martes, 17 de marzo de 2015

UN ALTERNO

EL NACIONAL, Caracas, 17 de marzo de 2015
Ventrílocuos
Atanasio Alegre

De origen francés, de piel blanca y de porte distinguido cuando se dejaba ver –las veces que lo hacía– por los pasillos de la universidad, el hombre se sabía no solo admirado por las chicas, sino por su fulminante ascenso social. Su padre había llegado a Caracas cuando De Gaulle entró en París y era previsible de antemano lo que iba a suceder a los simpatizantes del régimen de Vichy, los cooperantes de los que formaba parte. Llegado a Caracas, creó inmediatamente una empresa de importación de vinos, procreó dos hijos en la mujer, que por pertenecer a la burguesía  normanda financió el viaje de ambos en un momento en el que conseguir dinero era punto menos que imposible.
El hijo de este inmigrado francés del que va esta nota, cuando llegó la hora, fue de los primeros en el colegio de los jesuitas y el indiscutible número uno en una de las promociones de abogados a mediados de la década de los sesenta. Eso, en contra de la voluntad del padre que le quería economista, pero era lo que había y tampoco estaba mal lo de abogado y tal.
Después de regresar de un posgrado en la Sorbona en Derecho constitucional, ingresó como profesor en la universidad y comenzó a escribir en los periódicos. Dos cosas en las que no creía, pero que hizo bien. No creía, en el sentido en que un buen cristiano cree en Dios, entendámonos, pero que  encontraba agradable en el círculo en el que se movía escuchar: “Te leo siempre, estupendo tu último artículo”, y en lo de profesor, porque este era el trampolín para lo que pretendía, el ascenso a las clases superiores, en alguna de las instituciones internacionales en las que se manejan los grandes números de los presupuestos de ayuda a las naciones del Tercer Mundo. Contrajo matrimonio con la hija de un banquero con prosapia, pero al cabo de dos los años, la mujer se dio cuenta de que su marido no era capaz de superar una adolescencia en la que psicológicamente se había instalado, por lo del narcisismo y la costumbre de subirse a camas que no eran la suya, de modo que un buen día lo mandó a paseo, dejándole –eso sí, con mucha generosidad de su parte, contra la voluntad de la familia– un apartamento a todo dar en el este.
Con la mudanza de los días y entrados ya en la década de los ochenta, me encontré en una oportunidad con una llamada de él, a mí que solamente lo conocía de oídas. Me citó en su apartamento un sábado para un asunto de sumo interés. De lo que se trataba, con un grupo de amigos, era de preparar una de esas elecciones rectorales con un candidato sobre el que se me preguntó si yo estaba de acuerdo. “Es el propio –dije–, pero no lo tiene fácil”. Manejaban unas cuentas sobre la mesa: “Nos faltan quince votos, los de tu grupo”. Le hice saber que lo del grupo al que se referían era ya historia, porque en un momento dado, y no porque yo fuera el jefe, habíamos influido en una de las elecciones decididamente, pero que luego se había disuelto al eliminar la escuela a la que pertenecimos y ahora, dispersos por diferentes facultades, era muy difícil saber qué es lo que pensaban.
—Haz el esfuerzo –me dijo el hombre de apellido francés y de piel blanca.
Me extrañó todo esto, porque hacía años que él había renunciado a la universidad y sin que conociera yo por dónde le llevaban sus pasos, no se me alcanzaba qué era lo que andaba buscando como jefe de campaña de aquella candidatura. Tampoco había de qué extrañarse si se tiene en cuenta que el hombre no daba puntada sin dedal. Pero, a fin de cuentas, era mi candidato también y nada me costaba contactar con algunos de mis antiguos colegas.
No fueron quince, sino trece los votos por los que no ganó el candidato de marras y entonces, sin razón aparente, el hombre de apellido francés y piel blanca se dedicó a pregonar donde pudieran escucharle –y eran muchos los sitios– que había sido por mi culpa y que eso me convertía en un traidor.
¿Cómo desmentirlo?
Muchos años después, cuando ya el país estaba bajo el discurso del gran ventrílocuo y uno de los días en que me había retrasado en mi ejercicio matinal en el Parque de Este, vi venir al hombre de apellido francés y piel blanca en dirección contraria en la que yo circulaba. Me detuve, lo saludé y a pesar de su gesto de desagrado al tenerme al lado, me di la vuelta y me propuse acompañarlo durante un trecho. Adopté un tono amigable, interesándome por sus cosas, alabando alguno de sus escritos, refiriéndome a noticias de sus cometidos internacionales, limitándose él a gruñir algunos monosílabos. Llegados a un punto frente al que había una instalación con baños, vio los cielos abiertos y se disculpó, dejándome con la palabra en los labios.
Como no quería facilitarle el hecho de deshacerme de mí –más bien, al contrario– cambié de dirección con la seguridad de que al rato nos volveríamos a encontrar de frente.
Y así fue.
Me coloqué de nuevo a su lado, como si no hubiera pasado nada y así caminamos, dueño yo en apariencia de una tranquilidad absoluta y él haciendo lo posible por apurar el paso para que no pudiera seguirle, aunque pudo comprobar de que a pesar de nuestra diferencia de edad que le hacían a él quince años más joven, yo le aventajaba deportivamente. Eso fue así hasta que vi venir a una persona conocida a contramarcha y entonces, sin siquiera despedirme, me acoplé al paso del nuevo caminante amigo.
Eso fue todo. Todo, no. Le hice pasar un mal rato despreciando lo que en el pasado había sucedido entre ambos, consciente de que a nadie le gusta fallar sobre lo que prevé que va a suceder.
En estos días y en virtud de que el tiempo ni retrocede ni tropieza, tomando un café en una de estas terrazas madrileñas con un amigo, expatriado al igual que uno, sucedió que sin dar crédito a lo que veía, de que el hombre de apellido francés y piel ahora más bien enrojecida, estaba tratando de subir penosamente los dos peldaños que separan la farmacia de la calle. Es un hombre envejecido y pesado, bastante acabado.
—Ese que ves entrar en la farmacia es venezolano como nosotros –dije–. Cuando vio que el bipartidismo hacía agua, se dedicó a denigrarlo todo lo que pudo y abrirse de par en par a la llegada del nuevo régimen. No creía en lo que decía, pero convenía a sus intereses y adoptó, como tantos, el oficio entonces de moda, el de ventrílocuo, o sea, decir con su voz lo que otros pensaban y pretendían. El hecho de que formemos parte de ese millón de venezolanos que ha debido salir del país, se debe, en buena parte, a ventrílocuos como ese tipo que acaba de entrar en la farmacia de enfrente. Y no me cabe duda –¡lo que son las cosas!– por la pinta que lleva, de que él forma parte también de ese cortejo.

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