lunes, 31 de marzo de 2014

VENTANA AL PASADO


¡Feliz post- cumpleaños, Octavio!

Ox Armand

Lo descubrí en los años ’80 del ya remoto siglo pasado. Radicalizado por entonces, veía su nombre calzado en la prensa con sus moderadas opiniones.  Hasta sospechosamente moderadas, diría. Harto celebrado, creo que fue “Corriente alterna” mi primera y temprana adquisición en la Suma o en la Lectura (cuando estaba en planta baja del CC Chacaíto).  Tenía amigos que lo comentaban con entusiasmo.  No obstante, supe realmente de Octavio Paz a través de un decisivo ensayo, El laberinto de la soledad, y, punta del iceberg poético, Libertad bajo palabra. Por eso, me asombraba que, a la hora de suscribir un documento político de la juventud organizada a la que pertenecía, los redactores tomasen – además – como epígrafe, un pequeño párrafo de uno  de los artículos más ligeros del mexicano que estilaba los domingos El Universal de Caracas.  Lo firmé porque, ni modo, ¿para qué engancharse con una discusión banal con los “pacíficos” sobrevenidos?

Lo más caro de la bibliografía de Octavio, era la poesía. Propia de las grandes librerías, editada cuidadosamente. Lo más barato, los ensayos. En los remates de libros, como el de la avenida Fuerzas Armadas, se conseguía con relativa facilidad. En definitiva, fue una fiebre la que padecí en extremo. Empero, nunca me hizo experto en Paz. Además, ni por la cabeza se me pasaba comprar esos grandes, hermosos y lujosamente editados tomos de sus Obras Completas, expuestos en la Librería del Ateneo de Caracas, ya comenzada la colección, por dos razones: porque eran muy caros y, se me prendió el bombillo, la Biblioteca Nacional estaba a la mano. Por ello, puede decirse, a despecho de lo que hay ahora, que gracias a Virginia Betancourt accedí – incluso – a las primeras letras de alguien que no dejó de versificar tan espléndidamente, añadiendo el acento en ontológico, y de opinar, suscitando la coincidencia y la diferencia, generado  el comentario erudito.

Por lo general, en las vacaciones académicas o cuando esa noche no tenía clases, me iba a la Biblioteca de San Francisco después de salir de trabajar en el tribunal. Hasta podía leer algunos ensayos, comparando una de las tantas ediciones con la primera. Cirilo, el referencista tan diligente, compartía la preocupación por la suerte de esas primeras ediciones.  Ya tenía uno o dos años con el Nobel en su haber. Todos hablaban de él. Pocos lo conocían.  Y, hoy, respecto a la poesía, es fácil ir a las redes como antes no se podía. Y, añado más, Virginia: en la Hemeroteca Nacional se podía leer la revista Vuelta, apenas con dos o tres números de atraso (a veces, ¡uno!). Maricarmen, la encargada de la sección,  era otra diligente servidora pública como pocas hoy existen.

Pasan los años. Fueron muchísimas las fotocopias que guardé para una lectura diferida que, en alguna medida, no se dio. Cada vez que revuelvo los papeles en casa, sobresalen. Muchos, he tenido que botarlos. O regalarlos. Otros, quedan para algún día cumplir con la promesa hecha a mí mismo. Quizá para hacer un ensayo propio. Quizá ya extemporáneo. Quizá nunca lo haga. Y quizá lo que más me queda de Octavio Paz es el retrato de una época personal que ya no volverá.

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