domingo, 21 de julio de 2013

PERSPECTIVA

CIUDAD CARACAS, 20 de julio de 2013
Abordar el dolor desde una visión humanizadora
NUMA MOLINA

“El dolor es sacralidad salvaje. ¿Por qué sacralidad?: porque forzando al individuo a la prueba de la trascendencia lo proyecta fuera de sí mismo, le revela recursos en su interior cuya propia existencia ignoraba; y salvaje porque lo hace quebrando su identidad. No le deja elección, es la prueba de fuego donde el riesgo de quemadura es grande. Es propio del hombre que el sufrimiento sea para él una desgracia donde se pierde por entero, donde desaparece su dignidad o, por el contrario, que sea una oportunidad en que se revele en él otra dimensión: la del hombre sufriente, o que ha sufrido, pero que observa el mundo con claridad. O el hombre se abandona a las fieras del dolor, o intenta dominarlas. Si lo consigue, sale de la prueba siendo otro, nace a su existencia con mayor plenitud. Pero el dolor no es un continente en donde sea posible instalarse, tal metamorfosis exige alivio”. El texto anterior pertenece a David Le Breton, en Antropología del dolor.
Con estas líneas quisiera hacerme compañero de camino de quienes a esta hora me leen desde su dolor. A tantos seres que desde la soledad de un lecho o en la fría habitación de un hospital cuentan minuto a minuto el tiempo, desgranan sus horas como cuentas de un largo e interminable rosario con olor a fármacos. Es la vida del enfermo que transcurre así, sumisa, silenciosa, pobre.
Siempre digo que el enfermo es el pobre entre los pobres porque no hay mayor pobreza que no tener salud. ¡Y qué poco agradecemos la salud de cada día! Solo caemos en la cuenta de su valor cuando nos visita el sufrimiento.
Hoy quisiera aproximarme no solo al enfermo, también a quienes velan por él día y noche. A la enfermera o enfermero, médico o médica, ustedes son misioneros como Jesús de Nazaret, que pasó la mayor parte de su vida pública junto a los atribulados por el dolor. Para el enfermo tu cercanía y tu palabra cuenta tanto que se puede convertir en milagro de vida.
La dimensión espiritual del enfermo se agiganta, se crece místicamente, como dice Le Bretón: “Porque forzando al individuo a la prueba de la trascendencia, lo proyecta fuera de sí mismo, le revela recursos en su interior cuya propia existencia ignoraba”, son esos casos que hemos conocido en los que el amor se redimensiona, los seres más cercanos se tornan imprescindibles y la vida se hace poesía mística.
De una enfermedad siempre sale un hombre o una mujer más humanos. El dolor ensancha nuestra capacidad de humanidad, de solidaridad. Cuando has escuchado los gritos de tu prójimo una y otra noche en la cama vecina, cuando tres botellas que cuelgan a tu lado con cada medicamento no te permiten moverte para el baño, o cuando tu debilidad es tal que una mano amiga que te ayude a sentar en tu lecho ya es un regalo infinito de amor, entonces comienzas a sospechar que la vida es mucho más que las grandes hazañas que creías cuando estabas saludable y descubres que esta existencia está hecha de detalles, de pedazos de amor, de migas de cariño, de cercanía que se hace caricia eterna tal vez de un desconocido o desconocida que te consiente con su cercanía.
SIN SALUD Y SIN NOMBRE
Cuánta humanidad hemos perdido. Históricamente los modernos hospitales occidentales fueron obra de los cristianos. El relato evangélico de cómo Jesús pasó su vida junto a los enfermos inspiró a los cristianos de la época posconstantiniana a erigir hospitales para atender con sensibilidad evangélica al enfermo. “Dedicados enteramente al cuidado del enfermo, ellos acomodaron a los pacientes en edificaciones fuera de la propia iglesia. El decreto de Constantino de 335 dC clausuró el culto a Esculapio (dios romano de la medicina), y estimuló la construcción de hospitales cristianos que durante los siglos IV y V alcanzaron el punto más alto de su desarrollo. Muchos fueron erigidos por las normas del período o por romanos ricos convertidos al Cristianismo. Justiniano fue decisivo en construir el gran hospital de San Basilio en Cesarea en 369, una verdadera comunidad para los enfermos, los ancianos y huérfanos. El año siguiente vio la construcción de un hospital Cristiano en Constantinopla, donde dos ricas diaconisas cuidaban a los enfermos. Una prominente matrona romana, Fabiola, donó un hospital público en Roma en 390. En Edessa, Hippo y Éfeso todavía otros, todos grandes, fueron fundados por los cristianos. Alrededor del año 500, la mayoría de las grandes ciudades en el Imperio Romano tenían levantados edificios hospitalarios” –Doctor Antonio L. Turnes, Historia y evolución de los hospitales en las diferentes culturas.
Hoy el moderno hospital se ha tecnificado de tal modo que el paciente ha pasado a un segundo plano perdiendo hasta su identidad. Se trata a cada cual como una pieza más del engranaje y ello hace olvidar el trato cercano al enfermo. Ese trato humano ya de por sí es espiritualmente sanador, porque potencia los resortes más profundos de la inteligencia espiritual que tienen la particularidad de activar en el propio sistema inmunológico una capacidad casi misteriosa de autoayuda y autosanación.
Hemos oído seguramente en los pasillos de nuestros hospitales cómo el personal médico y paramédico deja oír expresiones como esta: “El paciente de la 45”, en vez de decir: “Felipe, el señor de la cama 45”. No imaginan los médicos y enfermeras el peso que tiene el que, en el momento de la nada, en un lecho de enfermo el médico te llame por tu nombre, pues nuestro nombre es la música más hermosa al oído del espíritu. Cuando alguien te llama por tu nombre te está llamando amigo, te está confesando que tú ya estás inscrito y retratado en una lista de seres que moran en el corazón de esa persona. Que un médico o una enfermera llame al paciente por su nombre es un acto de legitimación, de valía, en una etapa en la que el ser humano cree que ya no vale nada.
LA FORMACIÓN
En este campo del trato y los detalles en la atención asistencial tenemos un trabajo profundo y exigente por hacer, pues durante largos años la visión mercantilista de la medicina ha hecho que muchos profesionales –no todos, hay médicas y médicos muy abnegados– hayan convertido la misma en un negocio rentable y por lo tanto han terminado dando al ejercicio de sanar el mismo tratamiento que se le da a una tienda de computación o a un supermercado. Todo tiene una etiqueta, un número, un precio, un código sin el cual no te atienden, no te dan acceso. Son franquicias de la salud que generan ríos de dinero a costa del dolor.
El primero y único trabajo profundo y exigente es la formación en las escuelas de medicina. ¿Qué pasó que nuestros médicos han perdido tanto en humanidad? ¿Cuál es la columna vertebral de la carrera? Con tecnomedicina no vamos a salvar la vida plena de la gente. De ahí que hoy se hable de los médicos integrales comunitarios. En vez de criticar y subestimar este modo de ejercer, quienes la cuestionan deberían preguntarse: ¿Qué hemos hecho de nuestra profesión para que se haya llegado al punto de tener que crear un adjetivo nuevo del ejercicio médico que se llame “integral comunitario? Si la historia nos ha llevado hasta allá y las comunidades más vulnerables están de acuerdo con este nuevo modo de ejercer la medicina, es evidente que la profesión médica había perdido mucho en cuanto al talante humanitario. Es evidente que ya no era integral ni comunitaria sino atomizada, focalizada solo a un aspecto del paciente, elitista, había olvidado la complejidad que somos los seres humanos.
Creo que con una formación en valores humanos y cristianos sería suficiente para que tengamos médicos ejemplares como José Gregorio Hernández y tantos otros héroes y heroínas anónimos que han dejado su huella tatuada en los corazones de la gente, porque amaron apasionadamente su profesión, porque más allá de ser una profesión la entendieron como un apostolado, como una misión. Fueron y son muchos, misioneros y misioneras de la salud y de la vida.
Ilustración: Etten Carvallo

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