domingo, 7 de mayo de 2017

UN LARGO RECORRIDO



De una privilegiada observación

Luis Barragán

Cada vez desmayan más las movilizaciones de calle del gobierno, entendiéndolas como la oportunidad para alcanzar algún recurso de supervivencia, el testimonio de preservación de un empleo que nunca podrá garantizar y el gesto capaz de simular una adhesión que, a la postre, demuele moralmente a sus asistentes. Los aventajados promotores, arbitrando las inversiones, las desean como una escalada de escarmiento definitivo frente a toda disidencia, cual tsunami que espontánea y estrepitosamente la arrope, reduzca y asfixie evitándole el costo insoslayable de una masiva operación de comando con la que sueña toda propuesta totalitaria al sublimar la solución final.

Valga el ejemplo, las infructuosas tareas de provocación que regularmente adelantan en las adyacencias de la sede legislativa de Caracas, cierta vez se pensaron como la devoción ilimitada de una muchedumbre enardecida capaz de acabar con los parlamentarios de la oposición, espontánea y gratuitamente. No ha ocurrido así, infiero, porque el grueso de los convocados exhibe una militancia nominal en el partido de gobierno, padece la calamitosa situación que aqueja al resto de los venezolanos con la implícita o explícita objeción de consciencia, no está dispuesta a dar una respuesta desconocida que únicamente favorecería el interés de sus animadores, no desea arriesgarse entre los desconocidos de un reclutamiento azaroso que tiene en las dependencias oficiales su fuente principal, desembocando en una apuesta temeraria, por decir lo menos.

El fracasado cerco del Capitolio Federal, más allá de la constancia expuesta por los piquetes tarifados en algunas de sus esquinas, permite colegir sobre la falsa o insuficiente bolsa de comida, la promesa incumplida de una cantidad de dinero, la precariedad de un empleo que no se sostiene por una volandera certificación de asistencia y quizá toda la precaución tomada en relación al chivo expiatorio que se intuye necesario para la ya probada gesta de victimización del régimen. Por ello, el  ensayo general del asalto a la Asamblea Nacional, teatralizándolo fallidamente como una reacción popular mientras dejó ver las costuras de una acción planificada y ejecutada por los más decididos miembros de la logia oficialista local.

Los actos gubernamentales de masas que suelen confundir con una política de masas, según el manual, algo distante a lo que los politólogos cubanos llaman democracia participativa de masas, están demasiado teñidos de un revanchismo que la realidad apenas logra contener. No los hay, porque nunca los hubo, ni siquiera por motivos electorales, como una jornada pedagógica de civismo, pues, militarizado el compromiso político, siempre se trató de una demoledora demostración de fuerzas susceptibles de una rápida actuación con el único chasquido de los dedos de quien funge como el líder o el retratista-hablante del enemigo a destruir, sitiando caseríos, pueblos y ciudades, como lo ilustra el fallido y enfermizo empeño de acabar con los parlamentarios adversos, más allá del ridículo perifoneo y de los cohetones que llegan al patio de palacio, quemando las divisas.

El pasado 19 de abril tuve la involuntaria ocasión de transitar entre los contingentes del oficialismo que descongestionaban la avenida Bolívar de Caracas, luego del mitín-sarao de Nicolás Maduro. Encomendado a Dios, los atravesé sorteando una circunstancia personal que cito – nada vanidosamente – para contextualizar la rara y larga faena que me tocó en suerte.

Horas antes, había pisado la autopista a la altura de Altamira y, entre los iniciales disparos lacrimógenos y de los otros que sólo después se saben, me resentí de la lesión en la rodilla izquierda que produjo uno de los eventos escenificados en la avenida Libertador, días antes, donde – por cierto – recibí el auxilio inmediato de  Henry Alviárez, logrando levantarme del pavimento en medio de un obsceno y letal gaseo;  y más tarde, perdidos los lentes y despegada la suela del zapato deportivo derecho, cual aguja en un inmenso pajar, hallé casualmente a Nancy Rivas, quien me orientó y ayudó a salir del lugar para un duro recorrido a pie de varias horas. De vuelta a la escena anterior, muy adolorido, José Gregorio Contreras y Clemente Bolìvar lograron sacarme del radio altamirano, presumo a la altura de Chacaíto; y, en El Recreo tenebroso de pimienta, mostaza o lo que fuese, José Gregorio intentó devolverse al teatro de los acontecimientos y Clemente, insistió en llevarme a su casa para atenuar la dolencia.

Pasé dos o tres horas en la casa de Clemente, cuyo automóvil estaba  dañado y, de todos modos, nada se haría ya que la ciudad estaba deliberada y completamente incomunicada, excepto para los transportistas del acto gubernamental.  Me preocupaba mucho el regreso a la casa de mi hermana, ya que telefónicamente reportaba una situación difícil en El Paraíso, al otro lado de la ciudad.

Bajo la protesta de mi anfitrión, decidí  irme antes de que avanzara la tarde con la esperanza de encontrar a un mototaxista dispuesto, como tuvo en suerte José Gregorio ya rebotado de la autopista, mordido por la represión. Caminé poco a poco, cojeante a la espera del motociclista que nunca llegó, tomando y descartando opciones de calles y callejuelas, desprendiéndome de cualquier insignia partidista, confiado en la oración.   

Tapiadas otras alternativas, por la amable información que me dio una agente de la PNB, me metí por la de mayor flujo de personas que nos pondría de Plaza Venezuela hacia la misma avenida Bolìvar y de ésta hacia la avenida Universidad, con la prudencia necesaria ante quienes seguramente se extrañaban del solitario caminante, algo más o menos preparado para esquivar un posible asalto. Al bordear el parque de Los Caobos, me supuse víctima del hampa, pero únicamente el sujeto quería la colilla del cigarrillo que me quedaba, alejándose agradecido.

Observador privilegiado, imposibilitado de sacar el móvil celular para las fotografías deseadas, procurando ahorrar la batería para reportarme regularmente con mi hermana y con Clemente en el difícil tránsito, lo más llamativo fue el despliegue de autobuses, uno que otro del interior, mejor organizado el recibimiento de los mitineados por los dispuestos desde los ministerios y otros despachos, como el del SENIAT. Quizá porque se marcharon antes los otros, dejando una estela interminable de viandas desechadas de anime en cada cuneta,  lo que estaban estacionados acomodando confortablemente a sus pasajeros de un reluciente material POP, contrastaban con los otros mitineados de a pie de la más variada estampa: los había caminando lentamente con un niño tomado de la mano, con desteñidas franelas de viejas campañas, animados alrededor de una bandera nacional, más apagados que exaltados tras el agotador evento, lidiadores del sol y de la amenaza de lluvia, también hurgadores de las viandas abandonadas, animados con Chávez y resignados con Maduro, sin que nadie velase por su seguridad tal como lo vimos en dos o tres buses, con escaso disimulo del radiotransmisor y del arma de fuego.

Pasando al lado de un portentoso bus vino-tinto, esquineado en la Torre Polar, el abordaje fue demasiado apagado, despojándose los pasajeros de sus novísimas y relucientes franelas y gorras, prestos a tomar una pequeña vianda que parecía autorizarlos para sentarse. Por un momento miré hacia atrás, distinguiendo a dos o tres motorizados que aparentemente recibían lo suyo a las puertas de la unidad.

Avancé hacia la Bolivar cruzada constantemente por motorizados que, por lo menos, iban en pareja, perdida toda posibilidad de un taxista. Cierto, ya había transcurrido dos o tres horas de finalizado el mitín, pero – teniendo a la vista el fondo con la tarima -  nada indicaba un lleno, por lo menos, como lo supimos tantas veces en mítines celebrados entre las décadas de los setenta y ochenta del siglo pasado que siempre dejaban huellas prolongadas en el sitio. El tramo concentraba la más vistosa propaganda, grandes equipos de sonido a desinstalar, y grupos de personas daban paso a las pocas camionetas de lujo que rebotaban sus imágenes de los muy oscurecidos vidrios, en el ambiente anodino de una obligación laboral cumplida, pues, siempre fue mi impresión al paisajearlos.

Ya era tiempo de torcer el itinerario y tomar hacia la avenida Universidad, preventivamente, pues, no soy una figura pública reconocible inmediatamente, cuyo bajo perfil concuerda con el temperamento,  pero – en las vecindades de la sede legislativa – algún obcecado podría enterarse y, por supuesto, el peligro pisaría mis talones. Caminé en zig-zag, entre una acera y la otra, hasta que un joven -  enfundado en una chaqueta roja - se acercó y, con voz moderada, me preguntó: “Diputado, ¿qué coño hace por aquí?”; y me dije silenciosamente, “listo, me jodí”.

El joven no se identificó ni esperó respuesta y quizá observándome cojitranco, me recomendó  que tomara la cuadra de la casa natal de Bolìvar lo más rápido posible, “porque esto está lleno de camaradas”. Le hice caso, volteé por un instante y él se confundió con otra gente, oyendo – esta vez – consignas más aireadas al acercarme a la esquina de El Conde para doblar a la de Capitolio, con su enjambre deshilachado de personas   deseosas de transportarse.

Por suerte, detrás de la única camioneta que ofertaba el viaje por la autopista hasta La India, la cual se llenó violentamente, entre adultos y niños, estaba el motorizado que no me llevaría a otro lugar diferente, porque “El Paraíso tá’candela maestro”. Y así ocurrió, desplazándonos de nuevo entre los grandes cordones de la GNB y de la PNB que nunca dejamos de ver, arribamos al sitio ya ajado por las lacrimógenas, al pie de La Vega.

La rodilla cada vez más inflamada supo de una avenida Páez interseccionada por barricadas, cacerolazos, botellazos, gritos de condena al gobierno y, a la vez, respondida por ballenas y tanquetas de fulgurantes chorros,  lacrimógenas y disparos de quién sabe qué, tejiéndola al acercarse la obscuridad que parecía ensancharla.  Conocí de nuevos resquicios, cumpliendo un periplo largo y penoso, evitando que me diera alcance algún objeto lanzado con rabia, avisando de la supuesta cercanía a casa.

Circulaban motorizados que no cuidaban de esconder el cañón de sus pistolas, aunque una de las dos personas asaltadas que vi, entregó sus cosas aterrorizada en menos de un minuto, corriendo como podía para ocultarse tras un delgado árbol mientras volaba el victimario confundiéndose cómodamente entre los uniformados, aferrado el parrillero al módico botín quizá de un teléfono, un reloj pulsera, una cartera. Muchachos inconformes y resueltos,  trapeados en la cabeza, lo más lejos que llegaban era con un peñonazo y un grito de rechazo, detrás de las bolsas despedazadas de basura,  recibiendo el múltiple cañonazo lacrimogenador que muy probablemente escondía los otros disparos de quién sabe cuál proyectil.

Tragando tanto gas como en el distribuidor de Altamira, esperé en un recodo mirando la lejana disposición de los blindados de agua y gas que cubrían a los efectivos de la GNB, emponzoñados frente a un edificio que los caceroleaba con más fuerza. De repente, tronó ese rincón de la avenida versionando el mitín-sarao de Maduro, haciendo la política de masas de sus encantos, facturando desmedidamente la protesta que concernía  a esa clase media sobreviviente de los muchos edificios y las pocas casas de la vieja urbanización,  también nutrida por los jóvenes que se veían bajar desde la Cota 905 para dejar constancia del rechazo vehemente de los sectores más populares encarcelados por el hampa organizada.

Esperé y llegué a la casa de mi hermana al día siguiente, resguardándome en la  cercana de otro hermano, porque no logré superar las dos o tres cuadras que faltaban. La noche se hizo larga, entre detonación y detonación, y el toque de queda impuesto en la práctica.

Me distraje un poco, atendiendo la inflamación de la rodilla, pensando en el ambiente tan triste que percibí al concluir el acto de Maduro en la Bolívar, extendido en las calles cercanas. Excepto la aventura indeseada de recorrerlo, oficialismo adentro, la escena nada nuevo aportaba a lo que ya no eran meras presunciones. 

Días después, lidiando con el insomnio,  indagué en la red sobre aquellos mítines que celebraron la primera y segunda declaración de La Habana, escaseando las fotografías y edulcorados los pocos videos. Populismo de movilización, se dirá, pero – bajo la muerte y los carcelazos de sus opositores – los Castro fueron experimentados dirigentes políticos capaces de concitar y escenificar tan impresionantes actos que apelaron a la democracia directa, pues, sorprendente, la asamblea dijo votar la propuesta por unanimidad: la engañifa luego acostumbrada.

En contraste, hoy el régimen venezolano celebra sus actos de masas cuando reprime a la ciudadanía salvajemente, en el este y oeste de Caracas,  y los simula a través del reality-show que no tiene más atractivo que la morisqueta agraciada sólo por los más cercanos colaboradores de Nicolás, afincándose en la procacidad como su único mensaje. Además, no por casualidad, entendido el casco histórico de la ciudad como una trinchera, genera un inmenso tedio entre los suyos, cada vez menos numerosos, los mismos a los que condena a las prolongadísimas colas por un tal Carnet de la Patria concedido como un favor de algún quizá beneficio personal.

Probablemente, no bastando los voluntarios que han acampado a las puertas de Miraflores, suponiéndolos para las horas difíciles,  el acto de masas por excelencia que concibe es el de un enorme escudo humano que lo proteja. Y faltando los adherentes, el dispositivo militar del que nunca dudan en activar,  sin previo aviso. 

08/06/2017:
http://www.scoopnest.com/es/user/PrensaMCM/861586922493181954 

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