viernes, 26 de mayo de 2017

CONTRIBUYENTES

EL MUNDO, Barcelona, 26 de mayo de 2017
 TRIBUNA
Hispanistas y su ilusión por España
Henry Kamen

La ausencia de Hugh Thomas y la inevitable desaparición de los extranjeros que se dedicaron en la época posfranquista a revisar la historia de España, evocan en mí recuerdos de esa época lejana. ¿Hace realmente más de medio siglo que Thomas publicó su estudio de la Guerra Civil? ¿Y han pasado sólo dos años del fallecimiento del decano de los hispanistas británicos, Raymond Carr? Desde distintos rincones del mundo, y siempre con diferentes motivos, a partir de principios del siglo XIX estudiosos fascinados por la experiencia excepcional de la Península, dirigieron sus pasos hacia aquí para intentar comprender el impacto de España sobre el mundo. Y generalmente fue el fenómeno de la guerra lo que los atrajo, desde la guerra contra Napoleón hasta la Guerra Civil del siglo XX. Era un fenómeno sin parangón en Europa. Artistas, escritores y músicos hallaron su inspiración en la Península, desde Washington Irving entre las ruinas de Granada árabe, hasta Rimsky-Korsakov en las tiendas de música de Barcelona y desde Hemingway en los bares de Pamplona hasta Orwell en las calles ensangrentadas de Barcelona.

Mi interés por la Península se avivó con mis charlas en París con Fernand Braudel, cuya gran obra sobre Felipe II y el Mediterráneo se publicó en 1949. Me animó a extender mis investigaciones a España, aunque en ese momento -como Hugh Thomas cuando comenzó a trabajar en la Guerra Civil- yo no hablaba ni una sola palabra de castellano. Nadie ha intentado nunca evaluar la contribución de todos estos extranjeros -algunos famosos, otros desconocidos- a la civilización española.

A partir de los años 70, hubo una tendencia ideológica de algunos a menospreciar trabajos hechos por los hispanistas extranjeros. En los últimos años de Franco, el régimen montó una campaña para denunciar el libro de Hugh Thomas como una trama de mentiras. Otros escritores extranjeros, entre ellos Carr, también fueron atacados. Carr me explicó cómo gracias a su contacto personal con el ministro de Información y Turismo de Franco, Fraga, su libro sobre España logró escapar de la censura. Campañas similares se montaron unos años más tarde contra mi estudio de la Inquisición. Gracias a su palpable imparcialidad, los estudios de eruditos extranjeros rápidamente obtuvieron una recepción favorable en la península.

No era necesariamente una tendencia defendible, pues los hispanistas no tenían el monopolio de la verdad ni de la novedad. Los investigadores de mi generación comenzaron a llegar a España en los años 70, pero de ninguna manera trajeron consigo nuevas actitudes. Muchos de ellos no estaban adecuadamente informados sobre el pasado de España, y con frecuencia aceptaban todas las imágenes de una España romántica y exótica que los europeos y los estadounidenses habían cultivado diligentemente durante generaciones. En el siglo XIX, los estudiosos y artistas extranjeros que visitaron la Península habían ayudado a crear la cultura del orientalismo. De la misma manera, un siglo más tarde, como historiadores, tendíamos a situar nuestro enfoque en las perspectivas culturales que trajimos con nosotros. Como Hemingway, vimos la península a través de otros ojos. Eso pudo haber sido una ventaja, pero no significó que viéramos toda la realidad.

Por ejemplo, aceptamos muy fácilmente de la historiografía de los años 70 que el objetivo de los investigadores era estudiar una entidad llamada España. Había, por supuesto, elementos regionales que constituían el idioma y la economía del país, pero cuando asistíamos a reuniones académicas el tema central del debate era invariablemente sobre la entidad España. Esa era una perspectiva optimista, pero al menos los hispanistas intentaron crear algún sentido a partir de una realidad muy compleja. La situación actual es lamentablemente diferente. No sólo los investigadores y los profesores de nuestros días rara vez se aventuran a estudiar temas que afectan a otros países, culturas y continentes, sino que ni siquiera estudian regiones de España que no sean las suyas. Una buena perspectiva del problema la presentó Antonio Muñoz Molina, en El País hace varios años. "La dictadura", escribió, "ocultó y falsificó la historia de España: la democracia, en vez de recobrarla, ha confirmado su prohibición". La historia, a todos los niveles, estaba (y está) sujeta a la manipulación política. «El fraude mental», dijo Muñoz Molina, "se repite con toda exactitud entre nosotros, y muchas veces con un etiquetado ideológico". En particular, la falsificación del pasado, especialmente en manos de los que apoyan el separatismo regional, se ha vuelto más activa que nunca.

Indudablemente muchos hispanistas extranjeros tuvieron un gran impacto en el estudio del pasado. Pero ese impacto pudo haber sido de corta duración. ¿Lograron cambiar la forma en que los españoles se acercan a ese pasado? Muy posiblemente no. A pesar de toda la investigación que los eruditos extranjeros, como Hugh Thomas y sus sucesores, han dedicado a aspectos de la Guerra Civil, el tema no ha sido purificado de polémicas, y la polarización de actitudes es claramente visible en los libros sobre el tema que se escriben hoy en España. Muy a menudo, la negativa a aceptar la historia investigada está inspirada en la ideología nacionalista. El ejemplo más llamativo es el apoyo prestado por el Gobierno de Cataluña a una interpretación de la historia y la cultura de la región que está completamente en desacuerdo con la investigación no sólo de los hispanistas extranjeros, sino incluso de los estudiosos regionales. En tal situación, uno puede desesperarse.

Parece probable que la especie hispanista esté condenada a la extinción, al menos en el campo de la historia. Eso sería un desastre cultural, porque fue gracias a sus intereses y diligencia que escritos personales como el Homenaje de Orwell y El laberinto español de Brenan llevaron la política española a la primera línea de interés mundial. El Felipe II de Braudel, que nunca fue apreciado adecuadamente en España, colocó al país en el centro de la investigación para miles de estudiantes extranjeros. Una futura España sin hispanistas, sería como una cantante de ópera sin voz. Los hispanistas tenían un mensaje y sabían cómo comunicarlo. A veces ese mensaje se basaba en la experiencia directa.

CIERRO citando una experiencia personal. En el invierno de 1981 fui invitado a dar una conferencia en Madrid, y debidamente llegué en avión el 23 de febrero. Cuando entré en el taxi en el aeropuerto, el conductor parecía estar muy interesado en escuchar las noticias de la radio. Durante el viaje, le pregunté qué era tan absorbente. "¿No lo sabe?" dijo con asombro. "¡La Guerra Civil ha estallado de nuevo!". Y de hecho, mientras nos dirigíamos a la universidad podía oír el sonido de los disparos del Congreso en la radio. A la mañana siguiente, después del desayuno en mi hotel, caminé hacia el centro de la ciudad, que estaba casi desierto. No era sorprendente. Pude ver más adelante hacia el Prado que las Fuerzas de Seguridad habían cerrado todo el acceso, y evitaban que la gente entrara en el área. Un grupo de jóvenes pasó por mi lado desafiante, levantando los brazos con el saludo fascista y gritando consignas contra el Gobierno. Los historiadores tienen el privilegio de estudiar los acontecimientos históricos desde la seguridad de sus despachos; yo tuve el privilegio diferente y raro de estar presente mientras se desarrollaban los acontecimientos del 23 de febrero. Es en momentos como este que uno aprecia la emoción de poder, como Hugh Thomas pudo, contribuir a la comprensión del pasado de un país.

Ilustración: Ajubel.
Fuente:http://www.elmundo.es/opinion/2017/05/26/59270d80268e3e354f8b45da.html

EL PAÍS, Madrid, 15 de mayo de 2017
Una mirada sobre Hugh Thomas
El éxito de su libro sobre la Guerra Civil obligó al propio Franco a responderle
Paul Preston


Hugh Thomas nació en 1931 y era el único hijo de un oficial del imperio británico en Ghana. Su tío, sir Shenton Thomas, fue el gobernador de Singapur que rindió la plaza a los invasores japoneses en 1942. Hugh estudió historia, con desigual dedicación, en Queen’s College Cambridge, pero adquirió cierta notoriedad como presidente tory de la Unión de Estudiantes, una sociedad elitista donde se debatían temas de actualidad. Cuando salió de la universidad, inició una vida de soltero cosmopolita en Londres. Le contrataron en la Embajada del Reino Unido en París. Abandonó el puesto antes de tiempo en 1957, declarando que lo hacía por la repugnancia que le producía el papel de los británicos en la crisis del Canal de Suez. Sin embargo, tal vez saltara del barco antes de que le empujaran. Circulaban rumores acerca de unos documentos importantes olvidados sin querer en el metro y/o un romance con la esposa de un ministro francés.

La publicidad generada por su enfrentamiento con el Foreign Office le convirtió en un fichaje atractivo para el Partido Laborista. Se presentó, sin éxito, a las elecciones de 1957-1958 por la circunscripción de Ruislip and Norwood. Su cambio de lealtades se cimentó con la edición de un ataque contra la élite política titulado The Establishment, en 1959. Sin embargo, esto no resolvió su problema de ingresos. Probó a ser novelista, pero The Oxygen Age (1958) no se vendió bien, aunque un libro que fue un fracaso similar, publicado el año anterior, The World’s Game le cambiaría la vida. Aquel libro lo leyó el editor James McGibbon, que le invitó a comer y le dijo que una escena de su novela le había recordado a los voluntarios de la Guerra Civil española. Comentando que el momento estaba maduro para una revisión general de aquella guerra, animó a Hugh a proponer un libro. Aunque no sabía ni palabra de español, Hugh se puso a leer con voracidad y a perseguir sin reparo a innumerables participantes de ambos lados del conflicto, incluyendo al corresponsal de guerra Henry Buckley y al gran experto Herbert Southworth.

Publicado en 1961, The Spanish Civil War se convirtió rápidamente en el libro que había que leer sobre la guerra de España. Los elogios de comentaristas liberales como Cyril Connolly o Michael Foot llevaron a que se lo considerara un clásico en amplios sectores, y llegaría a vender casi un millón de ejemplares. No solo estaba escrito en un estilo colorido y fácil de leer, sino que The Spanish Civil War era el primer intento de dar una visión general y objetiva de una lucha que aún despertaba pasiones a derecha y a izquierda.

Aunque la España de Franco lo prohibió, la traducción, encargada por Ruedo Ibérico, se convirtió en un best seller clandestino. Los propagandistas del dictador nunca habían dejado de proclamar que la guerra había sido una cruzada contra la barbarie comunista. Sin embargo, el impacto de las obras extranjeras escritas por Thomas y Southworth, e introducidas de contrabando a pesar de los esfuerzos de la policía de aduanas, desacreditaban por completo las consignas del régimen.

En respuesta a Thomas y a Southworth, el entonces ministro de información de Franco, Manuel Fraga, montó un centro oficial para los estudios de la Guerra Civil para centralizar la historiografía sobre la cruzada. Era demasiado tarde. El libro tuvo tanto éxito que el propio Franco se veía obligado a responder con frecuencia a afirmaciones hechas por Thomas. El caudillo decía que eran todo mentiras, negando que murieran civiles cuando mandó bombardear Barcelona o que existieran las ejecuciones masivas. La notoriedad del éxito del libro de Thomas estuvo detrás de las colosales ventas que se produjeron tras la muerte del dictador en 1975. Ricardo de la Cierva, presa de la frustración, tildó el libro de “vademécum de papanatas”.

Asegurado ya su futuro financiero, en 1962 Hugh se casó con la bella Vanessa Jebb, hija del embajador en París lord Gladwyn Jebb. Vanessa era la joya del rutilante círculo social que se reunía en su casa de Ladbroke Grove, y tuvieron tres hijos juntos: Iñigo, Isambard e Isabella. En 1966, se convirtió en catedrático de historia de la Universidad de Reading. Era un profesor extraordinariamente entretenido y popular, como pude comprobar como estudiante de máster a partir de 1968. Pero nunca se encontró cómodo con las crecientes exigencias administrativas de la vida académica, y yo le sustituí cuando se tomó un año sabático para concentrarse en su escritura. En esa época fui su ayudante-investigador para la tercera edición de The Spanish Civil War. En 1976, dimitió.

Incluso antes de ir a Reading, Thomas había empezado a investigar para su gigantesca obra Cuba: La lucha por la libertad. Tenía casi 1.700 páginas y quizás por eso no fue un éxito. La larga sección inicial sobre la historia de la isla, que empezaba con la ocupación británica de La Habana, resultó pesada a muchos. Solo cuando llegaba a la revolución castrista lograba el libro alcanzar la confianza de tono y la amplitud de miras de su libro sobre España.

A instancias de su amigo Roy Jenkins, intentó presentarse nuevamente como candidato a unas futuras elecciones por el Partido Laborista y de nuevo fracasó. Por la oposición de un grupo de trotskistas, la directiva laborista de su circunscripción no aceptó su candidatura. A partir de entonces, y tal vez como consecuencia de aquello, declaró públicamente que abandonaba el Partido Laborista y abrazaba la economía de libre mercado thatcherista. Se convirtió en uno de los asesores extraoficiales de la primera ministra, y en presidente de su think tank, el Centro de Estudios Políticos. En línea con su nueva vocación política, cuando An Unfinished History of the World recibió un premio literario del Arts Council por valor de 7.500 libras en abril de 1980 se negó a aceptar el cheque y se justificó explicando que en los últimos capítulos defendía la idea de que “la invención del Estado conduce a la decadencia de la civilización y al derrumbe de las sociedades”.

Después de la derrota de Thatcher en 1990, su relevancia en el Partido Conservador disminuyó, y se mostró cada vez más desilusionado con el enconado euroescepticismo de los suyos. Finalmente, en noviembre de 1997, cruzó el pasillo de la Cámara de los Lores para sentarse en la bancada de los liberaldemócratas. Libre por fin de la política, que nunca le había terminado de satisfacer, regresó a su verdadera profesión, y empezó a escribir una serie de obras grandiosas sobre la España imperial. La rutilante fuerza narrativa de su trabajo sobre España se trasladó primero a The Conquest of Mexico (1993) y luego a The History of the Atlantic Slave Trade 1440-1870 (1997). A estos libros siguió su máximo logro, una trilogía sobre el imperio español que consiste en Rivers of Gold (2003); The Golden Age: The Spanish Empire of Charles V (2010) y World Without End: The Global Empire of Philip II (2014).

La última vez que hablé con él, un par de semanas antes de su muerte, estaba despotricando contra el Brexit.
(*) Paul Preston es historiador e hispanista.
Traducción de Eva Cruz

Fuente:
http://cultura.elpais.com/cultura/2017/05/14/actualidad/1494789614_782883.html

Hugh Thomas, un historiador ‘tóxico’ para el castrismo
Tania Díaz Castro 

LA HABANA, Cuba.- Hugh Thomas (Inglaterra, 1931) murió el pasado 6 de mayo a los 85 años. Ni siquiera por ser uno de los historiadores más célebres de los siglos XX y XXI, la prensa nacional cubana lo mencionó.

Seguramente porque investigó y publicó la trayectoria histórica de la gesta libertaria de Fidel y Raúl Castro sin permiso de ellos y, para colmo de males, llegó a Miami en busca de más testimonios, donde estaban los otros protagonistas de esa aventura bélica.

Allí, tuvo acceso a la valiosa colección privada de periódicos cubanos de Theodore Draper, entrevistas, manuscritos, memorias inéditas y documentos de Justo Carrillo, Mario Llerena, Raúl Chibás, Luis Simón, Felipe Pazos y muchos otros y, “como mina de información”, al escritor Guillermo Cabrera Infante y al periodista Luis Aguilar León.

Su famoso libro Cuba, la lucha por la libertad, lo comenzó a escribir en La Habana en 1961, mientras escuchaba “los tonos sombríos de un discurso de Fidel en la Plaza de la Revolución”.

En principio, pensó un libro corto sobre los cinco años del “curioso acontecimiento” de la Revolución castrista, pero se dejó atrapar por el país y el libro se transformó en una voluminosa y extraordinaria obra, propia de un genio como Hugh, que comienza en 1762, cuando una expedición sale secretamente de Portsmouth para tomar La Habana, y finaliza desnudando a una tiranía que nadie pudo prever, “con las familias divididas y rotas y donde los líderes, separados, se odian unos a otros, por una revolución traicionada”.

Y concluye: “Un sistema totalitario sin elecciones libres, ni resultados de sondeos de opinión, donde es imposible distinguir entre el entusiasmo espontáneo y la conformidad forzosa u oportunista, una sociedad donde puede verse el triste dolor de la sumisión”.

En la isla, propiedad hoy de Raúl Castro y su camarilla de seniles gobernantes, el libro de Hugh, con sus 1 276 páginas, representa un peligro para la juventud, tanto, que ni siquiera los historiadores oficialistas cubanos se atreven a comentarlo.

Mucho menos aceptar que fuera un extranjero ―él mismo se consideró “autodidacta”, aunque con altos estudios en Cambridge y en la Sorbona de París―, quien dedicara diez de sus valiosos años para analizar a profundidad los acontecimientos más ardientes de la gesta libertaria de los Castro, sus aciertos y sus grandes e irreparables errores.

Como tantos otros valiosos intelectuales e historiadores, Hugh no volvió más a Cuba. No era bienvenido por los hermanos Castro.

Había escrito demasiadas verdades sobre ellos.

Al cabo de tres décadas después de 1971, cuando se volvió a publicar su libro sobre Cuba, incluyó un postscriptum a las ediciones posteriores, donde un breve análisis demuestra cuán difícil resulta contemplar con optimismo el futuro de Cuba bajo la égida del castrismo.

Hugh Thomas aclara que después de treinta años la vida del país era la misma, que los deseos de los Castro se traducían en estrategias, que Raúl, como heredero al trono, seguía de ministro de Defensa y que aunque su ejército resultaba cada año más importante en la política y en la economía del país, el nivel de producción de azúcar seguía siendo muy similar al de los años anteriores a 1959 y con una economía del siglo XIX que todavía pervive.

Por último, termina: “En 1959, Cuba ocupaba el segundo lugar en la lista de países latinoamericanos con relación a su nivel de vida. Hoy está más cerca del final de esa misma lista. El fracaso del comunismo es más que evidente, con una escasez y una miseria que sitúan a Cuba por debajo del nivel de vida que había en 1895”.

Fuente:
https://www.cubanet.org/opiniones/hugh-thomas-un-historiador-toxico-para-el-castrismo  

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