sábado, 10 de junio de 2017

SECAS RAMAS


De la cultura oficial y oficiosa

Luis Barragán

“Y la ironía tenía sus límites. Por ejemplo,

no podías ser un torturador irónico; o una

víctima irónica de la tortura. Asimismo, no podías

afiliarte al Partido irónicamente.

Podías hacerlo sinceramente o cínicamente:

eran las dos únicas posibilidades”

Julian Barnes (*)

Sumergidos en una pavorosa crisis humanitaria, licuada con pólvora por la dictadura, pocas veces alcanzan cupo en la turbada opinión pública algunos otros problemas específicos, decisivos y no menos relevantes. Por supuesto, agredida e interesadamente desconocida la Asamblea Nacional, no hay ocasión para evaluar la gestión gubernamental y ejercer los controles correspondientes, gozando los más altos funcionarios de la inédita ventaja de ejecutar un presupuesto inconstitucional, clandestino y arbitrario, presto al pillaje.

Uno de los mejores ejemplos reside en el sector cultura, bajo la conducción de un monstruo burocrático, realizador de los antivalores sembrados por el régimen en casi dos décadas. Suele moderar la publicidad, como otros despachos tan cuidadosos de la diatriba, a los que solamente les contenta corear las consignas de Maduro Moros, el benefactor de sus privilegios, evitándoles la interrogación misma de los compañeros de causa que compiten por los recursos. Sin embargo,  una que otra exposición de los siempre prevenidos intelectuales que le quedan al oficialismo, esbozan esa procesión oficiosa que llevan por dentro y por fuera.

El poeta Gustavo Pereira ha despachado un texto y una conferencia en la sede del Archivo General de la Nación, patrimonio exclusivo aunque subestimado por el PSUV, defendiendo la política cultural del régimen, sin que, por cierto, encuentre la oportuna y vehemente respuesta de los sectores especializados de la oposición, excepto las honrosas excepciones, como la del tweed lapidario y decidor del Prof. William Anseume, presidente la Asociación de Profesores de la Universidad Simón Bolívar (APUSB).  El poeta  y también abogado, defiende lo pautado en la Constitución de 1999 y, a la vez, celebra la realización de una inconstitucional convocatoria constituyentista.

Acaece en otros ámbitos, como el laboral o el municipal, el solo enunciado del articulado constitucional y de las leyes que origina en materia cultural, cumplidas  sólo a título de inventario, lo presumen como el diseño y realización del programa político mismo del régimen. Diciéndose adalides de la protección social del cultor y del artista, de los derechos del trabajador y de la participación comunitaria, por el único dictado de leyes que, luego, caprichosamente reglamentan,  a guisa de ilustración, no hay un actor que escape del empobrecimiento radical,   obrero al que le satisfaga las diligencias de las inspectorías del trabajo sobre todo al tratarse del Estado empleador, ni posibilidad alguna de respetar las decisiones de las asambleas de ciudadanos que, se suponen, tienen carácter vinculante, zarandeados todos por los órganos represivos de subir el tono a sus demandas.

Aguantando el papel todo, la formalidad legal se convierte en toda una conquista revolucionaria y, paradójicamente, el fenómeno nos remite a lo referido por Boaventura Sousa en torno a los instrumentos jurídicos que, pretendiendo responder a los problemas, banalizan las soluciones. Digamos, se convierten en una formalidad política a defender, negando los hechos que abiertamente la contradicen.

Los cuatro artículos constitucionales que directamente atañen a la cultura, no soportan la dura prueba de las realidades. Enunciados, no hay libertades culturales, ni autonomía administrativa y funcional de los órganos estatales y, como el resto del país, existe un absoluto desamparo social de los trabajadores culturales y el propio gobierno es el único intérprete y portador de la información cultural, según su ferviente deseo, ejerciendo insignemente la censura y el bloqueo.

El terrorismo psicológico del Estado, adelantado sin cortapisas mientras orwellianamente brega por una identidad que desea definir y realizar gracias al culto de la personalidad (pugnando por ella, Bolívar y Zamora, Chávez y Maduro), se traduce en el esfuerzo por  afianzar y  normalizar el miedo, la resignación, el revanchismo, el estereotipo y la obediencia. Ni siquiera el actual poder establecido tiene intereses estéticos que defender, por la orgullosa ignorancia e insensibilidad que lo caracteriza, apuntando a la sociedad ágrafa en la que, apenas, el tuerto pueda descubrir una mina de intereses crematísticos para los ciegos que la buscan.

Nada casual, el ultrarrentismo del siglo XXI tiene a sus cómodos burócratas instalados en un ministerio improductivo, como el de Cultura, dictando u oyendo la cátedra de los interesados.  Están más cerca de Heberto Padilla que de Dmitri Shostakóvich, si fuere el caso, porque acá no hay un Josep Stalin con veleidades musicales, importándoles un bledo el ramo, salvo los reales que amarren a José Antonio Abreu.

Pereira dijo que “donde hay cultura, no hay miseria”, una arenga de confesión, pues, de fácil refutación, la cultura de la muerte, de la agresión y, en definitiva, de la violencia contra la cual luchamos, no expresa solamente al poder y al lenguaje del poder que la exalta, sino las propias realizaciones que, con irresponsable comodidad, imputa al capitalismo manchesteriano que dice suceder. A la quiebra económica y social del país que el gobierno, un mismo gobierno para toda la  centuria, ha generado se suman las aproximadamente 30 mil muertes anuales, injustas y prematuras,  y  el vil asesinato de más de sesenta jóvenes en, apenas, dos meses de una cruda represión de la protesta pacífica que espontáneamente puebla las calles. O, mejor, lo sintetiza la vanguardia revolucionaria de los llamados colectivos armados, amparados por la GNB y la PNB, que reprimen y disparan, arrebatando las pertenencias personales de sus víctimas.

 Entonces, al ultrarrentismo se une, celebrándolo,  el asombroso vandalismo político que no merece una línea, por modesta que sea, de los intelectuales que le quedan al régimen, confiados en que algún día los proveerán de un cargo consular o diplomático, así el Estado no los publique, pues tampoco se sabe de la (s) imprenta (s) que importó Farruco Sesto, el otrora y augusto ministro que conferencia ahora en Vigo, con capacidad de un tiraje de veinte millones de ejemplares y que, seguramente, sirvió para la frondosa edición de afiches de campaña, antes que el pillaje – el otro pillaje – hiciera de los repuestos, la tinta y el papel, un negocio subrepticio. Puede citarse, en una distraída conferencia, a Rodolfo Quintero y su más célebre trabajo sobre la cultura del petróleo en Venezuela, dándole prestancia al orador, o – acaso – garantizar una “nueva filosofía de vida”, pero lo cierto es que la retórica en boga, no reporta novedad alguna: el poder pretende asfixiarnos con sus eufemismos

Nota involuntariamente ya extensa, señalemos brevemente la otra faceta de la reciente historia cultural venezolana: la Ley Orgánica de Cultura. Despachada en, apenas, dos sesiones por la Asamblea Nacional en 2013, bajo dominio oficialista, contrariando la Constitución, no la promulgó a tiempo Maduro y, amoldada a sus precarios antojos, la despachó mediante un abusivo y muy tardío decreto habilitante, abofeteando a sus propios diputados tal como hoy, con la tal asamblea constituyente que desea imponer por la vía de la represión, escupe al rostro del constituyentista de 1999 y, siéndolo él mismo, sabemos lo que ocurre con el gargajo vertical.

(*) “El ruido del tiempo”, Anagrama, 2016: únicamente disponible en las redes, mientras no las coarten lo suficiente, pues, Venezuela está aislada culturalmente de todas las novedades y también vejeces: http://assets.espapdf.com/b/Julian%20Barnes/El%20ruido%20del%20tiempo%20(12071)/El%20ruido%20del%20tiempo%20-%20Julian%20Barnes.pdf
Fotografías: LB, El Cafetal (08/06/17). 
Reproducción intermedia: Captura de pantalla Tweed oficial sobre la Carreño.

12/06/2017

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