sábado, 2 de noviembre de 2013

¿KLEMPERADOS?

EL NACIONAL - Sábado 26 de Octubre de 2013     Opinión/8
Un filólogo en el infierno
SERGIO DAHBAR

¿Quien de nosotros cometerá la proeza de Victor Klemperer, judío menudo que dejó un registro de todo lo que vio y oyó en Dresden, entre 1933 y 1945? Primera salvedad inevitable: Venezuela no es Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. Pero al leer los textos de Klemperer hoy, el aroma de cotidianidad sacude como una trompada en el estómago. Uno se queda sin aire.
Profesor de Lenguas Romances, enseñaba en la Universidad Técnica de Dresden y narró los cambios que se producían alrededor de su vida, en páginas que se leen como suspenso criminal, "desde la perspectiva de la víctima" (Peter Gay). No se le escapó la primera vez que vio una esvástica en una pelota o en un tubo de dentífrico. Pero lo que más le interesaba era el lenguaje devastador del poder nazi.
Victor Klemperer era un aristócrata cultural que se sentía ofendido por la vulgaridad hitleriana.
En 1995 sus diarios fueron editados por la editorial alemana Aufbau-Verlag: I Will Bear Witness: A Diary of the Nazi Years, 1933/1945.
Y en 2001 la española Minúscula publicó La lengua del Tercer Reich, reflexión notable sobre el lenguaje totalitario.
Pienso en lo que hubiera escrito Klemperer si se hubiera tropezado con palabras como escuálidos, majunches, vende patrias, arrastrados, come mocos, cachorros del imperio, lambucios, carroña, bolsiclones, saqueadores...
Una mínima colección de insultos del eterno en ese mar de atrocidades que nos legó mientras navegaba sin orden ni concierto por los Aló, Presidente como bárbaro en el trópico. Anoto además joyas maduradas de reciente data: aguacatón, mercachifle, pelucones, parasitarios....
Víctor Klemperer era un ciudadano liberal, que votaba por los demócratas y criticaba los sistemas políticos doctrinarios, como el nazismo, el comunismo y el sionismo. Se convirtió al protestantismo y estaba casado con Eva, una aria sin contaminaciones raciales.
El menor de nueve hermanos, todos hijos de un rabino reformista moderno, dudó a la hora de escoger profesión. En los negocios resultó una catástrofe.
Tenía talento para escribir, pero prefirió la comodidad del mundo universitario.
Klemperer no sólo era hipocondríaco, sino que además estaba convencido de que moriría joven. Solía recibir la noticia de la muerte de sus colegas con cierta satisfacción.
Disfrutaba sus síntomas psicosomáticos al tiempo que observaba el comportamiento llamativo de se esposa Eva. Ella padecía depresiones (gritaba en las noches) y se obsesionó con la idea de construir un castillo para dos en las afueras de Dresden.
Jubilado a la fuerza en 1935, despojado del dinero, incapaz de frenar las manías de grandeza de Eva Klemperer, Victor observaba el mundo desde el desamparo de las adversidades. Como su esposa estaba enferma, debía ocuparse de las labores domésticas: hacía las compras, cocinaba, limpiaba...
Victor Klemperer se salva del holocausto por estar casado con una mujer aria que lo protegió. Estuvo en el lugar indicado, con la profesión ideal, a la hora señalada. Sólo un filólogo refinado pudo advertir la mutación de un idioma que se amoldó a los caprichos de la barbarie. "Cuando descubriré una palabra verdaderamente sincera en el lenguaje de este régimen’’, se pregunta desolado.
Escribió que "el lenguaje del Tercer Reich es pobre de solemnidad’’. Con "el nazismo aprendimos que una lengua puede ser poderosa por ser pobre’’. Y que "la jerga del Tercer Reich sentimentaliza: eso siempre resulta sospechoso’’. ¿Se reconoce la melodía? De repente Klemperer advierte el uso sistemático de la palabra "combativo’’. Confirma que el adjetivo era usado por los estetas neorrománticos. Define tensión del alma, de la voluntad. Nunca renuncia, se autoafirma siempre, ya sea por vía de la defensa o del ataque.
Cito a Klemperer: "Las palabras pueden actuar como dosis ínfimas de arsénico: uno las traga sin darse cuenta, parecen no surtir efecto alguno, y al cabo de un tiempo se produce el efecto tóxico’’.
El lenguaje del Tercer Reich es uno de esos libros de cabecera perturbadores. Lo leí en 1999 y lo releo en 2013. Donde lo abra hay una iluminación que tiene el poder de recordarme que hemos vivido una "guerra civil incruenta’’ (Betancourt dixit). El idioma puso la sangre.

Fotografía: Pieza atribuida a ¿Latorraca?

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