domingo, 14 de julio de 2013

EL MENOS MAQUIAVÉLICO DE TODOS: MAQUIAVELO (8)

EL NACIONAL - Domingo 14 de Julio de 2013     Papel Literario/6
Maquiavelo criollo
Aunque se acostumbre a seguir los consejos de Maquiavelo sin recato, también es frecuente que se obvie hacer toda mención de él o que se busque rechazar cualquier parentesco con su forma de entender la política
EDGARDO MONDOLFI GUDAT

Históricamente, los capitanes de nuestra política han tendido a ser muy mojigatos a la hora de referirse a Maquiavelo. Sin duda ocurre lo mismo en otras latitudes, lo cual no le confiere ninguna singularidad al caso venezolano. De hecho, Henry Kissinger, el más maquiavélico de los políticos estadounidenses, siempre ha visto con horror que se le asocie de cualquier modo con el florentino. Así, pues, aunque se acostumbre a seguir sus consejos sin recato, también es frecuente que se obvie hacer toda mención de él o que se busque rechazar cualquier parentesco con su forma de entender la política. En realidad son pocos, muy pocos, los que han llegado a reconocerse con franqueza como sus apóstoles. Quizá una excepción haya sido Lenin, quien hablaría del florentino con abierta admiración en su correspondencia. Según lo señala su biógrafo, Robert Service, a Lenin le atraía la justificación que Maquiavelo hacía del uso de la fuerza, y así se lo expresó sin circunloquios a Viacheslav Mólotov en una de sus cartas más personales de 1922.
Una excepción venezolana
No obstante, en el caso venezolano, existe también una excepción a la hora de juzgar a Maquiavelo sin anteponer una fábrica de prevenciones.
Porque así como Lenin no las tuvo, tampoco las tuvo Rómulo Betancourt, el más exitoso de nuestros dirigentes a la hora de inspirarse en los patrones del centralismo leninista.
Si bien Betancourt utilizó muchas veces a Maquiavelo en su acepción más corriente, es decir, convertido en epíteto para tirotear al adversario, también le confirió un valor indiscutible a la hora de consultarlo como guía de las conductas humanas. El mejor ejemplo en este sentido lo proporciona un pasaje de su libro Venezuela, política y petróleo donde analiza y justifica la creación del Tribunal de Responsabilidad Civil y Administrativa encargado de encausar a los personeros del depuesto régimen medinista, y sus antecesores lopecistas y gomecistas.
Tratándose de una de las razones que le dio anclaje al golpe del 18 de octubre de 1945, Betancourt no llegó, desde luego, al punto de desdecirse de una iniciativa que, como lo admitiría en más de una ocasión, estuvo viciada en algunos casos. Pero es en este punto donde Maquiavelo se convierte en nota digna de atención para el lector atento que fue Betancourt. Digamos más: los consejos del florentino resultaron providenciales a la hora de ponerlo en guardia frente a las reacciones que suscitaría una decisión que, como esta, habría de deslindar definitivamente el campo entre los adecos en el poder y sus adversarios caídos a consecuencia de la asonada octubrista. Escuchémoslo: "Una observación cabe hacer en torno a esta medida, que ha sido y sigue siendo objeto de viva controversia pública.
No ignorábamos cómo ese procedimiento de profilaxis administrativa nos concitaría odios inextinguibles y feroces resistencias. Habíamos leído en Maquiavelo aquella reflexión suya según la cual los hombres olvidan primero la muerte del padre que la pérdida del patrimonio". Profecía autocumplida, sin duda, al menos si se juzga por el caso de Eleazar López Contreras quien terminaría declarándole al gobierno de Betancourt una guerra sin cuartel al conocerse el fallo del tribunal.
La tradición sentimentalista
Pero no es este Maquiavelo, útil y práctico, el que sobresale en nuestra tradición republicana sino el que se traduce en objeto de desdén entre los moralistas. Se trata en este caso del Maquiavelo que sirve para anteponer distancias. Porque, según esta mirada, maquiavélico suele ser siempre el otro, el responsable de la acción dolosa, el que se prevale de lo turbio y de lo inmoral, o de la simulación artera, para obtener fines inconfesables. Así, cada vez que se hace memoria de él, o cuando se le invoca en medio de la diatriba, es para poner de bulto los engaños más cínicos y las más escandalosas abominaciones. Más que verlo entonces como portador de una brújula confiable sobre las técnicas del poder, el nombre de Maquiavelo se convierte en este caso en un elemento eficaz para oponerlo a quienes se consideran los exponentes de un modelo correcto de hacer política.
Quien estrena esa tradición sentimentalista, en el caso de Venezuela, es Francisco de Miranda, quien, de viaje por Florencia en 1785, revisó con su proverbial curiosidad los papeles de Maquiavelo que allí se atesoraban. Sin embargo, por mucho que se hurgue, Maquiavelo siempre figura en su correspondencia revestido de los más diabólicos atributos.
Así ocurre por ejemplo en octubre de 1796 cuando, domiciliado ya en Londres y creyendo haber recibido el estímulo necesario para la gestación de sus planes insurgentes, Miranda se ve sorprendido por la novedad de que España y Gran Bretaña han resuelto desactivar un foco de tensión reciente que obligaría al entonces primer ministro William Pitt a archivar las propuestas que el venezolano quiso compartir con el Gabinete inglés. Su reacción ante la noticia no sólo fue visceral sino que se desahogó usando a Maquiavelo como blanco de su ira. Ante un agregado de la legación rusa en Londres, Miranda ventiló su mal humor de este modo: "¡Confiésome derrotado! ¡No hubiera creído que la perversidad humana podía llegar tan lejos! Pitt es un monstruo que parece no tener otro guía que El príncipe de Maquiavelo. He sido vendido por un tratado de comercio con España".
Ante tan destemplada reacción sólo cabe concluir una de dos cosas: o Miranda se sobrestimaba demasiado o no entendía del todo bien las complejidades que regían, y continuaron rigiendo por largo tiempo, la diplomacia anglo-española. A pesar de ello, si se consulta la lista de títulos que llegaron a integrar su temprana biblioteca personal, allí figuran cuatro volúmenes de las obras de Maquiavelo que, con el tiempo, desaparecen de posteriores registros que el propio Miranda hiciera de sus libros.¿Será que el futuro Generalísimo terminó por desecharlo, considerando a Maquiavelo como un mero traspiés de una época remota de su vida, o fue simplemente que tales libros terminaron por perderse en medio de los accidentados periplos de su dueño?
Bolívar y el florentino
Cuando menos hay certeza de que otro venezolano sí consideró a Maquiavelo un extravío de su juventud o, al menos, ese fue el pretexto que le sirvió para distanciarse de cualquier afinidad que pretendiera endilgársele. Aludimos desde luego a Simón Bolívar, tal vez uno de los políticos venezolanos que mejor supo apreciar y poner en práctica sus recomendaciones. Hablando del recorrido que por su parte emprendiera por Italia el futuro Libertador en 1805, Daniel O´Leary, su edecán e interlocutor desconfianza, anota lo siguiente: "Llegó a Florencia. (...) Allí estudió algunas de sus más célebres obras, de donde sacó algunas máximas saludables". Pero de seguidas vendrán las aclaratorias de quien, además de confidente, actuaba como albacea espiritual de Bolívar. Dice O´Leary: "Su admiración por los autores toscanos no comprendió a Maquiavelo, contra quien tenía la vulgar preocupación que ha hecho que su nombre sea sinónimo de astucia política y de crimen. Tan fuerte era esa preocupación que ni el profundo conocimiento de sus diferentes producciones literarias, ni el tiempo mismo, consiguieron modificarla".
Sin embargo, O´Leary llegaría mucho más lejos en este ejercicio de asepsia bolivariana.
En una discreta nota a pie de página de sus Narraciones , de donde está tomada la cita anterior, el edecán comenta que, ya en Cartagena y pocos meses antes de morir, al Libertador le sorprendió descubrir sobre su escritorio una edición reciente de las obras de Maquiavelo.
Apunta O’Leary que, mirándolas de reojo, Bolívar le sugirió que, en vez de leerlas, "podría emplear mejor el tiempo". Pero, en todo caso, al edecán no se le escapó agregar otra preciosa observación. Luego de lo que pareció ser una discreta reconvención, la presencia de aquellos volúmenes dio pie para que ambos hablasen acerca "del mérito" de tales obras, pudiendo O´Leary notar, y tales son sus palabras, que "Bolívar conocía a fondo cuanto contenían". Movido por la curiosidad de comprobar su presentimiento de que El Libertador había leído al florentino más de lo que cabía sospechar, éste le contestó que "desde su salida de Europa, hacía 25 años, no había vuelto a leer ni una línea de los escritos de Maquiavelo". No hace falta que O´Leary lo mencione para percatarnos de que Bolívar, a lo largo de su vida, hizo cuanto estuvo a su alcance para afianzar la impresión de que fueron más bien J.J. Rousseau y el barón de Montesquieu quienes apadrinaron lo mejor de sus ideas. Al menos así salta a la vista a la hora de revisar su epistolario, donde quedan evidenciadas sus credenciales de buen lector.
Ambos, Miranda y Bolívar, visitaron Florencia, la ciudad de la cual era oriundo Maquiavelo y donde este estableció su laboratorio para tomarle el pulso a la política. Lo hicieron con veinte años de diferencia, en 1785, el primero, en 1805, el segundo. En 1812, en medio de un episodio turbio, Miranda será hecho prisionero y Bolívar colaborará con su entrega a las autoridades españolas a fin de poner a salvo su propio pellejo al darse la caída del régimen insurgente. Para el primero, Bolívar representará la traición; para este, Miranda representaba el daño dirigido contra la República. Si la traición pudo conducir a la larga a alguna eficacia en su cometido, pues entonces valió la pena haberla ensayado. Al menos así lo habría entendido Maquiavelo.

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