domingo, 6 de octubre de 2013

UNA NO SE ENTIENDE SIN LA OTRA

La crisis de fe en nuestra vida (Lc.17, 5-10)
Lic. Joel de Jesús Núñez Flaute

Frecuentemente estamos acostumbrados a dar una connotación peyorativa a la palabra “crisis”, pero ciertas crisis son necesarias para madurar en la vida humana, como también en la vida espiritual. En cualquiera de los dos momentos percibimos que tanto la vida como la fe nos han sido donadas; nadie decidió nacer o lo exigió, hemos recibido la vida como un regalo de Dios a través de nuestros padres y lo mismo la fe nos la ha sembrado Dios en nuestro corazón desde el día en que fuimos bautizados o que nos encontramos y fuimos sellados por Cristo. Así como la vida que poseemos ahora no la elegimos, sino que la aceptamos como un don que nos permite ser lo que somos; así la fe no es una conquista personal, es más bien, una invitación a creer, a fiarse, a colocar la confianza en Alguien y ese Alguien es Dios, manifestado y revelado en Cristo; verdadero Dios y verdadero Hombre. Por tanto, la fe es un proceso que hemos aceptado y que pasa del creer en Dios a creerle a Dios. El creer en Dios significa aceptar, por Revelación, pero también por argumentos racionales, que Él existe, que hay un ser supremo que ha ordenado todo cuanto vemos y contemplamos a nuestro alrededor; que gobierna el mundo, que llama al hombre para ser feliz, que es creador de todo, que nos creó libres. Pero la fe pasa o debe pasar en ese proceso de desarrollo al creerle a Dios; es decir, aceptar que Él nos habla, que su Palabra no engaña, que incluso en las noches oscuras de nuestra existencia Él está allí presente, nos acompaña aunque no lo veamos o sintamos cercano, que procura fortalecer nuestra fe, que su aparente silencio o ausencia en los momentos de dificultad lo que busca es lograr en nosotros una fe más fuerte; pasar de la infancia espiritual a la adultez que cree a pesar de las cruces y dificultades del camino.
En nuestro crecimiento humano son necesarias ciertas crisis para fundamentar y fortalecer la personalidad, el hacerse hombre o mujer adultos. Así sucede, por ejemplo, con el paso de la niñez a la adolescencia o de la adolescencia a la juventud o de ésta última a la adultez. Sin las crisis de estas etapas no se cimienta la vida humana y no se asumen los cambios necesarios para desarrollarnos como personas, que necesitan amar y ser amadas. Lo mismo sucede en la vida espiritual, las crisis nos fortalecen, nos ayudan a madurar la fe; a descubrir que Dios nos pide un paso hacia delante. Esta fue la experiencia de los Apóstoles. Su fe había nacido en el judaísmo; el más joven era Juan y el más adulto Pedro y todos piden lo mismo: “Señor, auméntanos la fe”; descubrieron que su fe era todavía de niños, no había madurado lo suficiente y reconocieron que solo El Señor podía darles el regalo de acrecentar y robustecer su fe. Una fe que puede llegar hasta mover montañas y hacer grandes prodigios cuando se da el paso de creerle a Dios, de fiarse y colocarse en sus manos con absoluta confianza. Pero esto requiere madurez, fortaleza, templanza y solo Dios lo puede dar. Aquellos Apóstoles se vieron sumergidos en la crisis de una fe pequeña, frágil. Estaban descubriendo, escuchando, siguiendo y hasta dejándolo todo por Aquel Maestro de Nazaret y ese paso exigía renuncia, donación, entrega total, confianza y por eso le piden que les aumente la fe. Ellos pasan de la fe en un Dios que imaginaban distante, juez, vengador, a un Dios amor, amigo… contemplado en el rostro de Cristo. Se fían de las palabras y obras de éste hombre, creen en Él y le creen a Él y por eso le piden con humildad que les aumente la fe. Esa debe ser nuestra actitud cristiana. Debemos descubrir que la fe es respuesta, entrega y adhesión de nuestra persona y voluntad entera a Dios, manifestado en Cristo.
La fe le da al cristiano una nueva forma de ver y entender la vida; es el motor que impulsa la opción fundamental que se ha hecho por Dios; es decir, permite que el creyente vea o entienda toda su existencia desde la óptica divina. Y decir toda la existencia es hablar de la vida familiar o relaciones interpersonales, del amor, de la amistad, del trabajo, de la alegría, de la tristeza, del triunfo y del fracaso, de la celebración de la vida o la oscuridad de la muerte, de la salud o la enfermedad. La fe se alimenta en el diálogo frecuente, profundo, sincero con Dios a través de la oración. Si no se da este diálogo la fe pierde su fuerza y se desvanece poco a poco.
IDA Y RETORNO: Ayer sábado se dio inicio al proceso vocacional 2013-2014 en nuestra sede del Seminario. Todos los sábados de 9:00 a.m. a 12:00 p.m. se tendrá encuentro con los jóvenes que venidos de distintas parroquias de la Arquidiócesis quieren discernir si Dios les está llamando a la vida sacerdotal. Al frente del Departamento de Pastoral Vocacional se encuentra el Pbro. Javier Rodríguez, que junto a un equipo de seminaristas trabajará para dar apoyo, acompañamiento y orientación a aquellos jóvenes que desean entregar su vida al servicio de Cristo y de la Iglesia. Ser sacerdote es un don sublime, incomparable, inmerecido que Cristo regala e infunde en el corazón de los que Él escoge para ser sus mensajeros en medio del mundo.

Cfr.
http://elimpulso.com/articulo/buena-nueva-dios-si-esta-presente#.UlFcilP3OD8
http://www.eluniversal.com/opinion/131005/sermon-en-la-montana
Ilustración:  Anatoly Timofeevich, "Tentación de San Antonio".
Breve nota LB: Recordamos tanto la expresión de Joaquín Marta Sosa para una compilación de textos. Palabras más, palabras menos: no hay fe sin crisis. Nos impactó y marcó.

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