Franco, un dictador muerto hace cuarenta y dos años, resulta cuando menos sorprendente. Pero así lo hacen numerosas voces, en los círculos independentistas, en un ala de la izquierda española y en unos cuantos medios de comunicación extranjeros. Tras las acciones del Gobierno de España se descubre la sombra de Franco, mientras a Mariano Rajoy se le erige en heredero del Caudillo y de otros autócratas dispuestos a mantener como sea la unidad nacional. Coinciden en este diagnóstico políticos, periodistas y académicos empeñados en describir un Estado ajeno a las normas democráticas occidentales. A propósito del encarcelamiento de los líderes secesionistas, hay quien ha rescatado una tajante sentencia del escritor Rafael Chirbes: “este país apesta a franquismo”.
Una respuesta inmediata a estas afirmaciones consistiría en comprobar que contienen disparates evidentes: en España, se diga lo que se diga en la BBC, no existe un régimen autoritario sino una democracia liberal, con forma de monarquía parlamentaria, en la que se garantizan los derechos y libertades individuales, hay separación de poderes y el Gobierno emana de un Parlamento elegido por sufragio universal. El Estado español es un miembro de la UE con problemas similares a los de sus socios, no un paria internacional. Costaría imaginar, bajo un sistema franquista o pseudofranquista, elementos legales tan consolidados en la vida española como la existencia de comunidades autónomas con extensas atribuciones o la falta de censura, no digamos ya el matrimonio entre personas del mismo sexo.
Sin embargo, tanta insistencia merece alguna reflexión, porque no se trata sólo de una improvisada propaganda pro-catalanista. Semejantes tesis se sustentan sobre bases que las hacen verosímiles entre quienes las repiten. Algunas trazas de la cultura política española y catalana recuerdan a las del franquismo, como los hábitos caciquiles en el manejo de los recursos públicos o la corrupción rampante que vincula a autoridades y empresarios amigos. Nada que no proceda de periodos anteriores a la dictadura y que no ocurra en diversas partes de Europa donde reina también el clientelismo. Además, ahora la prensa airea y los jueces persiguen las corruptelas, que no quedan impunes. Podría hablarse asimismo de los privilegios de la Iglesia, que aún disfruta de un trato preferente que no se corresponde con la secularización de las costumbres, eco de lo que pasa en otros países de la UE con tradiciones católicas.
En cuanto a la cuestión catalana, pueden atribuirse a reflejos autoritarios los errores en la gestión del desafío nacionalista, como la torpeza gubernamental en el empleo de las fuerzas de seguridad o la actuación de la Audiencia Nacional, que ha tomado medidas preventivas más que discutibles. Pero establecer un paralelismo entre estos hechos y la represión franquista de los nacionalismos subestatales carece de fundamento. Baste recordar que, desde la Guerra Civil hasta los años setenta, no hubo en ninguna zona de España elecciones limpias ni más partidos y sindicatos autorizados que los oficiales, abundaban los presos políticos y se prohibía cualquier expresión nacionalista no española. Ningún gobernador civil de entonces hubiera permitido manifestaciones a favor de la independencia —ni tan siquiera de la autonomía— de Cataluña. La senyera, que podía entenderse como símbolo de una región española, no se izó en los ayuntamientos catalanes hasta 1975.
En realidad, las alusiones a Franco adquieren credibilidad porque su régimen se identifica, sin matices, con el nacionalismo español. No con el castellano, que apenas ha salido de la irrelevancia, sino con el que afirma que la única nación política —dotada por tanto de soberanía— en el territorio de este Estado es España. Un nacionalismo que ha tenido varias versiones desde su aparición durante la guerra napoleónica de 1808, que precedió por lo tanto al franquismo y que lo ha sobrevivido. Durante el Ochocientos y las primeras décadas del Novecientos, hubo españolistas liberales, demócratas y republicanos que, de Agustín Argüelles a Manuel Azaña, concebían España como una comunidad cívica, adornada con características propias pero compuesta de ciudadanos con derechos protegidos por el Estado a través de un régimen representativo. En algunos momentos, como en la Segunda República, estos sectores llegaron a acuerdos con los catalanistas para concederles una autonomía regional.
La coalición reaccionaria que apoyó el levantamiento contra la legalidad republicana en 1936 y luego al dictador durante los treinta y nueve años siguientes heredó otras visiones de la españolidad. Por un lado, un nacional-catolicismo que sólo admitía una manera de ser español, la católica, y propugnaba un Estado confesional y corporativo. Por otro, la vertiente hispana del fascismo, cuyas expresiones nacionalistas recogieron la sublimación de Castilla como núcleo de España y adoptaron un proyecto totalitario. La Falange proporcionó cuadros y discursos a la dictadura, pero, más allá de sus efímeros logros nacional-sindicalistas, fueron los católicos quienes dejaron una huella más profunda en ella. Sin olvidar los rasgos propios de un nacionalismo militar que atribuía al ejército la misión de salvar a la patria de sus enemigos internos, entre ellos los catalanistas: Franco no dejó de ser un general cuya legitimidad provenía de vencer en una guerra.
Poco queda de estos componentes franquistas en el nacionalismo español, reforzado ante el reto independentista catalán. Se perciben algunos síntomas poco tranquilizadores, como la presencia violenta de grupúsculos neofascistas en algunas concentraciones, donde se ha visto a descerebrados cantar el Cara al sol —himno de Falange— enarbolando banderas constitucionales. Pero las grandes fuerzas políticas españolistas parecen comprometidas con los valores democráticos y se explican en términos incompatibles con el militarismo, las premisas nacional-católicas o el falangismo, aunque haya portavoces secesionistas que acusen a Albert Rivera, de Ciudadanos, de ser un nuevo José Antonio.
Así pues, no es posible dar cuenta del conflicto que se dirime en nuestro país acudiendo al sombrío legado de Franco. Se entiende mejor como una pugna entre nacionalistas en el marco de una democracia que, como la mayoría de sus congéneres, intenta evitar la ruptura de su ordenamiento constitucional; no como la lucha entre los herederos del franquismo y los adalides de la libertad. Aunque los dirigentes del PP se cargarían de razón en sus protestas si no coqueteasen con el pseudorrevisionismo histórico que blanquea la imagen del dictador; si aceptaran la retirada de los homenajes al franquismo en calles o monumentos y comenzasen a atender las demandas de los descendientes de sus víctimas. La causa de la España democrática y europeísta saldría muy fortalecida.
(*) Javier Moreno Luzón es historiador y ha publicado, con Xosé M. Núñez Seixas, Los colores de la patria. Símbolos nacionales en la España contemporánea (Tecnos, 2017).

Fuente:
Ilustración: Raquel Marín.

EL PAÍS, Madrid, 20 de julio de 2017
TRIBUNA
La Rusia de Occidente
Javier Moreno Luzón 
 
El revolucionario ruso León Trotski pasó en España los últimos meses de 1916, tan solo un año antes de tomar el poder en Petrogrado. Fue un viaje azaroso: expulsado de Francia, anduvo por Madrid, donde disfrutó del Museo del Prado, hasta que la policía lo encarceló y lo mandó a Cádiz, a la espera de un barco que lo sacase del país. Apenas logró manejar unas cuantas palabras en castellano, pero captó algunos rasgos de la vida española, como la mala fama de los políticos, las desigualdades sociales o el poder de la Iglesia. Le impresionaron la indolencia, la amabilidad y el calor. Desde su siguiente destino, Nueva York, escribió que el problema agrario y el carácter violento de sus habitantes hacían de España, después de Rusia, el lugar donde resultaba más probable una revolución.
Aquel paralelismo entre los dos extremos de Europa tenía antecedentes tan ilustres como el de Miguel de Unamuno, quien había afirmado que ambos pueblos compartían una misma religiosidad mística y un fondo comunal campesino. Los estereotipos hablaban de seculares atrasos y exotismos orientales, de gentes un tanto salvajes. Hasta el ancho de vía de sus respectivos ferrocarriles era mayor que el usual en el continente. El rey Alfonso XIII creía que la primera de las revoluciones rusas de 1917, la que hizo abdicar al zar, podía repetirse en España, sobre todo si entraba en la guerra europea como había hecho Rusia.
Durante unos meses, los acontecimientos dieron la razón a los augures. Ese mismo verano se encadenaron varios conatos revolucionarios en España: el de las juntas militares, que expresaban agravios corporativos; el de catalanistas y republicanos, que convocaron una asamblea de parlamentarios para exigir la reforma de la Constitución; y el de los sindicatos obreros, lanzados a la huelga general. Hubo quien pensó en una réplica de la experiencia rusa, con un proceso constituyente custodiado por sóviets de obreros y soldados. Pero España no era Rusia: a la hora de la verdad, las clases medias catalanas no se aliaron con los huelguistas y los militares reprimieron la insurrección sindical. La monarquía española, más parecida a la italiana que al imperio de los zares, resistió el embate.
La verdadera fe que llegó a España desde Rusia en 1917 no fue la del febrero democrático, sino la del octubre rojo, un potente mito político que cambió el paisaje mundial, dividió a las izquierdas y atemorizó a las derechas. El campo andaluz vivió un trienio bolchevique en el que los jornaleros aspiraban al reparto de las tierras que habían conseguido los rusos; mientras los sectores conservadores alertaban del peligro soviético para imponer soluciones autoritarias. Aunque la escasa información jugara a veces malas pasadas. Los anarcosindicalistas de la CNT acogieron con entusiasmo aquel trastorno radical y los socialistas decidieron tantear su adhesión a la nueva Internacional. Pero sendos viajes a Moscú les quitaron las ganas, pues aquellos aguerridos héroes perseguían a los ácratas, exigían disciplina y despreciaban los derechos ciudadanos. Vladímir Lenin se lo dejó claro en 1920 a un atónito Fernando de los Ríos, enviado del PSOE: “Libertad, ¿para qué?”. Por entonces se organizaban ya los comunistas españoles.
La vieja Rusia medieval se había convertido, de golpe, en el faro que alumbraba el futuro de la humanidad. En España se publicaron decenas de libros sobre el experimento y numerosos viajeros confirmaron sus excelencias. Sin embargo, sus partidarios no salieron de los márgenes hasta la Segunda República, cuando el camarada Iósif Stalin había heredado ya las herramientas dictatoriales de Lenin y lanzado al exilio a Trotski, disidente en nombre del ideal leninista. Mediados los años treinta, el régimen staliniano se sumó a las coaliciones contra el fascismo que avanzaba en Europa y sus peones españoles hicieron lo propio con el Frente Popular que ganó las elecciones de 1936. Entraron en el Parlamento y se hicieron con el control de las juventudes socialistas, aunque la posibilidad de una revolución al estilo soviético, un fantasma que agitaron las derechas antirrepublicanas, era más bien remota. Al socialista Francisco Largo Caballero le quedó, eso sí, el remoquete de Lenin español.
España estuvo algo más cerca de transformarse en la Rusia de Occidente durante la Guerra Civil. La Unión Soviética era el único apoyo internacional de peso que tenía la República y su esfuerzo militar dependía de la ayuda de Stalin, por lo que los comunistas adquirieron en la zona leal una influencia decisiva. Cabeza de la contrarrevolución que acabó con las colectivizaciones orquestadas por los anarquistas al estallar el conflicto, aplicaron las técnicas ya probadas en la Unión Soviética, donde no solo habían barrido a los trotskistas, sino que también purgaban a los más adictos, en un sistema de terror sin límites. Los marxistas antiestalinistas del POUM fueron liquidados. En 1940, el catalán Ramón Mercader, al servicio de Stalin, asesinó a Trotski en su destierro mexicano.
A partir de ahí, el comunismo español formó el tronco principal de la oposición a la dictadura de Francisco Franco. Tras el fracaso del maquis guerrillero, adoptó una línea conciliadora que aspiraba a traer a España la democracia pluralista y no un régimen autocrático al estilo soviético. Esa distancia se ensanchó y la actitud constructiva del PCE protagonizó la Transición a la muerte del tirano. Poco quedaba ya del sueño revolucionario, aunque aún subsistían los métodos de Lenin, la jerarquía implacable y la purga de los discrepantes en el interior del partido. Su progresiva insignificancia acabó por diluirlo en Izquierda Unida, donde ha sobrevivido pese al derrumbe de la Unión Soviética.
Hoy, en el centenario de las revoluciones rusas, carecen de sentido las comparaciones de antaño y nadie podría imaginar una España sovietizada. Pero el mito sigue vivo y las hazañas de Lenin y Trotski, no tanto las de Stalin, aún despiertan simpatías entre algunos izquierdistas españoles. Sobre todo en Podemos, donde sus impulsores, que han hablado de leninismo amable, no ocultan su admiración por Octubre, su fuerza y sus procedimientos. Pablo Iglesias Turrión emplea la retórica revolucionaria y rinde homenajes a “aquel calvo”, “mente prodigiosa” que satisfizo los deseos de los trabajadores. Las alusiones a 1917 no pueden ser inocentes, pues sus consecuencias, que marcaron el siglo XX, todavía nos interpelan.

(*) Javier Moreno Luzón es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid. Acaba de publicar, con Xosé M. Núñez Seixas, Los colores de la patria. Símbolos nacionales en la España contemporánea (Tecnos).

Fuente:
Ilustración: Eva Vázquez.

EL PAÍS, Madrid, 16 de julio de 2017
Usos políticos de la Segunda República
Javier Moreno Luzón
 
En ese breve periodo democrático se dan cita algunos elementos clave en cualquier interpretación acerca de la España contemporánea. Antecedente inmediato de la Guerra Civil y de la dictadura de Franco, a él se acercan quienes intentan dilucidar por qué aquí no cuajó la democracia y a qué fuerzas hay que atribuir la responsabilidad en la tragedia. Naturalmente, las izquierdas y las derechas acusan a los predecesores de sus contrarias y absuelven a los propios. Una pugna histórico-política que se ha enconado en las últimas décadas y ha enrarecido el clima historiográfico hasta extremos antes inimaginables.
Para empezar, bajo la bota franquista se permitían pocas dudas: la República no era más que la culminación de una historia desgraciada, la del liberalismo español, que había traicionado las esencias nacionales y se había entregado a revolucionarios y separatistas, lo cual justificaba el levantamiento militar de 1936. En aquellos tiempos grises, los escasos historiadores que se ocupaban de la época y no se dedicaban a la propaganda vivían fuera del país. Entre ellos figuraban defensores de los republicanos y socialistas que habían diseñado el programa —educativo, social y agrario, civilista, secularizador— de 1931, pero también observadores moderados que guardaban las distancias.
Conforme se abrió paso la democracia en los setenta, el panorama cambió de forma substancial, pues desde entonces proliferaron las publicaciones y los coloquios, los cursos y los programas de radio y televisión, mientras el ambiente político animaba a no repetir los errores pretéritos y pasar página. Aquel florecimiento historiográfico, que con altibajos duró más de dos decenios, no sólo multiplicó las contribuciones, sino que puso asimismo a los académicos autóctonos al mismo nivel que los hispanistas. Se asentaron enfoques que aconsejaban contemplar la etapa en toda su complejidad y no tener a la República por un mero plano inclinado hacia la contienda. Y, cosa notable, fue posible el diálogo entre gentes de ideologías distintas, que no confundían su proximidad a una u otra tendencia con la fe ciega en sus bondades.
Sin embargo, a finales de los noventa, cuando la historia se transformó de nuevo en arena de combate político, ese entendimiento se vino abajo. Abrieron fuego pseudohistoriadores que recuperaron viejas tesis de regusto franquista: las izquierdas tuvieron la culpa de todo y la guerra comenzó no en 1936, sino en 1934, cuando se sublevaron contra un Gobierno en el que entraban los católicos. La democracia no era tal y Franco salvó a España del comunismo. Lo burdo de sus argumentos, acorde con sus métodos de investigación, no impidió que vendieran muchos libros y llenasen grandes espacios mediáticos. El público de derechas seguía ahí, dispuesto a comprar, con ropajes diferentes, las diatribas ya conocidas.
Por otro lado, los movimientos para la recuperación de la memoria histórica reivindicaron la herencia republicana, la de los perdedores de la guerra, demandaron reparaciones y proyectaron hacia atrás una visión idealizada de la República. Más que comprender qué había ocurrido, se trataba de enarbolar emblemas progresistas, lo mismo que en las manifestaciones contra los Gobiernos del Partido Popular ondeaban por miles las banderas tricolores. Según estas versiones, los partidos y sindicatos de izquierda se habían comportado como demócratas irreprochables y merecían más y mejores homenajes. Como si republicanos, socialistas, nacionalistas, anarquistas y comunistas hubieran remado siempre juntos y en la misma dirección.
Las posturas se radicalizaron cuando, ya entrado nuestro siglo, el Gabinete socialista, decidido a integrar el legado republicano en la España constitucional, impulsó una ley de reparaciones que, aunque prudente, desató una intensa pugna. Nada la ejemplificó mejor que la batalla simbólica de esquelas en la prensa, en la que cada cual recordaba a sus muertos. Y así estamos. Los conservadores repiten, día sí y día también, que hay que mantener cerradas las heridas, al tiempo que incumplen la ley y contraponen la Transición modélica al caos republicano. Por su parte, las nuevas izquierdas elogian al pueblo de 1931 y al que frenó al fascismo en 1936. La súbita crisis de la Monarquía les hizo soñar con una Tercera República, espejo de la Segunda, pero su despertar no ha borrado las trincheras cavadas en torno a las respectivas legitimidades.
Entre tanto, la historiografía se ha enriquecido con un sinfín de artículos, libros y congresos, impulsada a menudo por profesionales españoles que se mueven con soltura en las universidades europeas. Se han refrescado temas clásicos, como las biografías, las elecciones o las reformas; y también se atiende a otros actores, desde las mujeres hasta los guardias civiles, al tiempo que la historia cultural ilumina los discursos, las movilizaciones o la violencia política. Los estudios locales ya no son localistas, sino que emplean el microscopio para desentrañar fenómenos de largo alcance.
No obstante, los especialistas en la República tienden hoy a alinearse en facciones enfrentadas a cara de perro. Poco queda de los foros donde un general vencedor podía conversar con un antiguo exiliado. Ahora lo habitual es descalificar a quienes sostienen otras posiciones, porque se supone que su militancia progresista les impide ver la realidad o porque cualquier melladura en los mitos republicanos se juzga como un retorno a las ideas del franquismo. No basta con discutir las opiniones de los otros, sino que además hay que tacharles de deshonestos. Abundan los albaceas de personajes y causas del pasado, mientras algunos medios instrumentalizan las investigaciones universitarias para alimentar la controversia. Hasta ha entrado en escena, con un toque surrealista, la Fundación Francisco Franco. La política maniquea pervierte el conocimiento de la historia, y este, como la calidad de nuestros debates, sale perdiendo.
las opiniones de otros, sino que además hay que tacharles de deshonestos
(*) Javier Moreno Luzón es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid.

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