miércoles, 13 de agosto de 2014

NO SE APAGA TODAVÍA EL SEGUNDO JUAN MERCADER

EL NACIONAL, Caracas, 10 de abril de 1997
En buenas manos
Mario Vargas LLosa

Jorge Semprún pertenece a personajes de escritores a los que circunstancias diversas precipitaron en la vorágine de los acontecimientos más dramáticos de este siglo, que ellos vivieron hasta las heces, jugándose la vidas en razón de unas ideas, una moral o unos sueños que les parecían justificar todos los sacrificios. Sobrevivientes de esa inmersión en las aguas viscosas de la historia, fueron capaces, luego, de tomar suficiente perspectiva para dar cuenta de esa experiencia en una obra literaria que ayudará a los hombres y mujeres del futuro a entender este siglo de los totalitarismos y las grandes carnicerías.
Como la de Orwell, la de Koestler o la de Malraux, la vida de Jorge Semprún se confunde con las convulsiones políticas y sociales de su tiempo, a las que estuvo mezclado siempre en puestos de peligro. Exiliado en Francia apenas salido de la niñez, por la derrota de la causa republicana española a la que su padre había servido como diplomático, el estallido de la Segunda Guerra Mundial y la ocupación nazi de Francia lo llevaron a interrumpir sus estudios de filosofía y sus primeros intentos literarios para tomar las armas y combatir en las filas de la Resistencia. Preso y torturado por la Gestapo, fue deportado a Buchenwald, donde la solidaridad del prisionero alemán encargado del registro de los recién llegados, que puso, en su boleta de inscripción, Stukateur (estucador) en vez de Student (estudiante), lo salvó acaso de la muerte, pues es sabida la inquina que merecían los intelectuales a los verdugos en el universo concentracionario.
Su regreso a la vida en libertad, dos años más tarde, no fue el confortable reposo de los héroes. Después de una tentativa fallida de escribir sobre Buchenwald, tomó la decisión, para vivir, de olvidar su paso por el horror, como empeño literario y, también, como ejercicio de la memoria. Y, acto seguido, volvió a la acción política clandestina, en las filas del partido que, para sus convicciones e ideales, encarnaba entonces el camino de la justicia y la liberación de España de la dictadura de Franco. Durante nueve años, enre 1953 y 1962, fue el responsable enviado por la Dirección en exilio del Partido Comunista a España, donde, usando diversas identidades (sobre todo la de Federico Sánchez, que se haría célebre), pasó largos períodos burlando siempre la cacería represiva y reconstituyendo las células y bases de apoyo de la resistencia marxista al franquismo, hasta entonces prácticamente aniquilada por el régimen. Cuando fue relevado de esta función, en 1962, su sucesor, Julián Grimau, tuvo menos suerte que él, pues fue capturado a los pocos meses. Su fusilamiento es uno de los hechos de sangre del franquismo que más protestas provocarían en el mundo entero.
Para entonces -son los años, recordemos, de las reverberaciones del sísmico Informe Jruschof al XX Congreso y de los abrumadores testimonios de los disidentes de detrás de la Cortina de Hierro- Jorge Semprún, al igual que innumerables intelectuales y militantes, había comenzado a revisar su antigua adhesión al marxismo, cotejando la teoría con la práctica, a la vez que, con otros compañeros, abría una corriente crítica y pugnaba por la democratización interna del Partido Comunista español, todavía rígidamente estalinizado. Su puesta en disciplina y posterior expulsión, junto con Fernando Claudín, de la organización a la que había entregado media vida, debió de ser traumática para Semprún, en el plano político e ideológico.
Pero tuvo un efecto benéfico, pues nunca más perdería su independencia para actuar y opinar, desafiando cuantas veces lo creyó necesario la corrección, política imperante. Lo demostró con creces cuando asumió el Ministerio de la Cultura, entre 1988 y 1990, en el gobierno socialista de Felipe González. Aquella purga fue también benéfica en otro sentido, pues lo catapultó, ahora sí de lleno, a la literatura, su otra pasión, abrazada desde su juventud y de la que nunca pudo deshacerse del todo, pese a su voluntad de hacerlo, en 1945, para entregarse, como a una terapia salvadora, a la acción política.
En verdad, la literatura había estado siempre viva en su corazón y en sus anhelos. Había escrito, incluso, como quien ama a escondidas, en sus años de quehacer revolucionario. Así nacieron, en un período de forzosa hibernación en un escondite madrileño, las páginas entre heladas y ardientes de su primera novela El largo viaje, donde consiguió, al fin, luego de casi un cuarto de siglo, trasponer con elegancia, en una ficción, la vivencia atroz del campo. Coronada con el Premio Internacional Formentor, la novela lo hizo conocido, de la noche a la mañana.
Como en los casos de Orwell, Koestler o Malraux, la literatura no ha sido para Jorge Semprún una ruptura con el mundo real, un volver la espalda a la historia vivida para refugiarse en los soñado e inventado, actitud, por lo demás, perfectamente legítima y a la que debemos obras tan estimulantes para el intelecto y la sensibilidad como las de un Borges o un Nabokov. Pero, para él, igual que para aquéllos, escribir ha sido una manera de continuar las viejas luchas y seguir participando en los mismos debates, por otros medios: La imaginación, la memoria, la razón y la palabra.
Conviene hacer una precisión. Tal vez lo más inesperado en la obra literaria de Jorge Semprún es que, aunque toda ella está arquitecturada con los materiales de una vida tumultuosa y a salto de mata, de riesgos, pruebas, proezas o sacrificios que sirven para medir los alcances del valor, los ideales, la grandeza o la miseria de la condición humana, no es para nada una obra que exalte la aventura (como los son la de un Malraux o la de un Hemingway) y aún menos del aventurero. Por el contrario, en sus ensayos y novelas, más importantes que las hazañas del individuo son las ideas, aunque no en su configuración meramente abstracta, como en la especulación filosófica; más bien, como medida y sustento de la acción concreta, que por ellas se justifica, condena o desnaturaliza en lo frívolo y lo banal. He dicho las ideas y debería haber dicho al mismo tiempo los valores, pues otro rasgo central de esta obra es la proyección moral de la conducta y del pensamiento, su continua búsqueda y discusión del sustento ético y de las consecuencias que en el plano moral tienen los comportamientos individuales, sobre todo cuando repercuten en el entramado social. En este aspecto, es una obra que tiene estrecha vecindad con las preocupaciones que animan las novelas y ensayos de un Orwell.
También coincide con ella en que, como el escritor inglés que no vaciló en ir contra la corriente cuando ésta se apartaba de la verdad y supo valerse de géneros populares para tratar los grandes temas, Semprún ha conseguido impregnar de complejidad y seriedad, desaletargándolos de su conformismo habitual, al guión cinematográfico, el reportaje o el thriller político (por ejemplo, en Netchaiev ha vuelto, novela sobre el terrorismo y el fanatismo que se lee con el desasosiego de las mejores policiales).
Quisiera detenerme un momento en su contribución al cine, que deberá figurar siempre junto a sus ensayos y novelas, como un aporte de primer orden, y demostración de que es posible, para un escritor, responder a la demanda de entretenimiento del público sin renunciar al rigor formal, a la originalidad artística, a la inventiva, ni a fomentar dudas e inquietudes sobre el mundo en que vivimos ni a cuestionar verdades establecidas. Los guiones de X y La confesión, que filmó Costa Gavras, y de La guerra est fini o Staviski, dirigidos por Alain Resnais, fueron escritos en una época en que la llamada literatura comprometida entraba ya en delicuescencia y las nuevas generaciones rechazaban con bostezos, como ilusas, las pretensiones de un arte problemático, animado por empeños cívicos y morales. Sin embargo, aquellas películas llegaron a ese vasto público hoy casi enteramente monopolizado por el ``arte-adormidera'', como llamó el surrealista César Moro al que fabrica lectores y espectadores eunucos y, capturando su atención, excitando su fantasía lo enfrentaron a dilemas históricos y políticos de punzante actualidad.
Jorge Semprún se las ha arreglado siempre para impedir que lo que escribe sea una distracción inocente, y provocar en sus lectores, aun cuando les narre una gira musical de Ives Montand o parezca referirles a una intriga policíaca, aquel resquemor que conduce inevitablemente a interrogarse sobre las certidumbres que Faubert llamaba ``recibidas''; es decir, heredadas de manera mecánica, sin examen ni reflexión. En ese sentido es, también, el sobreviviente de otro naufragio, el de aquella época en que la literatura parecía ayudar a las gentes a vivir de manera más intensa, menos perecedera, que el fútbol, la prensa chismográfica o la telebasura, con los que parece ahora resuelta a competir. El todavía escribe como si las palabras, desde la página (o la pantalla del ordenador), fueran a tomarnos cuenta por lo que escribimos o dejamos de escribir, y como si la mejor manera de seducir a los lectores fuera perturbándolos.
A qué país, a qué cultura, pertenece Jorge Semprún? Aunque se haya negado a tener otro pasaporte que el español, su vida ha transcurrido más tiempo en Francia que en España y ha estado tan visceralmente ligada a aquel país como a éste. Ha escrito su obra, con igual desenvoltura, en francés y en español, aunque, acaso, con más frecuencia en la primera lengua que en la segunda. Alguna vez le oí decir, cuando le preguntaban por su nacionalidad, que no era de nación alguna en exclusiva y que reivindicaba con orgullo su condición de expatriado; es decir, de ciudadano del mundo. En un sentido estricto, ello no es exacto, pues cuando lo leemos advertimos que lo que atañe a España, y a Francia, lo subyuga, irrita o excita más que lo acontecido en otras partes. Pero sí es cierto que por su vida trashumante, de exiliado, deportado y clandestino, su formación multicultural, su horizonte intelectual y sus ideas y valores no caben dentro de la camisa de fuerza de una frontera, y es, ante todo, un europeo occidental, algo que en la generosa aceptación que él encarna, quiere decir, en efecto, un ciudadano libre del ancho mundo.
Cuando fue apartado del Partido Comunista por sus desviaciones democráticas y libertarias (vicio que ha practicado con alevosía desde entonces) la mítica Pasionaria, su camarada Jefe, lo llamó ``intelectual, cabeza de chorlito''. ­Tremendo insulto! Quiere decir, voluble, casquivano, débil de voluntad y de principios, veleta tornadiza. Qué equivocada andaba la venerada Dolores Ibárruri. En verdad, Jorge Semprún es uno de los más recalcitrantes seres humanos que conozco. Fíjense, si no. Desde que era un chiquillo de pantalón corto están tratando, a golpes y razones, de que se dé por vencido y deje de dar la contra a los que mandan. Lo han echado de la tierra donde nació, lanzado al monte, obligado a vivir a tres dobles y un repique, privado de su libertad, purgado, calumniado, y, en estos últimos años alabado, aplaudido y hasta premiado. Para que se quede tranquilo de una vez. ¨Acaso lo han conseguido? Ahí sigue, agitando el cotarro todavía. Enfrascado en la misma batalla por un mundo más limpio y más humano, o, si se prefiere, menos inhumano y bestial, contra los viejos y los nuevos enemigos de la transparencia y la decencia, con el mismo desparpajo que en su juventud. ¨A qué manos más seguras se podía confiar el Premio Jerusalén de la Libertad?

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