jueves, 10 de julio de 2014

EFECTIVO Y LATENTE

EL NACIONAL, 22 de marzo de 2002 / Opinión
El fundamentalismo religioso: drama y simplificación
Rafael Arráiz Lucca

Cuando se aborda el tema del fundamentalismo religioso desde la perspectiva occidental suele caerse en un desenfoque. El tema remite de inmediato al fundamentalismo islámico, cuando en verdad los primeros brotes que advierte la Historia de las Ideas tienen lugar en Estados Unidos de Norteamérica. Y ellos ocurren hacia finales del siglo XIX y en las dos primeras décadas del XX, cuando un movimiento religioso evangélico se autodenominó como The fundamentals. Al menos así lo establece un libro esclarecedor de Klaus Kienzler, recientemente publicado en español y titulado El fundamentalismo religioso (Alianza Editorial, España, 2000).
Por supuesto, lo que ha recrudecido el tema es que los propios norteamericanos han sufrido en suelo propio los horrores de esta concepción del mundo, a partir del 11 de septiembre del año pasado. Claro, el fundamentalismo islámico que perpetró el horror de las Torres Gemelas llevó bastante más allá sus posturas que los fundamentalistas protestantes norteamericanos, y sería injusto parangonar a ambos. Las realidades históricas que han padecido unos y otros son de distinto signo, evidentemente.
Lo que sí tienen en común es la raíz que articula un cuerpo ideológico como éste. Y esa raíz común no es otra que la interpretación de los libros sagrados sin una perspectiva histórica y, en consecuencia, crítica. Cuando se lee el Corán y se lee la Biblia y no se acepta que ambos libros tuvieron lugar en el tiempo y en el espacio y que, lógicamente, la única manera racional de leerlos es ubicándolos en su contexto, pues se cree que la palabra de Dios está allí de manera inmutable, como una piedra. Y de esta concepción a la intolerancia, al monismo, al esencialismo popperiano, a la negación de la diferencia, a la negación del pluralismo, pues no hay ni siquiera un paso, ya se está allí, en su salsa caliente y enloquecedora.
Señala Kienzler, con razón, que el catolicismo en su devenir ha sido menos propenso que cierto protestantismo y cierto islamismo a las simplificaciones fundamentalistas, y ello se debe, entre otras causas, a que el catolicismo ha instituido más de una autoridad en asuntos religiosos. Por una parte están las sagradas escrituras, pero también está el Papa, y la autoridad exegética de la Iglesia, de alguna manera matizando e interpretando a la luz de los tiempos la palabra bíblica. Otra diferencia, y esta sí incluye a todo el universo cristiano en oposición al islamismo, es que en el Corán solo habla Alá, y en la Biblia se expresan otras voces, con lo que la autoridad divina viene a complejizarse con otros elementos. Esto ha conducido al catolicismo a la valoración de esas voces en su contexto histórico, lo que lo preserva en alguna medida de la superstición de creer que son intemporales, y de necesaria lectura literal. Pero ello, como sabemos, tampoco ha preservado totalmente al catolicismo de interpretaciones fundamentalistas de la Biblia.
Si fuésemos impelidos a resumir la raíz del fundamentalismo religioso diríamos que estriba en la interpretación literal de las sagradas escrituras, lectura que nos lleva a confeccionar una camisa de fuerza tan apretada que no deja otra salida que la violencia en sus distintos grados. A partir de ella se desata una lógica que sólo se realiza en un código de honor que se expresa en el terror. Por supuesto, esta lectura de los libros sagrados no guarda ninguna relación con el espíritu de ellos. A nadie en su sano juicio se le ocurre que las peroratas de los predicadores de la llamada Iglesia Electrónica norteamericana recogen el espíritu de Cristo, ni que los actos de terror de Osama Bin Laden interpretan cabalmente el Corán.
Repito: el fundamentalismo religioso vamos a encontrarlo en distintas manifestaciones e intensidades, con mayores y menores grados de perjuicios causados. Y no sólo está presente en el protestantismo y el islamismo, sino que también late en el judaísmo y en el catolicismo ultramontano e integrista de monseñor Lefebvre, por sólo ofrecer un ejemplo. Insisto: lo que torna al fundamentalismo de cualquier signo un peligro para el espíritu democrático es su vocación totalitaria. El fundamentalismo no concibe la existencia de nada fuera de él, de allí que no distinga entre la esfera política y la religiosa. Eso fue lo que creó a sangre y fuego en Irán el ayatolá Jomeini: un Estado teocrático, donde lo político estaba naturalmente subordinado a la autoridad religiosa.
Si ahora nos escandaliza y nos sorprende el fundamentalismo islámico es porque antes de la caída del muro de Berlín batallaban con él los soviéticos, y era un asunto lejano para Occidente, aunque sustancia de la Guerra Fría. Ahora, lo determinante de esta fuerza política es que ha decidido meterle las cabras en el corral a los norteamericanos, con lo que esa nación de rasgos pueblerinos ha despertado a una realidad insólita. Pero el fundamentalismo desde siempre ha estado allí, como el Dinosaurio del relato brevísimo de Augusto Monterroso. Si el “sueño de la razón produce monstruos”, pues el de la sinrazón no se queda atrás. Cuidado con el bolivarianismo.

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