lunes, 19 de agosto de 2013

LO SISTÉMICO (3)

EL NACIONAL - Domingo 18 de Agosto de 2013     Siete Días/7
El pantano parlamentario
Comparen con el estercolero de la Asamblea Nacional en las manos del teniente Cabello, mírense en el espejo del deplorable y vergonzoso parlamento de la actualidad, y después me acusan de mentiroso   
ELÍAS PINO ITURRIETA

José Tadeo mantuvo sacrosanto respeto por la deliberación, y su hermano Gregorito se puede comparar con Cicerón debido a las comedidas intervenciones ante el congreso. Ningún diputado planteó la necesidad de enchiquerarse el 24 de enero de 1848, porque no había turbas ante la sede de la representación nacional. No fue preciso entonces que el gordo Juan Vicente González saliera en volandas por los tejados para resguardar su humanidad de la navaja de los asaltantes. Tampoco es cierto que, en la década anterior, los oradores pidieran la cabeza de los golpistas en las sesiones de 1836 para defender el mandato del doctor Vargas. Fermín Toro no tuvo necesidad más tarde de defender la vida de Julián Castro ante los senadores de la godarria. Nadie se lió a pescozones en la Cámara en 1858, mientras arreciaba la polémica entre centrales y federales. Fue religioso el miramiento de los oradores del liberalismo en 1861, a pesar de su disgusto con el conservadurismo del presidente Manuel Felipe de Tovar. Nadie faltó a la consideración del viejo Páez en la Constituyente de 1863, pese a que había sufrido una derrota militar en la víspera y el Mariscal Falcón le tenía ojeriza.
Apenas se escucharon tímidos reproches contra Luciano Mendoza en las sesiones de 1871, aunque se atrevió a levantar las armas contra el Ilustre Americano. Un mandatario discreto como pocos este Guzmán de dócil arraigo y manso mando, dicho sea de paso, pues jamás ordenó a sus palafreneros que insultaran a los pocos conservadores que permanecían arrinconados en el hemiciclo. No había edificado el Capitolio para que sus habitantes se regodearan en improperios, sino para que llevaran la república con magnanimidad aún ante los casos perdidos de la oposición. Sólo de la fantasía puede venir la versión sobre los diputados azules que desenvainaron las espadas en el pie de la tribuna para imponer el mandato de José Ruperto Monagas, un caballero que los manejaba a través de gentiles caravanas que hacían las delicias del maestro Manuel Antonio Carreño. También se deben atribuir a la imaginación los improperios que salían de la boca de Joaquín Crespo en los cónclaves de 1883. El sapiente repúblico apenas se molestaba desde su escaño cuando unos inexplicables renegados del partido amarillo le ponían zancadillas a su compadre el general Antonio, ese modesto ex presidente cuya reputación guardaba el Taita por puro patriotismo sin buscar ganancias en cargos o en pachanos.
No hay evidencia de las afrentas que recibió Rojas Paúl de los parlamentarios en 1889, cuando pretendió la reelección en la primera magistratura. Tampoco queda constancia en el Libro de Actas de los agravios desembuchados por los diputados cresperos contra Andueza Palacio cuando le dio por inventar su continuismo. Aquello fue miel sobre hojuelas, sin desaires ni vulgaridades. En realidad costaba volverse grosero en las curules, aún ante la posibilidad de una guerra civil, de tanta costumbre de tolerancia y reverencia que había imperado desde los inicios de la república, de tanto juego de ideas expuestas en armonía. El ambiente se enrareció en el período de la Restauración, en el 1900, no en balde don Cipriano pidió a sus representantes que carajearan a unos caraqueños soliviantados en sus escaños. Sin embargo, como era de esperarse partiendo de una tradición de cívica convivencia, el incidente se superó con unas copas en la botillería de la esquina. Después, en la época de Gómez, el hábito de no discutir pudo aconsejar la clausura de un congreso atemperado que había sido aleccionador desde sus orígenes, que estaba y no estaba, pero seguramente la opinión de funcionarios cuidadosos de las formas y respetuosos de la división de los poderes públicos, como Vicentico y Eustoquio, evitó que se interrumpiera el trabajo en la mansión de las leyes.
Así sucedió. Reinó la cohabitación entre los legisladores. Jamás se escuchó ruido malsonante. El respeto fue regla jamás quebrantada.
Fuimos envidia de los lores y desafío de los comunes. Comparen con el estercolero de la Asamblea Nacional en las manos del teniente Cabello, mírense en el espejo del deplorable y vergonzoso parlamento de la actualidad, y después me acusan de mentiroso.

Ilustración: Ugo Ramallo.

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