viernes, 15 de mayo de 2015

DIRECCIÓN ORQUESTAL

Apascacio Mata
Ox Armand

La ciudad capital siempre fue de vida agitada así la digan taciturna los historiadores y cronistas de finales del siglo XIX – dizque afrancesada – y de principios del XX.  Antes, un formidable enjambre de angostas calles que ralentizaba la circulación, anudándolas las ventas callejeras de atravesadas mulas que lucharon por sus espacios frente al automóvil que nunca orinaba las aceras. Luego, con la transformación faraónica de los cincuenta, y la espesura del deterioro actual, adquirió esa taquicardia permanente que muy bien hoy aguijonean los motorizados. Pero hubo una época estelar de la amabilidad, respeto y consideración ciudadana que legítimamente representó Apascacio Mata, recientemente fallecido.  Un modesto agente de la Policía Municipal de Caracas que fue ejemplo de responsabilidad y decoro para los agitados y agitativos habitantes de una metrópoli todavía en crecimiento.

Ubicado en la avenida Universidad, cerca del cuartel policial de Las Monjas, impecablemente uniformado, con una pulcritud de modales tan acorde a la vestimenta, dirigió el tránsito vehicular y peatonal con gestos de una marcialidad que generaba inmediatamente el respeto hacia la autoridad que fue. Llamó poderosamente la atención de los medios que lo expusieron como esa escuela de civismo que, de algún modo u otro, tuvimos hasta los primeros tiempos del Metro. La más reconocida manifestación de la decencia que también acunaba en el cuerpo policial, a pesar de todos los pesares, sobrevivía a la otra espesura, la de los gases y ruidos peatonales. Ponderado, grato y amable, respondía al saludo cordial de las personas que acercaban hasta por curiosidad.  Superaba la irritación momentánea y propia del lugar, cumpliendo con su turno de dirección orquestal.  Así lo conocimos y, merecedor de una biografía, la que lo interprete cabalmente en medio de esas constantes mudanzas emocionales de la urbe, las nuevas generaciones deben descubrirlo como un referente: el del constructor del país heredado y que, sencillamente, no ha desaparecido de la faz de la tierra, dadas las actuales circunstancia, por su enorme legado. Porque es posible construir el país desde las instancias más humildes, sin la grandilocuencia de los titulares ni las vanidades estúpidas de los que autoproclaman su condición de constructores. Con Apascacio se va parte de la venezolanidad que anhelaos, dijo con acierto María F. Sigillo.

Andando por la ciudad, coincidía a veces con López (siempre lo llamé así) alrededor de un par  de marroncitos esquineros. Su hijo no tomaba café, pero frecuentemente lo acompañaba. Comentábamos sucintamente las noticias del día. En una ocasión, pasando con su elegante sombrero, Pedroza (otrora candidato presidencial), se acercó junto a Apascacio. Hablamos de los cambios que experimentaba su querido Caño Amarillo, sin imaginar lo que vendría después, añadida la estación del subterráneo y la vapuleada estatua de Gardel. Discurrimos sobre las dificultades de administrar el tráfico en la ya citada avenida, las sesiones del Congreso, y también  el asesinato sistemático de los famosos policías de punto (así los llamaban) en los sesenta.  Luego del vaso de agua (que era de chorro, sana, no había la embotellada de ahora), se alzó un cornetazo (de los de antes). Apascacio se arregló el cordón blanco del azulado uniforme y pacientemente zanjó el pleito entre un autobusero impelido por un ciclista menor de edad. Volvió, pues, ratos antes, había cumplido con su horario. Sin amarguras. Sonrío y se despidió. Desde ese día no dejó de saludarme cuando pasaba por ahí. Y fue mucho el orgullo que sentía el saberme saludado por un icono de la ciudad.

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