lunes, 17 de junio de 2013

EL NOMBRE DE LA ROSA

CIUDAD CARACAS, 16 de junio de 2013
ÉPALE/MIRADAS:
Los tentáculos de La Gran Pulpería del Libro Venezolano
Neirlay Andrade


Un marasmo contenido en una vitrina: figurillas de barro de cerámica, monedas, puñales, libros, una réplica de un barco, collares, cuentas, postales, más monedas, más postales, juguetes artesanales, adornitos, pepas, corchos y corchos, envases trasparentes, una puerta rematada con frutas falsas (ajos, jojotos, cambures, manzanas), un desfile de objetos colgando: cuatros, maracas, asadores, reliquias, sombreros de mariachi, vírgenes, cristos asechando grabados desgastados… los tentáculos de la Gran Pulpería del Libro Venezolano se multiplican en una desordenada regularidad.
La fachada del localcito es la máscara chiquita y modesta de lo inconmensurable. Sin embargo, hasta el ilimitado tiene número: tres millones y medios de libros apilados en un sótano.
No por cifrado, este laberinto pierde infinitud. A la entrada, el cartel “deje bolsos y carteras” debería rezar “abandone aquí toda esperanza”. Entre miles de libros, hallar un libro parece imposible.
Etiquetas corroídas sobre los estantes dan cuenta de míticos inventarios y rinden tributo a un bibliotecólogo (¿fue solamente uno?), que debió cumplir la tarea divina de organizar el mundo, en el principio, cuando no era el verbo sino miles de voces hecha libro.
Cuando las referencias son EXIT y una caja de fichas amarillentas, el centro es una ficción. Cuál es el primer libro, dónde está el último. El fin de la Gran Pulpería es inimaginable. A pesar de la sucesión de estantes, la línea recta también parece un engaño ¿Vamos? ¿Venimos? ¿El punto de regreso es…?
Maurice Blanchot (probablemente ubicado en la sección de filosofía o de literatura francesa o en la de ensayos o qué se yo) llama a esto la “mala eternidad”, el absurdo de regresar sin haber salido.
En el lugar del extravío dice: “Nunca se va de un punto a otro; no se sale de aquí para ir allá; ningún punto de partida y ningún comienzo en el andar”.
SE SOLICITAN VIRGILIOS PARA RECORRER EL INFIERNO
El descenso al sótano no es cosa fácil. Contra todo pronóstico, bajar a los abismos no es tan sencillo como decir: “Buenas tardes, quiero ver qué hay”. Al infierno de los libros van los elegidos, gente tocada por la gracia de la administradora, Dantes que saben perfectamente qué libro es su Beatriz y no se extraviarán mirando a los lados.
Este infierno de papeles tiene no un Virgilio sino varios. El primero es omnipresente. Se trata del Rafael Ramón Castellanos, un hombre de 80 años con 75 libros a cuestas. Es el gerente, es el doctor, es Dios y “no da entrevistas a NADIE”. Así lo sentencia una mujer que es lo más próximo a Caronte, la barquera encargada de conectar a los vivos con la otra orilla, eso que está al finalizar las escaleras. Es una mujercita flaca, joven y cansada, pero se debe confiar en ella. Se supone que sabe dónde está el uno entre los tres millones y medio. Se supone que no nos miente, se supone que jamás le fastidiaría ir a buscar un ejemplar, a ella le debemos no menos que una fe obtusa.
La otra, la administradora, es una regordeta blanquísima de lentes de pasta negros y boca pintada de rojo. Su ritual de embalar libros le ha dejado un rictus amargo en el rostro. Con ella se negocian las rebajas, con ella se negocia el paso al sótano. Su beneplácito garantizará la dicha de “ver qué hay”, pero su negativa es implacable: “Anote en un papel el nombre de los libros, tome nuestro número, llame en tantos días”.

Le gusta Ángeles Mastreta (¡Dios mío, habrá una mujer a la que no le guste!). Quiere darle pompa a sus inclinaciones de lectora: “Fue la primera mujer en ganar el Rómulo Gallegos”. Dubitativa trata de acertar el libro premiado: ¿Arráncame la vida o Mal de amores?
Las indicaciones son vagas: “El señor que vino ayer, la que llamó hace rato, los que tumbaron la pila de libros X en la parte Z del sótano, el negro que estaba al lado del rojito; no, no, ese no, el rojito grande… No hay paso ni hoy ni mañana ni pasado mañana, no hay personal, hay inventario”. ¡Quién carajo hace el inventario si no hay personal!
LECTURAS PELIGROSAS
Un hombre fornido entra con un ridículo perrito negro: “¿Tiene resmas de papel?”. Otros van por fotocopias: “Al lado, mijo”. Hay unos que van a robar. Es el caso de un viejito que, además de llevarse cantidades considerables de libros e invertir casi mil bolívares regularmente en sus compras, “siempre tiene que llevarse algo”. Primero fueron tres postales, luego pasó a cosas más grandes. “Hay que vigilarlo; roba por placer”.
Hay un sinfín de clasificaciones de libros, también las hay para los lectores: “Estúpidos o malvados”, dice Borges. Unos imaginan un comisario gubernamental controlando la circulación de los libros (un cliente insistía, con obstinada convicción, en que el Gobierno “había mandado a recoger El hombre que amaba a los perros”). Otros, lectores fichados por el G-2, sueñan con una oficina misteriosa que restringe el cupo de dólares con el fin de evitar lecturas peligrosas (aquello de que el libro es un arma llevado a su última consecuencia).
El temor al libro es recurrente en la historia.Prueba de ello son las quemas de bibliotecas, como la mítica de Alejandría, y saqueos como el perpetrado este año durante la intervención militar de Francia en Tombuctú. “Solo el libro es explosión”, advertía Mallarmé.
También están los temores domésticos, no por ello menos grandiosos (“si lee La Biblia entera, enloquecerá”). Mi madre, por ejemplo, debía leer pasada la medianoche, con velas, encerrada en un cuarto de cachivaches, y ocultar los libros antes del amanecer en la parte de atrás de los cuadros de la casa. Un ejemplar descubierto por su hermano mayor iba a parar al patio trasero, ¡al fogón, no más!
IMAGINAR LIBROS (O DE CÓMO RECORDAR ES MENTIR)
La Gran Pulpería lleva 14 años en Chacaíto y dos décadas antes estuvo en el Pasaje Zingg, en el centro de Caracas. Los libros tienen un código, una letra acompañada de unos dígitos, multiplique por seis y ese es el precio.

Como el río de Heráclito, nadie baja dos veces al mismo libro. Hay gente que pregunta por títulos sin saber de qué van. Otros que recuerdan pasajes y no autores. A los millones de libros les corresponde un número exponencial de lecturas. Pareciera como si cada línea aguardara por un lector diferente; pareciera como si todas estuvieran vedadas a un solo hombre.
¿Recordamos un libro o lo inventamos? Con los años, fragmentos “sagrados” han reaparecido en mi memoria con modificaciones. Un verso del poema querido ha huido y su retorno ha sido infame. También está el libro que uno quiso escribir, la palabra justa o la vivencia falsa (alguien me juró que solo sabía de tordos por Ramos Sucre). El recuerdo de una lectura emerge como un collage de posibilidades que oscilan entre lo que el autor pensó, lo escrito, lo leído y lo imaginado por el lector.
EL PARAÍSO MARGINAL
En este lugar de misterio, el paraíso no puede sino ocupar un lugar marginal, a ras de piso, donde los tramos de los estantes se han convertido —por la magia de la regularidad y la repetición— en superficie homogénea y máscara protectora de quién sabe qué secretos.
En uno de los laterales de la escalera que conduce al sótano reposa la Antología de la literatura marginal de Caupolicán Ovalles. Hallarlo en esa última fila, renegada a la dictadura del polvo, no puede ser otra cosa que un accidente.
Su ubicación es elocuente, se da con el libro por error, así como la “palabra marginal es aquella que, dentro de la palabra escrita, fue hecha por el hombre contra su voluntad o sin querer desearla”.
En esta boca del infierno el paraíso es accesorio. Ovalles lo sabe, y su Antología le advierte al viandante iniciado en el recorrido del pasadizo que conecta con el abismo de los libros:
Laberinto y punto quinto:
POR LABERINTO PASARÁN TODOS Y SALDRÁN TODOS AL INFINITO MARGINAL QUE ES EL PARAÍSO
¡SALUD!
EL LIBRO NUESTRO DE CADA DÍA
Se pregunta Borges, con angustia domesticada: “Qué libro de esta librería nos cifra, nos resuelve. En cuál de todos nuestra historia”. Saber cuál es el libro que nos revela como pueblo no es tarea fácil, mucho más de este lado del Atlántico. Ser un europeo es una evidencia (dijo un europeo); ser latinoamericano, no.

En un país forjado políticamente por adecos y con programas escolares adecos no es raro que se imponga como gran escritor a (¡oh, sorpresa!) un adeco, y allí está: la barbarie de Doña Bárbara y las luces de Santos Luzardo. El mundo reducido a su mínima expresión, una trama transparente a más no poder y afuera del libro lo real; tras el punto final, el llano opaco y las contradicciones.
Claro que hay libros que dan luces sobre lo “nuestro” antes del punto final, pero no están en la sección de literatura venezolana sino en misceláneas. Así, entre cualquier vaina, encontramos a Argenis Rodríguez, loco de tanta lucidez. Argenis que para “contarnos” se divorció no de todos, sino de cada uno. Argenis que con altanería dijo: “En Venezuela el único escritor que se fue a las guerrillas fui yo”.
Argenis relatando “la absoluta degeneración de Teodoro Petkoff y Pompeyo Márquez” (Escrito con odio). Argenis dando una “breve relación de la destrucción de un país” (Relajo con energía). Argenis contando la mañana del golpe contra don Rómulo; sí, el escritor adeco en el país adeco abandonado por adecos (La caída de un presidente). Argenis en las misceláneas de la Gran Pulpería.
Fotografías: José Rivera

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