miércoles, 19 de octubre de 2016

LA TINTA CONTABLE

EL NACIONAL, Caracas, 7 de septiembre de 2016
Mis héroes intelectuales (1): Thomas Hobbes
Aníbal Romero 

(Con esta entrega comienzo una serie de artículos acerca de un grupo de pensadores y novelistas, cuyas obras han ejercido particular influencia sobre mi formación y a quienes admiro de manera especial, debido a la lucidez y significación de sus aportes intelectuales).
En el complejo y desafiante terreno de la filosofía política, Thomas Hobbes (1588-1679) ocupa un muy destacado lugar, en un plano en el que también encontramos figuras de la relevancia de Platón, Aristóteles y Nicolás Maquiavelo, entre otras de similar categoría. Con relación a Hobbes, tuve la suerte de asistir, siendo muy joven, a un excelente curso sobre su pensamiento político, y si bien para entonces no logré abarcar sino una pequeña parte de sus enseñanzas, recuerdo que una de ellas quedó grabada en mi espíritu como una verdad fundamental: toda filosofía política de veras importante se sustenta sobre una visión de la naturaleza humana. Me impresionaron la fuerza de su pensamiento y la perspectiva realista, siempre reiterada en sus obras, sobre nuestra propensión a hacer el mal a otros seres humanos. A partir de ese momento me empeñé en conocer mejor su filosofía política.
La visión hobbesiana es clara e inequívoca: el ser humano es vulnerable, física y psicológicamente, y el miedo ante esa vulnerabilidad —un miedo abierto o velado, admitido o resguardado, intenso o controlado— es parte de nuestra existencia desde el nacimiento hasta el final de la vida. Por una parte, Hobbes está convencido de que cada individuo busca su propio interés por encima del interés del resto, y que no existe, como creían Aristóteles y Tomás de Aquino, un “bien supremo” o summun bonum hacia el cual de manera obligatoria debería converger el interés de todos, excepto la seguridad. Por otro lado, Hobbes considera que todos los seres humanos somos iguales en nuestra capacidad de hacer daño a los demás, pues hasta el más débil puede matar al más fuerte mientras este último duerme. A partir de estas aparentemente sencillas constataciones se levanta la intrincada estructura de su filosofía política, que surgió en el contexto de las guerras civiles y religiosas en la Inglaterra del siglo XVII, pero que sigue proporcionando claves para la comprensión de nuestros retos presentes.
Hobbes fue más allá del mero señalamiento del miedo como impulso motivacional e identificó un tipo de miedo de suma relevancia para la política. En su obra cumbre, Leviatán (1651), el autor señala de modo específico el miedo a la muerte violenta como el peor de los males que pueda acaecerle a un individuo. Tal aseveración, propia de un pensamiento que surge en momentos en que la existencia personal adquiría un rango primordial en la valoración de los europeos renacentistas, conduce a Hobbes a sostener la imperiosa necesidad de organizar la sociedad y edificar el Estado moderno en función de un contrato, es decir, de un pacto que en todo lo posible minimice los peligros de la muerte violenta para los individuos, fortaleciendo a la vez, y en toda la medida que sea factible, la estabilidad y poder de la autoridad constituida, garante de la seguridad.
Para recapitular: el primer paso que da Hobbes se vincula a su concepción de una naturaleza humana acosada por la lacerante consciencia de su fragilidad. El segundo le lleva a precisar la muerte violenta como un mal singularmente siniestro. El tercero, que emerge de lo anterior, es la comprobación de que en una agrupación de seres humanos, cada uno de los cuales busca su propio interés, la falta de una autoridad única que dicte reglas de comportamiento en común y las haga cumplir es sinónimo de anarquía, de una “guerra de todos contra todos” cuyo desenlace es una existencia “solitaria, empobrecida, repugnante, brutal y corta” para cada individuo. En cuarto lugar, Hobbes propone como salida a este angustioso predicamento la aceptación, por parte de todos los individuos integrantes del grupo, sociedad o nación, de un pacto, creador a su vez de una autoridad única capaz de asegurar la convivencia y evitar la guerra civil. El pacto es un contrato que requiere protección de parte de esa autoridad a cambio de la obediencia de los individuos. Se paga un costo y se obtiene un beneficio.
Para interpretar adecuadamente a Hobbes es indispensable ubicarse en el marco histórico en que vivió, caracterizado por los peligros de invasión extranjera, la radicalización de los conflictos de base religiosa y la guerra civil entre partidarios del Parlamento y de la monarquía absolutista. De hecho, Hobbes relata en sus notas autobiográficas que su madre le dio a luz prematuramente, como reacción ante la amenaza inminente de invasión por parte de la Armada española: “Mi madre dio a luz gemelos: el miedo y yo”, escribió. Es cierto que su solución a los peligros de la inseguridad parece extrema y nos coloca ante el dilema de sacrificar la libertad en aras de la seguridad, mas en realidad el pensamiento político de Hobbes es sutil y sus derivaciones son diversas y complejas. Por ello un intérprete de la talla de Leo Strauss, para citar un caso, argumenta que el gran filósofo inglés fue el principal precursor del liberalismo, ya que Hobbes puso la protección de la vida del individuo como derecho primordial e inviolable, hasta por el Soberano. Esto puede parecer paradójico pero no lo es del todo. Hobbes fue un pensador serio y profundo que no rehuyó las implicaciones de sus argumentos. De ahí que plantee, entre otras tesis, que un reo que haya sido condenado a muerte legalmente puede y debe, sin embargo, procurar escapar para salvar su vida, que a su modo de ver es el bien más preciado de cada persona. Sostuvo también que en caso de guerra contra un enemigo externo es admisible pagar a otro para que se haga soldado y arriesgue su vida en lugar nuestro, todo lo cual, sin duda, erosiona fuertemente los pilares de la defensa común, pero salvaguarda a Hobbes de caer en contradicciones.
El absolutismo político de Hobbes, en otras palabras, tenía límites, y dista mucho de equipararse a los delirios totalitarios de nuestro tiempo, que no habrían sido posibles sin la intervención de la técnica moderna. Hobbes cultiva una idea de libertad solo en el estricto sentido de establecer como prioridad la protección de la existencia individual. Pero repito: existen tensiones en su pensamiento, lo cual es propio de una obra cuya densidad e impacto le ponen en la cima de la reflexión acerca de la vida en sociedad. Ahora bien, de esas tensiones quizás la más relevante se refiere al problema del miedo a la muerte como acicate y estímulo para admitir la autoridad y someterse al pacto. Intento explicarme: la arquitectura conceptual hobbesiana funciona en tanto los individuos estimen su supervivencia física por encima de otros valores, y experimenten efectivamente, y no solo en abstracto, ese miedo que conduce a actuar racionalmente y comprender los beneficios del antídoto a la guerra de todos contra todos. El problema de esta red de nociones teóricas es que puede agujerearse si uno, varios o muchos individuos deciden que hay cosas más importantes que la continuación de la existencia física, y que ciertos valores ameritan el sacrificio de la vida.
Conclusiones semejantes, que fracturan el entramado construido por Hobbes, se perciben sin ambigüedades en las acciones suicidas de los terroristas islamistas, que hoy acosan a las complacientes y apacibles sociedades occidentales. Pero no es indispensable concentrarse en esos ejemplos radicales. En realidad, el esquema hobbesiano funciona mejor en condiciones extremas, cuando las circunstancias obligan a los individuos a centrarse en amenazas palpables e inmediatas a su seguridad física. Y aún dentro de tales contextos no resulta del todo imposible hallar un balance que proteja un espacio de libertad, sin menoscabar gravemente la seguridad. En este orden de ideas, pienso que el propio Hobbes intuyó este punto clave, y de ahí sus esfuerzos para reconciliar la lucha contra la anarquía con una autoridad capaz de proteger la vida de las personas y su existencia pacífica en común.
Me parece evidente que la motivación dominante de Hobbes fue cerrar las puertas al fanatismo político y sus incentivos religiosos, que eran predominantes en su época. Las tres principales lecciones que a mi manera de ver podemos extraer de su pensamiento, para ser aplicadas a nuestro tiempo y sus desafíos, son estas: en primer término, que la normalidad política es precaria y frágil, y está sujeta a la amenaza constante de un descenso a la guerra de todos contra todos. En segundo lugar, que si bien no debemos sacrificar la libertad en busca de la seguridad, la ausencia de esta última es un camino inexorable hacia la pérdida de la primera. Y en tercer lugar, que el pacto social puede hundirse, tanto por la irracionalidad de los individuos como por la mayor de las paradojas: la conversión de la autoridad, encargada de custodiar la seguridad, en promotora de inseguridad, como consecuencia del intento de dividir la sociedad para dar solidez a su poder. Este fue un escenario inadecuadamente tratado por Hobbes: la posibilidad de que la autoridad constituida se convierta, perdiendo de vista su papel en el contrato, en la fuente fundamental de la inseguridad común.

Fuente:
http://www.el-nacional.com/anibal_romero/heroes-intelectuales-Thomas-Hobbes_0_916708362.html

EL NACIONAL, Caracas, 21 de septiembre de 2016
Mis héroes intelectuales (2): Immanuel Kant
Aníbal Romero 

En un contexto distinto al filosófico, Henry Kissinger escribió que “los hombres se convierten en mitos no por lo que sepan, ni siquiera por lo que logren, sino por las tareas que se fijen”. Una persona tan sensata y equilibrada como Immanuel Kant (1724-1804) se habría sorprendido, no me cabe duda, de que se le calificase de algún modo como un “mito”. No obstante, desde mi perspectiva, Kant lo es, y no exactamente por su sabiduría, que fue inmensa, ni por lo que logró, que también fue notable, sino por las abrumadoras tareas que se planteó.
Kant se hizo tres preguntas y procuró darles respuesta: 1) ¿qué podemos conocer?, es decir, ¿cuáles son las posibilidades y limitaciones de nuestro intelecto?; 2) ¿qué debemos hacer, cómo debemos actuar? (la pregunta sobre la moral); 3) ¿qué podemos esperar? (en el fondo, una pregunta de índole religiosa, si se quiere, en torno al sentido y propósito final de la existencia).
Sus esfuerzos por hallar caminos válidos ante tales retos le llevó a producir una obra inmensa y profunda, que me conmueve no solo por su calidad en todo sentido, sino sobre todo por su intachable honestidad. La obra intelectual de Kant es a mi modo de ver las cosas un acto heroico, uno de los grandes monumentos del espíritu humano en Occidente. E insisto: mi admiración por Kant no se basa principalmente en la certeza o verosimilitud de sus respuestas, sino en la fecundidad de sus empeños, así como en la manera obviamente honesta en que expone nuestros dilemas. En primer término, nuestros dilemas al intentar conocer la realidad que nos rodea. En segundo lugar, al tratar de actuar moralmente a pesar de la presencia patente del mal, asumiendo nuestra libertad ética en medio de incesantes tormentas. Y en tercer lugar, al desentrañar los complejos enigmas de nuestra existencia como seres mortales, acuciados por el deseo y la esperanza de asimilar la finitud.
Creo que Kant nos dejó un testimonio muy claro de sus motivaciones filosóficas con este párrafo famoso: “Dos cosas llenan el espíritu de siempre creciente asombro y reverencia, a medida que se reflexiona en ellas: el cielo estrellado sobre mi cabeza y la ley moral dentro de mí”. El misterio del universo y de nuestra presencia en el mismo impulsó a Kant, de un lado, a esclarecer en lo posible los fundamentos de nuestra capacidad de conocer, y de otro lado, a explicar esa fuerza interior que nos indica la diferencia entre el bien y el mal. Su obra cumbre, la Crítica de la razón pura (1781), es un impresionante aporte del intelecto humano en la historia, en función de establecer el alcance y fronteras de nuestra comprensión del “cielo estrellado”. Por otra parte, un relativamente corto, estupendo, maravilloso libro, cuyo título traducimos en español de manera un tanto confusa como Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785), contiene las desafiantes reflexiones de Kant sobre nuestra libertad como seres morales o, más bien, capaces de entender y tal vez actuar a veces según la ley moral.
Ambas obras, la Crítica de la razón pura y la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, nos colocan ante desafíos de gran envergadura. Es, en verdad, un atrevimiento excesivo pretender siquiera adentrarse en su riqueza y complejidad en estas meras notas de ocasión. Kant es un pensador muy exigente, pues se exigió quizá demasiado a sí mismo. Sin embargo, al menos puedo aseverar lo siguiente acerca de esos dos libros cruciales. La Crítica de la razón pura tiene como trasfondo la física de Newton, otra conquista de la mente humana que, con razón, revolucionó la ciencia en los tiempos de Kant y sus contemporáneos. Dentro de ese marco de leyes universales, en un mundo sujeto de modo aparentemente estricto al principio de causalidad, se planteaba para Kant el reto de nuestra libertad moral. ¿Somos verdaderamente libres para optar entre el bien y el mal? Kant estaba convencido de que sí somos libres para actuar según los dictados de esa ley, o negarnos a su cumplimiento. Por ello se acercó al fenómeno humano con una actitud de gran respeto y a la vez desprovista de ingenuidad y falsas expectativas. Si bien es cierto que Kant estimó la obra de Rousseau y en algunos aspectos fue influido por ella, no admitió las tesis rousseaunianas sobre una “bondad natural” de nuestra condición.
Según Kant, hay una ley moral, podemos conocerla, acceder a ella mediante la razón, y deberíamos actuar de acuerdo con sus requerimientos. Esa ley moral suprema o imperativo categórico es formulado de diversas formas por el filósofo, pero su esencia es inequívoca: debemos tratar a los seres humanos, a nuestros semejantes, como fines en sí mismos y jamás como medios; es decir, debemos actuar en función de máximas y principios que estemos dispuestos a admitir como leyes universales de conducta ética, válidas para todos. Y ello no para ser felices, o para lograr un fin ulterior como, por ejemplo, la salvación eterna, o para obtener indulgencias o aprobación de los demás; no, no se trata de eso. Debemos actuar según la ley moral por respeto a ella misma y al deber que nos impone, pues Kant argumenta que lo único que es bueno en sí mismo es una buena voluntad. En otras palabras, si –para ofrecer un ejemplo tal vez superficial– ayudamos a nuestros vecinos por interés, para hallarnos en adecuados términos de convivencia con ellos, para cumplir con las normas del condominio y ajustarnos a las convenciones de la vida civilizada, pero no existe en verdad una buena voluntad guiando nuestros actos, entonces tales actos no tienen valor moral propiamente dicho. Tienen seguramente otro tipo de valor, pero no un valor moral.
Para mencionar otro ejemplo: todos respetamos la trayectoria de la Madre Teresa de Calcuta, ahora elevada a la santidad por la Iglesia Católica, y presumimos que dicha trayectoria tiene efectivamente un elevado contenido moral. Pero cabe preguntarse, desde la visión kantiana del asunto: ¿actuó la Madre Teresa como lo hizo para lograr su salvación, en armonía con lo que señala la religión católica, o lo hizo exclusivamente impulsada por una buena voluntad, sin objetivos ulteriores al acto moral realizado por respeto a la ley y al deber que nos señala?
Lo cierto es que no podemos estar seguros, ni en el caso citado ni en ningún otro. A veces no podemos saberlo de nosotros mismos, o quizás nunca. Y con esto no pretendo aseverar que los actos que normalmente consideramos “buenos” (e incluyo por supuesto, respetuosamente, los de Teresa de Calcuta), y las personas que consideramos “santas”, carezcan de valor; no, de ningún modo. Lo que estoy diciendo, y en la medida en que puedo entenderle, es que en el contexto de la moral kantiana un acto es moralmente bueno si obedece a la ley moral y se realiza como legítima expresión de una buena voluntad, sin otros fines ulteriores. Desde luego que es posible sostener y muchos lo han hecho que se trata de una concepción demasiado abstracta y rígida de la ética, pero ello es precisamente, pienso, lo que concede a la reflexión kantiana, a su imperativo categórico, su grandeza.
Tal vez el tema se despeje algo más si lo referimos al campo político, en torno al cual Kant también tiene enseñanzas que ofrecer. Un interesante punto de partida es el ensayo sobre La paz perpetua (1795), en el que Kant precisa que una cosa es el progreso civilizatorio de la especie humana y otro diferente su progreso moral. Ciertamente, es posible en ciertos casos constatar avances de los seres humanos como seres civilizados, pero ello no debe confundirse con nuestros presuntos o reales progresos como seres morales. Aunque fue un pensador de la Ilustración, y quiso ver en su época síntomas y signos de progreso civilizatorio en algunas sociedades y en la disposición de los individuos a actuar de acuerdo con normas racionales de coexistencia, Kant no se engañó con relación al progreso moral propiamente dicho. Y si bien en ocasiones, en sus escritos sobre historia y política, Kant se deja arrastrar por algún momento de entusiasmo acerca de la marcha de la historia, lo cierto es que fue en lo fundamental un pensador realista, muy poco dado a las ilusiones fantasiosas, convencido –como escribió en un breve ensayo de 1784– de que “nada recto puede ser construido con una madera tan torcida como aquella de la que estamos hechos los seres humanos”.
En esa misma obra (Idea para una historia universal con un objetivo cosmopolita), Kant afirmó que “el problema de la política es el más difícil” y será “el último en ser resuelto por la especie humana”. No puedo adentrarme acá en los diversos intentos que Kant llevó a cabo, primero para definir y luego para abordar en detalle y resolver “el problema de la política”. Otras personas trabajan con denuedo para descifrar estos temas. Solamente deseo hacer explícita tanto la preocupación de Kant al respecto como la perplejidad que no pocas veces se percibe en sus empeños para enfrentarle.
Para concluir: ser morales en sentido kantiano luce en extremo complicado y retador. Kant vio la comprensión de la ley moral como la evidencia suprema de lo que nos hace humanos, de lo que sustenta nuestra dignidad en la tierra. Al mismo tiempo concibió de tal manera el desafío que lo hizo casi inasible. ¿Es posible el mal radical, es decir, la existencia de un ser humano que no reconozca la ley moral? No me refiero a la posibilidad de que no actúe de acuerdo con la ley moral, cosa que vemos todos los días hasta en nosotros mismos, sino de que no la entienda. Pienso que lamentablemente, y a pesar de Kant, el mal radical es posible.

Fuente:
http://www.el-nacional.com/anibal_romero/heroes-intelectuales-Immanuel-Kant_0_925107568.html

EL NACIONAL, Caracas, 5 de octure de 2016

Mis héroes intelectuales (3): Jorge Luis Borges
Aníbal Romero 

Jorge Luis Borges (1899-1986) fue un escritor absolutamente singular, y su obra está llena de enigmas e incontables matices. La multiplicidad de aspectos, temas, interrogantes y sorpresas que esa obra contiene hacen difícil todo intento de sujetarla a interpretaciones unívocas, que pretendan conducirla por senderos estrechos. Borges tiende siempre a escaparse por alguno de los laberintos que tanto llamaban su atención. No obstante, por alguna parte hay que empezar, y pienso que una orientación promisoria señala que en la obra de Borges un elemento clave, una especie de médula espinal, se muestra en su interés por las cualidades estéticas de las ideas y del lenguaje, es decir, por la belleza que es a veces posible hallar en conceptos aparentemente abstractos, así como en la música de ciertas lenguas que cultivó con pasión. Borges formuló tales preferencias en su libro Otras inquisiciones (1952, 1964), donde aseveró que en la totalidad de su obra pueden encontrarse dos tendencias. De un lado, la tendencia “a estimar las ideas religiosas y filosóficas por su valor estético”, y del otro “a estimarlas por lo que encierran de singular y maravilloso”. Todo esto, añadió, es “quizá indicio de un escepticismo esencial”.
Volveré más adelante a la cuestión del escepticismo, pero por ahora destaco que a partir de su primer libro, el poemario Fervor de Buenos Aires (1923), pueden detectarse en la obra de Borges las mencionadas pistas, que persistieron hasta sus postreros cuentos, poemas y ensayos. Ya en uno de los tempranos poemas de 1923 escribe Borges los nombres de dos filósofos que le acompañarían siempre, George Berkeley y Arturo Schopenhauer, cuyas teorías metafísicas claramente fascinaron la mente juvenil del autor. Como es sabido, Berkeley acuñó la frase “ser es percibir”, que sintetiza su doctrina acerca de la presunta dependencia de lo existente con respecto a la consciencia humana. De hecho, unos versos del primer libro de Borges revelan la presencia de Berkeley en el trasfondo de sus inquietudes. Escribió Borges: “Yo soy el único espectador de esta calle; si dejara de verla se moriría”. Y en cuanto a Schopenhauer, no asombra que los intraficables vericuetos de sus tesis filosóficas sobre “el mundo como voluntad y representación” hayan cautivado a un espíritu como el del escritor argentino, quien toda la vida afirmó estar convencido de que en verdad la vida es sueño, o, como lo expresa en su poema El paseo de Julio, que el ser humano “sufre de caos y adolece de irrealidad”.
Ciertamente, más allá del debate acerca de sus fundamentos conceptuales, posibles errores o veracidad filosófica, los planteamientos de Berkeley y Schopenhauer, entre otros pensadores favoritos de Borges, tienen ese carácter quimérico y maravilloso que tanto le atraía y que es ingrediente primordial de su obra. De hecho, y en primer término, admiro la obra de Borges y le coloco entre mis héroes intelectuales por su poder para estimular la imaginación, para sacarnos de lo cotidiano y conducirnos a un plano donde la fantasía se combina con la realidad, en una serie alucinante de equívocos misteriosos y sagaces perplejidades. Si a ello sumamos la riqueza del lenguaje borgiano, el resultado de leerle no es otra cosa que un incesante descubrimiento de delicias estéticas, de hallazgos literarios constantes y felices.
Este vertiginoso proceso avanza sobre dos pilares, que Borges enuncia con su inconfundible prosa. El primero es que, como dice en otro texto, “en este mundo la belleza es común”, y es patente que escritores como Borges ayudan a entenderla; el segundo es –citándole de nuevo– que “la raíz del lenguaje es irracional y de carácter mágico”. De allí que la obra de Borges constituye una tarea desmesurada, destinada a convertir la realidad en una biblioteca y a hacer que los límites del lenguaje coincidan con los límites del conocimiento. En otras palabras, tal vez no sea excesivo sostener que la ceguera física que acompañó por tanto tiempo a Borges, fue una especie de metáfora invertida de la inmensa visión de su espíritu, una paradoja estupenda a la que supo dar expresión en la primera estrofa de su Poema de los dones, alabando “la magnífica ironía de Dios” que le concedió a la vez “los libros y la noche”.
No he intentado sugerir que Borges haya sido un filósofo en el sentido tradicional, estricto y académico del término. Fue un escritor de ficción, un poeta y un ensayista de notables cualidades. Pero sí cabe decir que reflexionó con asiduidad sobre temas que han estado en el eje de la reflexión filosófica por siglos. Entre otros, despertaron su interés asuntos tales como el tiempo y su significado, la identidad personal y su durabilidad y confusión, la controversia entre fe, agnosticismo y ateísmo, el sentido del ser y de la muerte, y como ya he apuntado el potencial y las limitaciones del conocimiento. Semejantes problemas forman parte tanto de textos de naturaleza ensayística como de sus cuentos y poemas. Esta temática, cabe anotarlo, es analizada con lucidez por Diego Sánchez Meca en su estudio Conceptos en imágenes (Madrid, 2016), así como por el venezolano Juan Nuño en su excelente libro La filosofía de Borges (Barcelona, 2005).
Deseo resaltar de manera especial los cuentos contenidos en dos libros de Borges, Ficciones (1944) y El Aleph (1949), en los que con inasible astucia el autor logra plantear o esbozar complejos problemas filosóficos, sin que por ello sufra –sino que por el contrario se enaltezca– la calidad literaria de las narraciones como tales. Se me ocurre que este rasgo de la obra de Borges, el referido a su manejo de una historia con base en lo misterioso de la misma, se vincula a su amor por la literatura policíaca, género que cultivó como agudo lector e igualmente como autor, y en particular como recopilador de excelentes antologías del cuento policial realizadas en colaboración con su amigo Adolfo Bioy Casares. El gusto de Borges por las historias de crímenes y detectivescas es parte, desde luego, de su apego a los rompecabezas y acertijos, apego que forma parte esencial de buen número de sus narraciones.
Muchas veces se ha dicho que una gran cualidad de la obra de Borges es su universalidad, pues en efecto su producción literaria no se queda en un provincialismo estrecho, ni sucumbe ante el folklorismo y arcaísmo que en ocasiones han hecho daño a la literatura latinoamericana. La enorme influencia de Borges alrededor del mundo es prueba patente de la naturaleza global de su alcance y del amplio espacio espiritual de sus temas. Tal verdad no opaca en absoluto el hecho de que en su obra existe una dimensión hondamente arraigada en su país, en su amada ciudad de Buenos Aires, y en el ámbito de barriadas, esquinas, viejas viviendas, leyendas urbanas, duelos, batallas y enfrentamientos a cuchillo en recónditos arrabales, que también forman parte de un clima social y cultural una y otra vez rescatado por Borges. En este orden de ideas, creo posible que Borges, un típico intelectual sedentario que además quedó ciego, divagase entre sueños asumiendo identidades épicas y esa atmósfera guerrera, de aventuras y nomadismo recurrente en sus narraciones y poemas. En uno de ellos, la Milonga de Jacinto Chiclana, se encuentra esta hermosa estrofa, que quizás nos dice mucho sobre el propio Borges y su manera de ver y sentir el mundo: “Entre las cosas hay una/ De la que no se arrepiente/ Nadie en la tierra. Esa cosa/ Es haber sido valiente”.
Imposible que a un lector de Borges se le escape el amor que sentía por Inglaterra y la literatura inglesa. Se trata de un afecto profundo tanto hacia la lengua inglesa en general como hacia un grupo de autores de manera particular, empezando desde luego por Shakespeare. Es posible que los escritores que reciben mayor número de menciones y referencias en la vasta obra de Borges sean los ingleses Thomas De Quincey, G. K. Chesterton, Robert Louis Stevenson y Rudyard Kipling (quien nació en la India de padres ingleses y falleció en Londres), acerca de los que Borges no escatima elogios y que evidentemente le proporcionaron grandes satisfacciones, además de materia narrativa y ángulos de aproximación a la misma. De hecho, en un interesante pasaje del Prólogo a su compilación de poemas Elogio de la sombra, Borges admite que la obra de Kipling le enseñó “a narrar los hechos como si no los entendiera del todo”, aseveración que, me parece, proporciona otra clave para aproximarse al secreto que esconden tantas narraciones de Borges. Comparto ese amor de Borges hacia Inglaterra y la lengua inglesa, y es otra de las razones que me llevan a colocarle entre mis héroes intelectuales.
Quiero por último referirme al controversial tema de Borges y la política, en torno el cual se ha levantado una polvareda que me impacta como injustificada. Se me hace difícil concebir un temperamento más alejado de las pugnas, maledicencias, trampas, zancadillas, dobleces, borrascas e insensatez de la política que el de Borges. Presumo que él diría que fue la política la que se ensañó con él, y no al revés, y que hubiese deseado permanecer en paz entre las cuatro paredes de su biblioteca, sin ser alcanzado por las felonías del peronismo, entre otros avatares que le tocó vivir. Ahora bien, si no queda otro remedio habría que decir que Borges, en el campo político, fue un típico conservador en la acepción del término predominante en Inglaterra, por ejemplo. Ser conservador no es lo mismo que ser un reaccionario, alguien que busca traer a la vida un pasado ya muerto. Un conservador es un ser civilizado que aborrece el desorden, prefiere los cambios graduales a las revoluciones, admite nuestras fallas morales y no pretende erradicarlas sino atenuarlas, y observa el carrusel de la historia con ojos escépticos, sin aguardar demasiado de sus desenlaces pero sin suponer que lo peor es inevitable. Como conservador genuino Borges fue anticomunista y antifascista y admitió la democracia como el menor de los males, dadas las alternativas.
El escepticismo de Borges cubría mucho más que la política y los ajetreos de la existencia común, y permeó mucho de lo que escribió. Reconozco que siento una predilección espiritual por esa manera de ver las cosas, aunque por temperamento y carácter no me sea normalmente fácil asumir tal postura ante la vida. Suerte la de Borges, quien supo dar amplio espacio a la ironía, el humor y el sarcasmo frente a la inacabable comedia humana.

Fuente:
http://www.el-nacional.com/anibal_romero/heroes-intelectuales-Jorge-Luis-Borges_0_933506673.html

EL NACIONAL, Caracas, 19 de octubre de 2016 Mis héroes intelectuales (4): Ángel Bernardo Viso
Aníbal Romero

Tengo una gran deuda intelectual con el escritor venezolano Ángel Bernardo Viso (1930). La lectura inicial de sus ensayos de interpretación histórica fue una revelación, y desde entonces sus ideas han sido una especie de brújula que me ha proporcionado orientación a través del complejo panorama del país, así como elementos de juicio para reflexionar con mayor claridad sobre su pasado y presente. Además del valor intrínseco de sus libros, me impresiona la extraordinaria valentía del autor, a quien como indiqué debo en buena medida la disposición de afrontar la historia de nuestra sociedad con una actitud desprovista de estériles sentimentalismos, y a dejar de lado mitos y presuntas verdades establecidas para en su lugar mirar nuestro recorrido vital con ojos críticos, es decir, con madurez.
En estas notas, que intentan realizar a la vez un homenaje a una obra de singulares méritos y un breve análisis de la misma, cubriré de manera exclusiva tres libros de Viso, Venezuela: Identidad y ruptura (1982), Memorias marginales de Pedro Mirabal (1991), y Las revoluciones terribles (1997). No consideraré por tanto las narraciones literarias y los poemas de Viso, que en ciertos aspectos complementan sus ensayos histórico-políticos pero que tienen entidad propia, y en sustancia pertenecen a otro ámbito de su aporte.
Los tres mencionados libros de Viso comparten líneas comunes de argumentación y abordan temas convergentes. Por ello voy a focalizarme en algunos de esos temas, que creo forman la espina dorsal de su obra. El primero tiene que ver con el proceso de independencia de Venezuela y en general de Hispanoamérica con respecto a España, el carácter de dicho evento, su significado y consecuencias. El segundo abarca los dilemas y desafíos de la autoconsciencia y sentido de identidad de nuestros pueblos, y en particular del pueblo venezolano luego del momento independentista. El tercero se refiere a la naturaleza de lo que Viso denomina “las revoluciones terribles” y los efectos de las mismas. Por último, en cuarto lugar, los estudios de Viso debaten la situación actual de nuestro pueblo, y también del individuo venezolano prototípico, su inseguridad ontológica, es decir, la inseguridad acerca de su ser íntimo y su identidad nacional, su desconocimiento del pasado en el que se origina y al que se debe y su confusión o extravío acerca del futuro que aspira de algún modo a construir.
De acuerdo con Viso, el proceso de independencia hispanoamericano y la consecuente desmembración del Imperio español fue innecesariamente traumático y prematuro, y produjo un desgarrador quiebre psicológico-cultural que nos dejó huérfanos ante un pasado que quisimos borrar para siempre, ante un presente desprovisto de grandeza y un futuro de libertad y prosperidad siempre postergadas. La Independencia, más allá de la épica y el sonido y la furia de batallas y proclamas, arruinó lo que se había construido durante trescientos años, y fue incapaz de sustituir lo destruido con una estructura institucional alternativa, estable y civilizada.
Además de todo esto, que me parece en lo esencial incontrovertible, la Independencia dio origen a una historia nacional sustentada en el culto a figuras militares, y en especial a Simón Bolívar, un culto que en lugar de haber servido para reconciliarnos con el pasado ha sido manipulado y utilizado para apuntalar las ambiciones de poder de una inacabable sucesión de déspotas, y para reemplazar la realidad de nuestros reiterados fracasos como pueblo por una fantasía heroica, por un espejismo de logros que están en el pasado y nunca terminan de transformarse en presente. Este rumbo desgarrado ha generado un individuo cuya existencia se caracteriza por la ausencia de un piso sólido, un individuo carente de un claro sentido de identidad, a quien se le induce a creer que su ser íntimo se vincula al repudio del pasado español, a la perenne restauración de una “guerra a muerte” con esa parte de nuestro legado mestizo, y a quien al final se le pide que derribe las estatuas de Colón y coloque en su lugar las de Guaicaipuro.
Viso asume sin complejos nuestra herencia mestiza, pero no sucumbe ante la ideología políticamente correcta de nuestros días. Su argumento es inequívoco: la destrucción del pasado a raíz de la Independencia nos impulsa a vivir en un eterno laberinto de duda existencial, así como de incapacidad para reconciliarnos con lo que en verdad somos, cambiando la verdad por una serie de imposturas que forman parte de una historia inventada. La ausencia de pasado, su repudio o su conversión en ficción nos obligan a un eterno recomenzar, de lo cual son testimonio más de dos docenas de constituciones, ninguna de las cuales –con la excepción de la de 1961– dura mucho tiempo o traduce a la práctica los ideales de sus textos, que se quedan en letra muerta o en herramientas para justificar la arbitrariedad de los poderosos.
El diagnóstico de Viso se patentiza en la actual pesadilla venezolana y su disparatada e histriónica revolución, otra de las tantas que hemos tenido desde 1810. Los acontecimientos de estos pasados 18 años en Venezuela son una ilustración perfecta de nuestras carencias, tal y como las desarrolla Viso en sus estudios y ensayos. La revolución bolivariana ha intentado no solo destruir el pasado, en particular los tiempos de la república civil de 1958-1998, sino que ha procurado igualmente hacer de ese pasado, que incluye desde luego los tiempos de la Colonia, una especie de vertedero de inmundicias, de distorsiones y de odios que corrompen el alma de un pueblo en perenne orfandad. Quienes ahora nos gobiernan quieren algo más exaltado aun que una nueva Venezuela; quieren nada menos que un “hombre nuevo”, que esperan brotará como por encanto de sus esperpentos mentales, de una Constitución de papel que enarbolan como si fuese un conjuro mágico y violentan a diario, y del sueño demencial del socialismo del siglo XXI, refrito infame de los peores errores históricos de la izquierda latinoamericana. Para completar el cuadro, de modo tan certero y visionario esbozado por Viso desde una perspectiva histórica, el régimen que destruye a Venezuela se ha empeñado en mantener a nuestro pueblo en vilo entre dos puntos: la conversión de Simón Bolívar en un ídolo o tótem intocable, quien ya, se presume, nos dio todos los bienes, y un El Dorado que siempre se encuentra a la vuelta de la esquina, y cuya conquista, de acuerdo a nuestros atolondrados gobernantes, no requiere trabajo y perseverancia sino el compromiso ideológico con nuestros dogmas tradicionales.
Viso ha sugerido en alguna de sus obras la intención de escribir un libro sobre Bolívar, pero si bien aún no lo ha hecho –o no lo ha publicado– su obra Las revoluciones terribles adelanta consideraciones sustantivas sobre el tema. Viso se aproxima a Bolívar con respeto y desde un necesario y legítimo ángulo crítico. Así como las revoluciones terribles destruyen pero son incapaces de construir, el caso de Bolívar es analizado por Viso como el de una figura heroica que a pesar de sus esfuerzos no logró sin embargo reemplazar el andamiaje institucional y social devastado durante la guerra de independencia, y sustituirlo por otro alternativo, capaz de brindar a los venezolanos la libertad, prosperidad y estabilidad prometidas. Todo el que haya leído sus cartas desde 1825 a 1830 sabe que Bolívar experimentó una inmensa decepción y una intensa frustración en su postrera etapa vital, llegando a afirmar cosas como las siguientes (en carta a Estanislao Vergara de septiembre de 1830): “Créame usted –le dijo–, nunca he visto con buenos ojos las insurrecciones; y últimamente he deplorado hasta la que hemos hecho contra los españoles”. Estas no son frases que puedan tomarse a la ligera, y la crítica de Viso se refiere al fracaso institucional en que desembocó nuestra Independencia, fracaso que con relativamente breves interrupciones se extiende hasta nuestros días. A diferencia de la revolución de independencia de Estados Unidos, que Viso ubica en la lista de las revoluciones “moderadas”, pues, en lugar de demoler el pasado lo asumió en forma creativa y lo plasmó, superándolo, en una Constitución que sigue vigente, la de Hispanoamérica fue una revolución terrible que nos legó un vacío espiritual y nos abrió las puertas a un laberinto existencial.
Las propuestas que hace el autor son importantes, pero las mismas se mueven en un plano de orden estrictamente espiritual, dirigidas a rescatar nuestro pasado, asumirlo íntegramente y conquistar en el presente el ímpetu creador que hace grandes a los pueblos, posibilitándoles avanzar con confianza hacia un mejor porvenir. Ahora bien, los procesos de evolución en este terreno son normalmente muy largos y su destino probable siempre impredecible. Se trata de procesos culturales que tocan aspectos cuyo hondo arraigo en la estructura psicológica de un pueblo exigen amplios períodos de maduración. ¿Cómo recobrar de forma creativa el pasado, del que nos hemos apartado de modo tan radical? No solo nos hallamos tan distantes como siempre de esa historia, sino que la visión puramente épica de la Independencia se mantiene como única referencia de nuestro curso sociopolítico, activamente promovida así desde el propio gobierno. A ello se suma la intensificación deliberada del culto a Bolívar, culto al que se procura colocar otra vez en el pedestal de una especie de religión cívica, con respuestas para todos los problemas actuales y venideros. ¿Qué legado nos deja entonces esta etapa reciente, a cuya mediocre y brutal agonía hoy asistimos, y qué puede esperarse de un futuro que apenas se vislumbra?
El rumbo histórico que hoy recorremos ha agudizado los justificados temores que con tanta pasión y amor por nuestra tierra se expresan en la obra de Viso, obra que no dudo en calificar como una de las más densas y lúcidas que se hayan producido en nuestro país en el campo de la interpretación histórico-política. Nos hallamos en un punto a la vez precario y retador del camino. Pase lo que pase, creo fundamental avanzar con toda la claridad conceptual que sea posible, tanto en lo que se refiere a la comprensión sobria y equilibrada de nuestro pasado como de los desafíos que plantea el porvenir. La lectura de los libros de Ángel Bernardo Viso y la asimilación de sus profundas enseñanzas son pasos relevantes en función de esos objetivos.

Fuente:
http://www.el-nacional.com/anibal_romero/heroes-intelectuales-Angel-Bernardo-Viso_0_941905864.html

EL NACIONAL, Caracas,  2 de noviembre de 2016
Mis héroes intelectuales (5): Thomas Mann
Aníbal Romero 

La gran literatura es casi siempre reconocible, pero hay libros que resulta difícil leer y apreciar en su totalidad. Tal ha sido mi vivencia con relación a algunas obras de importancia. Confieso por ejemplo que si bien completé Por el camino de Swann, primer volumen de los siete que integran la renombrada obra de Marcel Proust, En busca del tiempo perdido, y disfruté varios de sus elaborados y sutiles pasajes, no logré sin embargo proseguir el rumbo hacia el resto de los seis tomos. Seis gruesos volúmenes todavía aguardan a que derrote mi pereza, tarea que considero difícil. Ello con seguridad es prueba inequívoca de mis limitaciones como lector. Ni modo. Igual experiencia tuve al confrontar la famosa novela Ulises de James Joyce. No pongo en duda su relevancia e impacto revolucionario y me hubiese encantado entenderla y disfrutarla más, pero la empresa se mostró superior a mis fuerzas y paciencia. Esas y otras lecturas, o intentos de lectura, me llevaron en su momento a reflexionar acerca de la relación entre forma y contenidos en las obras literarias, y sobre los sacrificios que los legítimos empeños exploratorios y experimentales reclaman, por encima de otros componentes no menos sustantivos de la poesía y la narrativa.
Se trata de un tema que tocaré brevemente en estos apuntes sobre Thomas Mann (1875-1955). No pretendo presumir de crítico literario. Como he expuesto en anteriores oportunidades esta serie de artículos procura, por una parte, rendir homenaje a un grupo de escritores y pensadores con quienes he contraído especiales deudas intelectuales, y por otra compartir con los lectores esas preferencias literarias y filosóficas con la expectativa de que les sean de utilidad y provecho estético.
Con ciertas obras de Thomas Mann me ocurre algo muy distinto a lo descrito en relación con Proust y Joyce. Retorno a los libros de Mann con frecuencia, les releo y realizo nuevos hallazgos y consigo un cada vez mayor disfrute. Ello proviene del interés intrínseco de las historias que Mann narra, así como de la perceptible adecuación entre lo que busca comunicar y el modo en que lo logra. Son pocos los autores y libros que me han proporcionado tantas satisfacciones como Los Buddenbrook  (1901), La muerte en Venecia (1912), y las espléndidas Confesiones del estafador Felix Krull (1954). Cabe señalar que esta obra, la última que Mann escribió, fue iniciada en 1911 y por décadas permaneció como un primer paso, que luego Mann retomó y adelantó aunque no llegó a finalizarla. Lo refiero pues a mi manera de ver la entera obra de Mann tiene dos etapas, divididas por la catástrofe europea de la Primera Guerra Mundial. Si bien valoro y admiro las grandes novelas de la segunda etapa, La montaña mágica (1924), la tetralogía José y sus hermanos (1933-1943) y Doctor Faustus (1947), obras todas ellas de reconocida calidad y significado, prefiero el Mann del período inicial anterior a 1914 y el conjunto de relatos que entonces produjo.
Iniciaré mis comentarios con La muerte en Venecia, una obra que conquista una armonía perfecta entre los apasionantes y conmovedores episodios que relata y la maestría de su técnica literaria, en lo que tiene que ver con el ritmo de la narración, su extensión y estructura. Cabe indicar en este orden de ideas que el destacado cineasta italiano Lucino Visconti llevó a cabo una estupenda película sobre el libro de Mann y se tomó algunas libertades con la versión cinematográfica, que es preciso aclarar en beneficio de aquellos que vieron el filme pero no han leído la obra. Para empezar, el personaje central del libro de Mann, Gustav Aschenbach, es un escritor y no un compositor; algunas escenas de la película de Visconti son parcial o totalmente tomadas de la biografía del destacado músico vienés Gustav Mahler, y no se corresponden con exactitud o simplemente no aparecen en el libro de Mann. No obstante, Visconti no solo no traiciona a Mann sino que le enaltece, pues su extraordinaria película recrea con fidelidad la hermosa tragedia de Aschenbach en lo que es más relevante, es decir, la cadencia del espíritu y la plenitud del mensaje.
Puede lucir contradictorio que hable de una “hermosa tragedia”, pero quizás los términos se adecuen para describir el contenido de esta obra maestra de la literatura. El tema de fondo de La muerte en Venecia es la creación artística, sus exigencias, recompensas, llamaradas, cúspides, abismos y sufrimientos. Lo excepcional del planteamiento de Mann es que su personaje, Aschenbach, es un creador de obras literarias que desarrolla su trabajo según una estética sustentada en el rigor, la disciplina, la ironía, la distancia y el control con respecto a las pasiones propias y del resto de las personas. Sin embargo, detrás de esa fachada de severidad, de esa aspereza, de esa inclemencia del alma se esconde un torbellino de emociones, que únicamente esperan el adecuado detonante para así salir a flote y arrastrar a Aschenbach por inéditos rumbos, que le ocasionan un regocijo supremo y una patética agonía.
No abundaré sobre el curso que sigue la obra pues de hacerlo arruinaría su pleno disfrute a las personas que no han leído el libro, estropeándoles la aventura de abordarle como es debido. En todo caso, no abrigo la menor duda al afirmar que se trata de un libro descollante, del cual mucho puede aprenderse y cuyos sucesos e imágenes perduran imborrablemente en su intensidad y validez. La muerte en Venecia es un libro que conjuga con balance, como ya sugerí, el contenido de la historia narrada y la forma en que Mann lleva a cabo su proeza creativa.
Diversos comentaristas han señalado que el trasfondo filosófico de La muerte en Venecia es la distinción entre lo “apolíneo” y lo “dionisíaco”, contraste que discutió Friedrich Nietzsche en su conocido estudio El origen de la tragedia. Nietzsche les entendía como principios vitales presentes en nuestra existencia y como fuentes dinamizadoras de la creación artística. Tales principios en pugna se vinculan, en el caso de lo apolíneo, con la racionalidad, la luminosidad clásica, el orden y el sentido de las proporciones; lo dionisíaco se enlaza a lo irracional, a las sombrías profundidades del espíritu, a lo caótico e informe. Este marco de tensiones que también interesó e inquietó a Mann se encuentra presente en su maravillosa novela de juventud, Los Buddenbrook, libro que lleva como subtítulo “Decadencia de una familia”. Se trata de una obra de raíces autobiográficas, en la que Mann enfrenta el desafiante tema de las transformaciones socio-políticas de la sociedad alemana de finales del siglo XIX a través del prisma de una familia de acomodados comerciantes burgueses. El libro retrata el antagonismo entre la severa disciplina existencial de un grupo de personajes y la dispersión de otros, que rompen los esquemas de valores tradicionales y se extravían por caminos alternos, entre ellos el de la tentadora pero riesgosa creación artística. Es de interés indicar, con respecto a Los Buddenbrook, que de manera poco usual este libro fue específicamente citado por la Academia Sueca en la exposición de motivos que acompañó el otorgamiento del Premio Nobel de Literatura a Mann en 1929. Corrían otros tiempos, cuando el Nobel de Literatura era casi siempre concedido a autores con verdaderos méritos para ello.
Si bien como dije antes prefiero al Mann de la etapa inicial, me encuentro con el caso singular de la que es tal vez la más gozosa y divertida de las obras de este autor, y la que me ha producido los mayores placeres como lector. Me refiero a la ya mencionada novela Confesiones del estafador Felix Krull, que Mann empezó a escribir, dejó de lado por largo tiempo y luego reanudó en el período final de su ciclo vital, sin llegar a concluirla. Es un libro por tanto que cubre ambas etapas de la carrera de Mann. El personaje principal de esta novela, que evoca conexiones con la picaresca española y hasta con Don Quijote es en a mi modo de ver el más carismático, ameno, ocurrente y simpático de toda la obra de Mann, y su historia pone de manifiesto a la vez un hermoso canto a la vida y un homenaje a la visión estética de la existencia.
El filósofo marxista Georg Lukács, en una colección de estudios sobre Mann, ha querido ver en el “estafador” Felix Krull la imagen de la presunta erosión y alienación del individuo bajo el capitalismo. Según Lukács, Mann hace que su Felix Krull asuma otras personalidades y engañe acerca de su verdadera identidad pues esa es la ruta de salvación que se ofrece al individuo en la sociedad capitalista, un individuo empobrecido por un contexto opresor que le desgasta e impide alcanzar una existencia plena. Sin ánimo de descartar el posible interés de esta y otras tesis de Lukács en su análisis de las obras de Thomas Mann, en lo que tiene que ver con Las confesiones del estafador Felix Krull creo que el filósofo húngaro introduce complicaciones sin suficiente fundamento, y retuerce hasta hacerles irreconocibles rasgos esenciales de una obra desprendida de las trampas de la psicología y sociología marxistas. En lugar de tales disquisiciones Mann nos regala una narración llena de alegría, de convicción, de apego y amor a la vida con una maestría y una autenticidad de veras poco comunes.
Confío y deseo que los lectores de estas notas se animen a leer a Mann si aún no lo han hecho, o a releerle si ya le conocen. Esa sería una grata recompensa al propósito de rendir homenaje a otro de mis héroes intelectuales.
(Nota: algunos lectores me han preguntado gentilmente qué número de autores cubriré en esta serie de artículos. Mi galería de héroes intelectuales no es demasiado extensa, y pienso que comentaré un total de ocho o tal vez diez escritores y pensadores).

Fuente:
http://www.el-nacional.com/anibal_romero/heroes-intelectuales-Thomas-Mann_0_950305005.html

EL NACIONAL, Caracas, 30 de noviembre de 2016
Mis héroes intelectuales (6): Karl Popper
Aníbal Romero 

Poco después de llegar a Inglaterra para realizar mis estudios universitarios, en el ya distante año de 1971, me aficioné a un programa de la BBC Radio 4 titulado Los discos de la isla desierta (Desert Island Discs). Como tantas cosas en ese país amante de sus tradiciones, el mencionado programa comenzó en 1942 en plena guerra mundial y es todavía presentado cada semana. El formato es muy simple: un único invitado debe seleccionar las ocho piezas musicales que quisiera tener consigo y estar en capacidad de escuchar, en la situación hipotética de hallarse como náufrago en una imaginaria isla desierta. El conductor del programa y su invitado comentan sobre la música escogida, que es desde luego transmitida a la audiencia, y conversan acerca de las razones que motivan la lista de piezas musicales seleccionadas, así como sobre aspectos de la carrera y la vida del entrevistado de turno.
El programa se extiende por cuarenta minutos y las piezas musicales deben ser breves, de modo de ajustarse a ese límite y dar tiempo a que invitado y conductor intercambien puntos de vista. Esto es importante pues sé de amigos que pretenderían llevar a un programa similar (y a la isla desierta) las nueve sinfonías de Beethoven, o la totalidad de la casi interminable ópera El Anillo del Nibelungo de Richard Wagner. Mas ese no es el punto del programa; se trata de algo más ligero y entretenido y la selección puede mezclar pasajes de piezas clásicas con música de rock, jazz, pop, o lo que decida cada participante. Ya no le sigo con la asiduidad de otros tiempos, pero de vez en cuando reviso por Internet el sitio web de Desert Island Discs, mediante el cual podemos explorar los archivos del programa desde los años cincuenta del siglo pasado y hasta la actualidad.
Resulta increíble escuchar, por ejemplo y entre muchos otros personajes, al mariscal Montgomery hablando de su música favorita, o a Marlene Dietrich, Arturo Rubinstein, V. S. Naipaul, Natalie Wood, Michael Caine, Tom Jones, Plácido Domingo, y hasta al ex espía Oleg Gordievsky, jefe de la KGB en Londres durante un período de la Guerra Fría, y a la vez agente infiltrado al servicio de los británicos. Han protagonizado el programa decenas de políticos, escritores, compositores, intérpretes, actores y actrices de cine y teatro, deportistas, arquitectos, y muchas otras personas de las más diversas procedencias y ocupaciones, y el archivo es un tesoro inagotable que nunca deja de producir hallazgos.
El lector se preguntará a estas alturas: ¿Y qué tiene todo esto que ver con Karl Popper, quien, que yo sepa, nunca participó en Los discos de la isla desierta? Pues, lo siguiente: así como siempre me ha resultado difícil completar una lista definitiva de ocho piezas musicales, como mero ejercicio hipotético, para llevar a una isla desierta, de igual forma me parece un desafío muy exigente compilar una lista de ocho libros con igual objetivo en mente, con una excepción. Sé que tratándose de libros portaría conmigo a la isla la obra de Popper, La sociedad abierta y sus enemigos (1945). Los otros siete libros conforman una lista cambiante a lo largo de los años, aunque algunos tienen mayor perdurabilidad que otros; sin embargo esa obra de Popper permanece sin cambios en la selección.
Karl Popper (1902-1994) es otro de mis héroes intelectuales, gracias de un lado a la fuerza persuasiva de su pensamiento y del otro a la claridad de sus principios políticos. Popper es conocido por sus aportes en el campo de la filosofía de la ciencia y también por sus obras de filosofía social y política. Entre los primeros se destaca su libro La lógica de la investigación científica, publicado en alemán en 1935 (primera edición en inglés de 1959), así como su conocida recopilación de estudios titulada Conjeturas y refutaciones (1963). Este último libro en particular ofrece una perspectiva de conjunto del pensamiento de Popper, ya que incluye ensayos de filosofía e historia de la ciencia, de historia de las ideas en general y de discusión en torno a autores, temas y problemas puntuales que estuvieron en el centro del interés de Popper a lo largo de su fructífera carrera. En cuanto a las obras de reflexión política, además de la mencionada y fundamental La sociedad abierta y sus enemigos, debo mencionar su libro de filosofía social y de la historia, La miseria del historicismo (1961).
En todos estos ámbitos Popper avanza sobre la base de un planteamiento en apariencia simple, pero que en sus manos se convierte en un poderoso instrumento crítico. Más que de una idea hablamos de una convicción, la de que podemos aprender de nuestros errores. De hecho, Popper coloca como epígrafe al comienzo de sus Conjeturas y refutaciones una frase de J. A. Wheeler, según la cual “nuestro principal reto es el de cometer nuestros errores lo antes posible”, y desde luego extraer lecciones de los mismos. También en el prefacio a esa obra y en apretada síntesis Popper expone su tesis medular: la vida entera consiste en confrontar e intentar resolver problemas, y el camino para lograrlo exige en primer lugar entender que somos falibles, que nos equivocamos, pero de igual manera y en segundo lugar que podemos enmendar los errores, si les abordamos con una visión crítica y nos esforzamos por analizar sus raíces y consecuencias. Dicho en otros términos, reconocer nuestra falibilidad no debe verse como la apertura de una puerta hacia el escepticismo, sino más bien como el trazado de una ruta que facilita el crecimiento de nuestro conocimiento. No existe en el plano de lo humano una “verdad” definitiva, ni siquiera en las ciencias naturales, sino solo aproximaciones a la verdad, unas más sólidas que otras. La verdad es un parámetro regulativo y no una conquista final, y el conocimiento científico empieza por la formulación de conjeturas o hipótesis que luego deben ser sometidas a pruebas y al esfuerzo de refutarlas. Las respuestas que sobreviven permiten construir nuevos peldaños de una escalera que esperamos ascienda siempre, pero cuyo proceso de edificación es tentativo.
Si bien, como han señalados diversos comentaristas, el rumbo de la investigación científica no siempre se ajusta a las prescripciones teóricas de Popper, su tesis al respecto funciona como un modelo ideal. Apegarse en lo posible al mismo es útil, y de igual modo ocurre en el terreno de la organización social y la existencia política, pues la sociedad abierta que promueve Popper se sustenta en la libertad crítica, en la posibilidad de reconocer los errores y rectificarlos, de resolver los problemas de la vida en común a través de la confrontación de ideas y de su corrección sin dogmas.
Popper defiende la democracia pero no la exalta como una panacea. Su visión es sobria y ponderada, pues en su opinión la democracia no es sino un mecanismo para cambiar a los malos gobiernos sin el uso de la violencia. Esto último, que a algunos puede lucir como escasamente inspirador, es en realidad muy importante, pues aparte de que casi todos los gobiernos son malos o insatisfactorios, acceder a mecanismos que permitan cambiarlos sin recurrir a la violencia es un logro inmenso, que solo es justamente valorado cuando no existe. Por todo ello la democracia en sí misma no es suficiente; es necesario que la democracia se conjugue con la libertad, es decir, con las limitaciones al poder, con la existencia de una sociedad de individuos libres bajo leyes iguales para todos, y con la permanente vigencia de controles al arbitrio de los que en un momento dado detentan el mando político. Una sociedad abierta es la que hace posible la crítica, y es claro que Popper establece una analogía entre su comunidad científica ideal y la sociedad libre que propugna.
En otra de sus compilaciones, publicada el año de su fallecimiento y titulada En busca de un mundo mejor (1994), Popper incluye un excelente estudio sobre “La autocrítica creativa en la ciencia y el arte”, en el cual desarrolla una intrigante analogía entre ciertos procesos productivos del artista y del científico, comparando en el primer campo a Mozart y Beethoven. En el caso de Mozart, explica Popper, encontramos una manifestación del genio en estado puro, capaz de trasladar sus audaces concepciones al papel de una sola vez y prácticamente sin realizar posteriores correcciones. Beethoven, otro genio artístico pero quizás de otro tipo, procedía de manera diversa, sometiendo muchas veces sus intrépidas creaciones a laboriosa crítica y haciéndolas ascender por esa escalera sin fin de la perfección, hasta nuevos y más elaborados niveles. De acuerdo con Popper, de ese modo la hermosa Fantasía coral se convirtió en la aún más bella Oda a la alegría.
En el plano político Popper se autodescribió como “una persona que valora la libertad individual y que está alerta frente a las amenazas de todas las formas de poder y autoridad”. Ante los que puedan erróneamente suponer que tal definición le acerca a una especie de anarquismo, Popper no se cansa de advertir que la libertad política solo puede existir y florecer dentro de un orden legal sostenido por un poder legítimo. Como ocurre con el caso de Friedrich Hayek (a quien por cierto Popper dedicó su obra Conjeturas y refutaciones), el respaldo de Popper a la economía de mercado no significa menoscabar el papel del Estado, sino focalizarle en su papel de garante de las leyes.
En conclusión, repito entonces que llevaría conmigo La sociedad abierta y sus enemigos a la isla desierta, pues es uno de los libros que más me han enseñado y de los que he obtenido los mayores deleites intelectuales. Sé que varios críticos de la obra han cuestionado ciertas interpretaciones específicas de Popper acerca de Platón, Hegel y Marx, y no dudo que puedan tener razón en algunas de sus objeciones concretas. No obstante, la crítica global que con brillantez despliega Popper en esa obra singular y de gran poder analítico me parece atinada, y su influencia en la lucha contra el totalitarismo jamás podrá subestimarse. De hecho, Popper escribió La sociedad abierta y sus enemigos durante los terribles años de la Segunda Guerra Mundial, y la concibió como su contribución personal al combate por la libertad en el terreno de las ideas. Pero el libro es bastante más que una detallada crítica a Platón, Hegel y Marx como enemigos de la sociedad abierta; es también un tratado que expone las propias tesis de Popper acerca del crecimiento del conocimiento y sus obstáculos, sobre los requerimientos de una sociedad libre y democrática, y con relación a la pregunta que con insistencia nos hacemos: ¿tiene algún sentido la historia? La respuesta de Popper, que no puedo glosar aquí pero que el lector curioso seguramente buscará por sí mismo, es de las más convincentes con las que me he topado.

Fuente:
http://www.el-nacional.com/anibal_romero/heroes-intelectuales-Karl-Popper_0_967103348.html  

EL NACIONAL, Caracas, 28 de diciembre de 2016
Mis héroes intelectuales (7): Henry Kissinger
Aníbal Romero

El libro que más me ha enseñado acerca de la política internacional en un marco de Estados soberanos es Un mundo restaurado, de Henry Kissinger (1923 - ). Esta obra de Kissinger, publicada inicialmente en 1957, puede leerse en varios planos: como una historia de la diplomacia durante las guerras napoleónicas, como un tratado sobre lo que significa un orden internacional legítimo, como un diagnóstico sobre el reto específico que un actor político revolucionario impone a los órdenes legítimos, como una semblanza de los grandes estadistas de la época, es decir, Metternich, Castlereagh y Talleyrand, como un análisis de la sustancia del conservatismo y como una discusión del arte de la diplomacia y de la tarea del estadista. Es también admisible leerla como un estudio de las analogías existentes entre los problemas que suscitó la política de Napoleón, que puso en jaque el orden europeo prevaleciente hasta la Revolución Francesa, y los en no escasa medida similares desafíos que planteó la expansión del comunismo luego de la Segunda Guerra Mundial, hasta el fin de la Unión Soviética.

De igual manera, este libro de Kissinger contiene un análisis comparado, aunque implícito, entre la naturaleza de los acuerdos de estabilidad logrados después de la derrota de Napoleón, en el Congreso de Viena (1815-1816), y los arreglos inestables y eventualmente fracasados que se plasmaron en el Tratado de Versalles (1919), impuesto sobre Alemania luego del fin de la Primera Guerra Mundial. Por último, podemos leer Un mundo restaurado con el propósito de elucidar con mayor acierto algunas de las situaciones que hoy empiezan a evolucionar ante nuestros atónitos ojos, transformando con inusitada rapidez el panorama global.

Como puede con facilidad captarse, Un mundo restaurado es un libro complejo en cuanto al carácter polifónico de sus contenidos, pero la clara, precisa y con frecuencia brillante prosa de Kissinger hace posible una lectura a la vez interesante, grata provechosa. Añado entonces el nombre de Henry Kissinger a la lista de mis héroes intelectuales fundamentalmente por lo mucho que esta obra, que fue en principio su tesis de doctorado en la Universidad de Harvard, me ha beneficiado en términos de lo que de ella he aprendido y continúo aprendiendo. No consideraré en estas notas otros libros de Kissinger, a pesar de que les considero valiosos, ni sus múltiples ejecutorias como asistente de Seguridad Nacional y secretario de Estado de Estados Unidos bajo los presidentes Nixon y Ford, con sus éxitos y fracasos. No es por tanto al controversial practicante de la diplomacia y polémico estadista al que abordaré ahora, sino al autor de Un mundo restaurado.

Procuraré focalizarme en dos temas: 1) ¿Qué es un orden internacional legítimo? 2) ¿Cuál es la naturaleza específica del reto que producen los actores políticos revolucionarios, y cómo debe combatírseles?

Un orden internacional legítimo se sustenta sobre principios y normas de conducta compartidos en lo esencial por todos los grandes poderes que le integran. Dicho de otro modo, un orden legítimo genera una relativa inseguridad para todos sus miembros, pero a la vez impide que alguno de ellos intente lograr una seguridad absoluta, ya que la seguridad absoluta de una potencia implica de modo necesario la inseguridad absoluta de todas las demás. Para aclarar aún más: un orden internacional legítimo es aquel que no crea incentivos para que alguna potencia se decida a emprender una política revolucionaria, destinada a acabar con lo existente y establecer un orden nuevo. Un orden legítimo consolida el statu quo y busca castigar el radicalismo en diversas vertientes. Su eje es un consenso moral acerca de las limitaciones a la voluntad de dominio de cada cual.

Ese tipo de orden estuvo vigente, por ejemplo, durante buena parte del siglo XVIII y antes de la Revolución Francesa, así como en el período pos-napoleónico que se extendió entre el ya mencionado Congreso de Viena (1815-1816) y el estallido de la Primera Guerra Mundial (1914). Hubo en esos tiempos guerras y numerosos conflictos entre las potencias, pero se llevaron a cabo dentro de un contexto de estabilidad esencial, y sin que alguno de los grandes poderes europeos persiguiese un dominio universal. Las guerras eran limitadas y durante el siglo XIX en buena parte acontecieron en el terreno de la competencia por colonias fuera de Europa.

La aparición de Napoleón Bonaparte en el escenario europeo cambió las cosas. Napoleón era un actor revolucionario, y la característica central de este tipo de actor político no es que se sienta inseguro, pues de una manera u otra la inseguridad es común en el sistema internacional, sino que nada consigue en efecto asegurarle. Para lograr esto último el actor revolucionario busca un dominio total y universal, y a veces ni siquiera semejante conquista consigue apaciguarle. Su naturaleza impide una política basada en una conciencia de los límites y en un sentido de las proporciones.

La derrota de Napoleón hizo posible, pero no garantizó, que los poderes labrasen una paz duradera. Esto último fue el resultado tanto de la destreza diplomática de personajes como Metternich, Castlereagh y Talleyrand, como también y en forma clave de la naturaleza de los pactos negociados. El Congreso de Viena no impuso sobre Francia una paz punitiva, como deseaba por ejemplo el zar ruso Alejandro I, sino una paz de reconciliación que se extendió hasta 1914. La Primera Guerra Mundial puso fin a esa larga etapa de relativa paz y consenso europeos, y el catastrófico desenlace tuvo que ver de modo decisivo con la ambición desmedida de la Alemania que Bismarck unificó.

El posterior Tratado de Versalles, que gravó a la Alemania derrotada con una paz de escarmiento y castigo, fue muy distinto al arreglo firmado en Viena un siglo antes. Lo acordado en Versalles en 1919 garantizaba una Alemania irredenta y en busca de revancha, sembrando así las aciagas semillas de las que brotaron Hitler y el nazismo. La única forma de hacer valer las cláusulas de Versalles era mediante una política de permanente alerta y sabia agresividad por parte de los países signatarios, en particular de Francia e Inglaterra, con voluntad férrea para que se cumpliese lo estipulado. Pero dicha voluntad no existió nunca y las consecuencias son conocidas. La debilidad de las potencias del statu quo, su complejo de culpa por lo impuesto en Versalles, y la consecuente política de apaciguamiento frente a Hitler abrieron las puertas hacia el abismo.

Hitler, como Napoleón, fue otro actor revolucionario impulsado por una insaciable voluntad de conquista, carente de límites. Desde luego, se trata de una analogía entre dos personajes en muchos aspectos diferentes, pues como lo expresa Kissinger, “la historia enseña por analogía, no por identidad”. No existen dos procesos políticos plenamente idénticos, pero la naturaleza humana actuando en la historia nos ofrece un panorama de sucesos que en alguna medida se repiten, en sus elementos cruciales, dentro de marcos diferentes.

Los actores revolucionarios plantean un reto y un dilema: el reto consiste en reconocerles a tiempo, sin darles ocasión de disimular y engañar en cuanto a sus verdaderas intenciones. El dilema consiste en que tratar de detenerles con toda la fuerza necesaria, y antes de que desate la ola de destrucción que siempre acompaña sus ejecutorias históricas, es una empresa que requiere de los actores políticos conservadores (en el sentido de actores que prefieren mantener el statu quo) una fuerza de voluntad y dotes persuasivas poco comunes. Tal tipo de política preventiva choca con el escepticismo, la desidia y la ingenuidad de la mayoría, que prefiere esperar por pruebas inalcanzables y conceder el beneficio de la duda, ante procesos históricos de resultado aparentemente incierto. De allí que la tarea del estadista, vista desde la perspectiva del futuro, consiste en dilucidar el presente con base a una atinada interpretación del pasado. Es una tarea intrínsecamente difícil que las más de las veces termina en frustración debido a la incomprensión de los contemporáneos, es decir, a la dificultad del público para reaccionar frente a las que lucen como especulaciones a ser aún confirmadas.

Lo que dio a Kissinger una dimensión y peso específico superiores a no pocos estadistas del siglo XX no fueron los resultados concretos de sus acciones, sino más bien el empeño por llevar a cabo su actividad diplomática en función de un marco de principios y concepciones teóricas, que dotasen de una aceptable coherencia a múltiples y complejas ejecutorias realizadas en un terreno de magnitudes planetarias. Las ideas contenidas en Un mundo restaurado, la historia que allí se narra con la mirada puesta en el pasado y también en nuestra era, y los magníficos retratos de los personajes que recorren sus páginas, constituyen un aporte convincente, desarrollado con elegante y meticuloso estilo. Es un libro sin duda singular, producido por una mente de notable poder, con una sensibilidad histórica madurada en un disciplinado estudio de la misma, una sensibilidad que se complementa con una palpable capacidad para ordenar hechos y conceptos de manera clara y persuasiva. Un mundo restaurado, en síntesis, tiene rango de libro de cabecera.

Fuente:
http://www.el-nacional.com/noticias/columnista/mis-heroes-intelectuales-henry-kissinger_72891

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