domingo, 6 de septiembre de 2015

TAMAÑO RETROCESO

Recesión política y linchamientos
Luis Barragán


Puede hablarse de una aparente pérdida, extravío, disminución y hasta cancelación de las actividades políticas de un país, forzando un poco la extrapolación del ámbito macroeconómico, cuando las instituciones no responden adecuadamente a las vivas demandas de la población que, incluso, pueden creerlas dispensables. La necesaria agregación y expresión de los intereses que también legitiman a las comunidades de ciudadanos, dice resolverla la sobredeterminación del Estado respecto a una sociedad que lo teme, antes de considerarse servida por él en las materias que les son tan esenciales e indelegables.

Uno de los indicadores más dramáticos concierne a la administración de justicia y a la seguridad personal, pues, al fallar – faltando poco – simultáneamente ambas, la sociedad queda a la merced de los literalmente más fuertes. Las cifras variadas y demenciales del delito en correspondencia con la impunidad recurrente, apuntan al Estado incapaz de asumir sus responsabilidades castigativas, privilegiadas otras materias y escenarios que saben de una inversión de recursos simbólicos y materiales destinados a sojuzgar a la ciudadanía, dejándola a su suerte a pesar de confiarle el más elemental deber de resguardar la integridad de vidas y bienes.

Políticamente, no hay respuesta convincente del régimen aspirando al firme silenciamiento de quienes osen el más modesto reclamo por la situación vivida y planteada, impidiendo que el debate parlamentario toque la materia, los ministros responsables y jefes policiales sean interpelados, las denuncias sean consignadas y debidamente tramitadas, las iniciativas legislativas prosperen, por no citar a los otros órganos del Poder Público, inutilizadas las instancias regionales y municipales de deliberación. Basta la sentencia hecha doctrina (“la inseguridad es una sensación”), ensayando los ahora consabidos operativos masivos (OLP) tan fracasados como el llamado plan Patria Segura de  vocación más política que policial. Sin embargo, la consecuencia de estos esfuerzos ornamentales, por sus resultados, ya cuentan con la trágica manifestación de los linchamientos.

El abandono de la ciudadanía, rápida y eficazmente reprimida a la menor queja, dice autorizar la tendencia al ajusticiamiento espontáneo del delincuente que, aún tan visible y presuntuoso de sus exitosas incursiones, es obviado por las autoridades que juran no ubicarlo y – menos – capturarlo, detenerlo y corregirlo, levantando la natural sospecha y convicción de una gigantesca complicidad. Al no imperar la Constitución, las leyes y las más elementales ordenanzas, proclives al reconocimiento del – ya – físicamente más fuerte de los sobrevivientes en un medio que, careciendo de los básicos insumos de alimentación y medicinas,  se suma la mera formalidad, inaplicación y hasta inexistencia de las indispensables normas de convivencia.

 Por consiguiente, tamaño retroceso,  susceptible de justificarse por cualesquiera fundamentalismos que digan darle sentido y desarrollo, amerita de una atención cada vez más urgente: la propia reivindicación del Estado de Derecho al que se ha acostumbrado a adjetivar infinitamente, confundiendo su primordial noción.  Y la de una doble denuncia, pues, por una parte, no se trata de una recesión política más ya que no se evidencia el legítimo juego de las instituciones independientes y equilibrantes del poder, dentro o fuera del Estado, sino de una secta que desea prolongarse en su dirección empleando abiertamente la fuerza; y, por otra, cuando esa dirección evade la angustiosa multiplicación de los linchamientos, no sólo avala el hecho mismo de hacerse justicia por mano propia, mientras no entorpezca su vocación continuista, sino genera las condiciones para una indeseable guerra civil que es el resultado inevitable del caos generalizado que hipotéticamente garantiza su supervivencia.

Reproducción; data traspapelada.
Fuentes:


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