domingo, 14 de julio de 2013

EL MENOS MAQUIAVÉLICO DE TODOS: MAQUIAVELO (9)

El Nacional - Lunes 07 de Febrero de 2005     A/6
Maquiavelo: ¿era maquiavélico?
Rafael Arráiz Lucca

Si la semana pasada dimos vueltas alrededor de lo poco “quijotesco” que era Alonso Quijano, en esta oportunidad los invito a que nos detengamos en la pregunta que encabeza el artículo. Lo primero: la fama de este florentino nacido en 1469 es inversamente proporcional a la extensión de la breve obra que lo entregó para siempre en los brazos de la notoriedad. Y a esta circunstancia se suma un agravante que muchos desconocen: El Príncipe fue escrito entre julio y diciembre de 1513, pero fue publicado en 1532, cinco años después de la muerte de su autor, ocurrida el 22 de junio de 1527. De modo que Nicolás Maquiavelo jamás se enteró de las consecuencias inmediatas de su obra, y mucho menos de la incidencia fundamental que ha tenido en casi 500 años de vida política en el mundo occidental.
Entre la obra ensayística de uno de los filósofos políticos más importantes de los últimos años, el letón Isaiah Berlin (1909-1997), profesor de la Universidad de Oxford, se encuentra un texto luminoso sobre Maquiavelo. En él, Berlin desmenuza cada unas de las teorías que sobre El Príncipe se han urdido, algunas radicalmente enfrentadas, y señala con razón una paradoja: la escritura de Maquiavelo es clarísima, de modo que la disparidad en la interpretación no se debe a la posible oscuridad del texto, sino a la radical importancia de lo que en él está planteado. Esa radical importancia no es otra que la separación de las aguas entre el mundo religioso y el del poder en la polis, al punto que en el libro ni siquiera se menciona a la Iglesia Católica. Se argumenta, eso sí, que las virtudes cristianas no sirven para que un gobernante haga eficientemente su trabajo. Esto es, conservar el poder sine die, ejerciendo el mando con radical efectividad de acuerdo con sus propósitos y designios.
Conviene recordar que Maquiavelo escribe la obra cuando ha caído en desgracia, ha sido hecho preso y luego liberado y confinado a su finca, donde no halla otro desahogo que escribir esta suerte de manual para gobernantes, que recoge la experiencia del actor político que fue el florentino.
Maquiavelo no era un filósofo, ni nada sucedáneo. Era un actor político que realizaba sus sueños asesorando a autoridades, y que se le iba la vida en embajadas, palacios, conspiraciones y formación de milicias. El poder era su materia. De hecho, la tesis según la cual con El Príncipe, dedicado al Magnífico Lorenzo de Médicis, Maquiavelo estaba buscando ser reenganchado en sus tareas de asesor, de donde había sido echado, no es descabellada. ¿Qué mejor prueba de lo que sabía que esta suerte de manual diseñado para un gobierno local italiano, pero inspirado por el proyecto de hacer de Italia un estado nacional y poderoso?
Cualquiera que se entregue a la delicia de leer esta obra, sin prejuicios, encontrará en ella una claridad de conceptos asombrosa; así como una crudeza que es sólo explicable si recordamos que el destinatario inmediato del texto no era el anónimo lector, sino el príncipe al que se quería asesorar. Es dable suponer que si leemos los textos de asesoría política que algunos profesionales acometen en la actualidad, demos un brinco en la silla tan grande como el que dieron los primeros lectores de esta obra, considerada una pieza primigenia de la ciencia política o, por lo menos, del empirismo y la observación que preceden a las formulaciones científicas.
Enfrentemos la pregunta inicial.
Si el adjetivo “maquiavélico” se le endilga a todo aquel que se maneja con destreza en el laberinto del poder, apelando a simulaciones, a disfraces, a medias verdades signadas por la máxima maquiaveliana “El fin justifica los medios”, pues la verdad es que Maquiavelo no era maquiavélico. Sus consejos son directos, escandalosamente directos e, incluso, no aconseja la simulación sino en casos excepcionales.
En verdad, uno de los valores de la obra es su conocimiento del alma humana, aunque podrá decírseme que se trata del alma humana de uno de los períodos más corruptos y terribles de la historia, y es cierto.
Pero no es menos cierto que, sin ir muy lejos, durante el siglo XX asistimos a las atrocidades de genocidas de una ruindad indescriptible como fueron Stalin y sus verdugos, Hitler y el alto mando militar alemán.
Estos monstruos no quedan muy por debajo de César Borgia en sus fechorías.
Berlin da en el clavo cuando señala que la confusión sobre la obra maquiaveliana proviene de un equívoco: el florentino observaba la realidad política de su tiempo y de su país, y decía que, al margen de consideraciones morales, si se quería permanecer en el poder había que desarrollar virtudes paganas, las cristianas servían en otros ámbitos, no en el espacio del gobierno. A la luz de hoy en día, muchos de los consejos de Maquiavelo son éticamente inaceptables, pero conviene conocerlos a fondo porque no son pocos “los revolucionarios” que los ponen en práctica.
De hecho, ¿no fue Marx el que asumió para sí aquello de que “el fin justifica los medios” ? ¿No fue Fidel Castro el que tomó para sí aquello de “dentro de la revolución todo, fuera de la revolución, nada?”

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