viernes, 11 de enero de 2013

RELATORÍA DE ARTE

EL NACIONAL - Sábado 23 de Junio de 2012     Papel Literario/3
Arte y artistas de los ochenta
VÍCTOR GUÉDEZ

Los últimos treinta años del siglo XX fueron un tiempo propicio para evaluaciones y recapitulaciones, pero también estuvieron cargados de esperanzas derivadas de la proximidad de un comienzo. Quizá, la mejor manera de entender las inquietudes de ese tránsito hacia el siglo XXI, sean las exhortaciones formuladas por Edgar Morín, en su libro Cómo salir del siglo XX: mueran las ortodoxias, cultiva el pensamiento divergente y aviva el pluralismo.
Ese umbral de los setenta, ochenta y noventa representó para Venezuela, como para el resto del planeta, un espacio signado por la aceleración del proceso de globalización. Globalización que no sólo fue del mercado sino también de la información y la comunicación.


En tal contexto, las visiones sociopolíticas y económicas sentenciaron que los setenta fueron la "década del exceso", mientras que los ochenta representaron la "década perdida", y los noventa expresaron la "década del vacío". Estas aproximaciones, matizadas por un cierto tono agorero, no se replantearon con exactitud en el ámbito de las artes. Recordemos que, en su sentido más amplio, durante los setenta se produjo la culminación de las vanguardias históricas que se habían desplegado a lo largo de todo el siglo. En cambio, en los ochenta se puso de manifiesto una amplia proliferación de sincretismos y una diversificación de enfoques heterodoxos. Y, finalmente, los noventa fueron testigos de un aliento proyectado hacia las integraciones e indeterminaciones. Tales enfoques también se transfirieron a las artes visuales venezolanas, aunque con los retardos propios de un país periférico y receptor. La validación de esta hipótesis procede con cierta facilidad cuando apreciamos el desenvolvimiento de lo ocurrido en el país, específicamente durante los ochenta.
Esa década constituyó un período híbrido y abigarrado, paradójico y sorpresivo. Así como durante los setenta se habían producido excesos en la ratificación de tendencias, en los ochenta se acentuaron los sincretismos, los solapamientos y las apropiaciones.

La germinación de estos paradigmas de euforia desinhibida encontró en el país, además, el abono procedente de una supuesta prosperidad económica que estimuló el fomento de importantes colecciones privadas e institucionales, al igual que la activación de un creciente mercado de arte. A ello se agregaba la capacidad de las entidades museísticas para adquirir obras y traer muestras de alta calidad. Durante el período, los museos nacionales albergaron exposiciones de Picasso, Miró, Larry Rivers, Henry Moore, Paul Klee, Robert Rauschenberg y Lothar Baumgarten, entre otras.
A favor de esas circunstancias propicias para la motivación de los artistas actuó la conmemoración del Bicentenario del Natalicio de Simón Bolívar y el centenario del nacimiento de Rómulo Gallegos, eventos que implicaban esfuerzos expositivos y programas que involucraban a los creadores locales.
La empresa privada también se incorporó a este ambiente y respaldó con patrocinios y premios diversos salones, lo cual se tradujo en la posibilidad de viajes y becas que permitieron a los artistas unas relaciones más directas con los avanzados acontecimientos del arte internacional. La creación del Teatro Teresa Carreño, la ampliación del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas (que se convirtió posteriormente en el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Imber) y la remodelación del Ateneo de Caracas contribuyeron a generar un núcleo cultural importante en una zona céntrica de la ciudad. A esto se sumaba la inauguración del Metro en cuyas estaciones se colocaron importantes obras de Jesús Soto, Francisco Narváez, Harry Abend, Mercedes Pardo y Lya Bermúdez, entre otros. Igualmente se inauguró el Museo de La Rinconada, más tarde denominado Museo Alejandro Otero, cuyo perfil se asoció con las resoluciones del arte contemporáneo. En esta misma línea de la contemporaneidad se crearon nuevas galerías privadas, tales como Sotavento, Artisnativa, Clave y Vía. En esta relación debe reseñarse, igualmente, la creación de Arte Plural que era una revista que, bajo la dirección de Bélgica Rodríguez, se dedicaba al tema del arte venezolano e internacional. La conjugación de estos acontecimientos generaba una amplia circulación durante los fines de semana, comúnmente conocida como "la ronda dominical", que distinguía a Caracas como una experiencia referencial del movimiento plástico latinoamericano.


Cabe poner de relieve que ese ambiente, aparentemente colmado de oportunidades y facilidades, también representaba riesgos para la innovación estética. En efecto, la ansiedad mostrada por el mercado nacional de obras de arte, apoyada por las cotizaciones que se apreciaban en las subastas internacionales, se convirtió en el peligro de una comercialización que, en ocasiones, afectaba severamente los fundamentos de las propuestas estéticas y desviaba el interés más hacia el artista que hacia sus obras.
En Venezuela también se convirtió al artista en sujeto de culto narcisista y en objeto de consumo. Igualmente, estas circunstancias promovieron una distorsión de precios y una confusión del mercado.
Pero, más allá de generalizaciones, debemos acercarnos a los acontecimientos que pautaron el desenvolvimiento de la década. Digamos que los ochenta se inician con la manifestación formal de varias inquietudes ya proyectadas desde la década anterior. Prueba de ello es que comienza con el otorgamiento del Premio Nacional de Artes Plásticas a Pedro León Zapata y con la consolidación del Salón de Dibujo de Fundarte, cuyo premio se le otorga a Víctor Hugo Irazábal. Estos dos acontecimientos destacaban el espacio de reconocimiento que había alcanzado la disciplina del dibujo en el país, ya que ambos artistas eran cultivadores privilegiados de este recurso de expresión. Pero rápidamente la década se fue abriendo en un radio de manifestaciones cada vez más amplio. En la Galería de Arte Nacional (GAN) se presenta en 1980 Arte Bípedo que sirvió para renovar la vigencia de los lenguajes vinculados a la acción corporal. En este evento participaron Marco Antonio Ettedgui, Javier Vidal, Julie Restifo, Carlos Castillo, Pedro Terán, Carlos Zerpa y Alfred Wenemoser, entre otros. La legitimación de estas propuestas se intentaron nuevamente con las Acciones Frente a la Plaza, que fue un programa de arte corporal y conceptual organizado por Fundarte y coordinado por María Elena Ramos.


Ahí participaron Alfred Wenemoser, Yeni y Nan, Carlos Zerpa, Diego Barboza, Marco Antonio Ettedgui, Antonieta Sosa y Pedro Terán. Estos artistas, además de Héctor Fuenmayor y Rolando Peña, conformaban el núcleo de sustento más beligerante de dichos enfoques.
Estos planteamientos de acción y los perfomance que se habían manifestado de manera atomizada y casi marginal durante la década anterior, se presentaron con un apoyo oficial y un respaldo público.
También el momento fue propicio para que se hicieran presente los artistas que incorporaban tecnologías, fotografías, videos y ensamblajes experimentales a sus resoluciones estéticas. Entre ellos se encontraban Milton Becerra, Samuel Baroni, Francisco Bugallo, Eugenio Espinoza, Onofre Frías, Juan Iribarren, Félix Perdomo, Octavio Russo, Patricia Van Dalen, Alfredo Ramírez, así como los más jóvenes, Sammy Cucher y José Gabriel Fernández. En este último párrafo hay que reseñar al grupo que va a representar a Venezuela en la Bienal de São Paulo, cuyo éxito fue particularmente destacado por los medios. Entre ellos estaban Margot Romer, Ana María Mazzei, Carlos Zerpa, Julio Pacheco Rivas, Azalea Quiñones, William Stone, José Campos Biscardi, Lilia Valbuena, José Antonio Quintero, Carmelo Niño y Ender Cepeda.


Deben destacarse igualmente los aportes que desarrollaron artistas no inscritos en las ortodoxias del momento y que tuvieron ocasión de afianzar sus obras en eventos como el III Salón Nacional de Arte Contemporáneo (1985), en donde se apreciaban las resoluciones tridimensionales de Carlos Medina, Carlos Mendoza, Boris Ramírez, Angel Vivas Arias, Oscar Armitano, Marcos Salazar, Alberto Asprino, Carlos Quintana y Carlos Zerpa, entre otros. Durante la década también se perfilaron iniciativas de afirmación personal de jóvenes artistas como Gaudí Esté, Sydia Reyes, Luis Alberto Hernández, María Eugenia Arria, María Cristina Arria, Mailén García, Alexis Gorodine, Walter Margulis, Carlos Alberto Hernández, Ricardo Benaim y Miguel Von Dangel, siendo este último un precursor en la formulación de muchos conceptos y en la resolución de diversas técnicas referenciales en la plástica venezolana.
En medio de esos acontecimientos, sin embargo, debe reconocerse que el peso distintivo de los ochenta va realmente a establecerlo la irrupción de la pintura-pintura como protagonista central. Este retorno a la disciplina tradicional no guarda mucha diferencia de lo que ocurría en los centros protagónicos del arte internacional. Ello implicó, por un tiempo, un distanciamiento de las acepciones minimalistas y conceptualistas, así como de las acciones corporales. Lo que prevalecía era una recuperación de la figura humana y de los objetos cotidianos en el marco de mezclas y conjugaciones, en donde todo se relacionaba con todo y nada podía comprenderse al margen de esa totalidad. Así las metáforas adquirían contenido como consecuencia de fragmentaciones y desagregaciones, de alegorías y nostalgias, de caprichos y delirios, de subjetivaciones y descontextualizaciones.
En medio de estas sensibilidades, los postulados filosóficos del posmodernismo y las visiones estéticas de la transvanguardia se hacían también presente en el escenario plástico venezolano. El desgaste de las vanguardias históricas y el cuestionamiento de la modernidad eran los ejes que se entrecruzaban en las discusiones de los ambientes académicos y expositivos. Esta atmósfera comienza a arraigarse con la exposición Alternativa, realizada en 1983 en el Espacio Alterno de la Galería de Arte Nacional, curada por Luis Ángel Duque.
La preeminencia de la pintura también se hizo sentir en la II Edición del Premio Eugenio Mendoza (1984), así como en Amazonía. Una exposición de pintura (Sala Mendoza, 1985). En el primer evento expusieron Julio Pacheco Rivas, Adrián Pujol, Jorge Pizzani, Oscar Pellegrino, Glenn Sujo, María Zabala y Ernesto León, quien resultó ganador del certamen. Por su parte, en Amazonía, participaron Antonio Lazo, Leonor Arráiz, Luis Lizardo, Ernesto León, Oscar Pellegrino, Adrián Pujol, Manuel Quintana Castillo, Miguel Von Dangel y Carlos Zerpa. Es de hacer notar que alrededor de la Sala Mendoza se ubicaron los artistas más comprometidos con la orientación neoexpresionista y transvanguardistas, quienes conformaron las figuras más influyentes en la reafirmación de la pintura durante los ochenta. Ellos eran: Ernesto León, Antonio Lazo, Carlos Zerpa, Jorge Pizzani y Carlos Sosa. De alguna manera, estos creadores se colocaban en alguna de las ondas de resonancia producidas por la Bienal de Venecia de 1984 y por la Bienal de París de 1985.
De estos eventos se filtraban las ideas desinhibidas procedentes del derrumbe de las fronteras ideológicas, el auge de la información y la ruptura con la visión lineal del progreso. Las orientaciones básicas eran la conversión de los lenguajes pretéritos en emblemas recuperables, así como el solapamiento y la confusión de los tiempos y de los espacios, la hibridación de los recursos fragmentarios, y la recuperación de la afirmación autobiográfica del artista.
El premio obtenido por Ernesto León en la segunda edición del Premio Mendoza consistió en una bolsa de trabajo.


A su regreso de Nueva York, el artista realiza una individual (1985) que marca lo que se denominó "la furia de los ochenta". En esta primera muestra individual logra retumbar el ambiente artístico local, debido a que aborda la figuración y la naturaleza con un sentido de ruptura impetuosa y a través de unos formatos desafiantes por su escala y resolución. De manera casi coincidente con la primera individual de Ernesto León, Carlos Zerpa realizaba una importante muestra individual en el Museo de Bellas Artes, bajo el título Grr. Este artista era conocido por sus Vitrinas y sus perfomance de los setenta, pero ahora aparecía con investigaciones inscritas en la pintura y los ensamblajes, en los cuales mezclaba, con espíritu provocador y satírico, lo agresivo con lo erótico, la ingeniería con lo lúdico, y lo sincrético con lo cotidiano. La presencia de este artista atravesará la década como consecuencia de su prolífica producción y de su beligerante presencia. Pero la referida década también favoreció espacios para otras visiones y artistas. Es importante recordar que, a mediado de los ochenta, se concretaron núcleos que dan algunas pistas acerca de las orientaciones que palpitaron durante el momento. En el Instituto Pedagógico de Caracas se estableció el taller libre de dibujo con el liderazgo de Antonio Lazo y con la participación de Félix Perdomo, Onofre Frías y José Rivas, quienes concretan un estilo apegado a la espontaneidad infantil, al sensualismo matérico y al lirismo heterodoxo. Igualmente, hacia 1986, el Museo de Bellas Artes realiza la exposición Al filo de la modernidad, coordinado por Mariana Figarella. En esa ocasión se reúne a significativos artistas del momento, como: Eugenio Espinoza, Susana Amundaraín, Félix Perdomo y Walter Margulis, entre otros. Tampoco el apogeo de la pintura-pintura sirvió para proscribir las propuestas escultóricas ni para impedir su desarrollo hacia sus posibilidades en el ámbito de las instalaciones. De manera destacada pueden mencionarse aquí las exhibiciones de Harry Abend,
Víctor Valera, María Teresa Torras, Gaudí Esté y Rolando Peña. Harry Abend, desde el propio comienzo de la década se hace presente con una impactante exhibición de instalaciones amparadas en el título de Puertas, ventanas y relieves. Luego cierra la década con Obras recientes en el Museo de Bellas Artes (1989).

Víctor Valera realiza una exposición antológica en el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas, además de una permanente exhibición de sus obras en colectivas e individuales.
María Teresa Torras, por su parte, desarrolla un amplio alfabeto tridimensional amparado bajo las denominaciones de troncos, muros, piedras y hojas. Respecto a Gaudí Esté, se destaca que desde el año 1982, con su exposición en la Galería Minotauro, arrancó un acelerado y afianzado proceso de ensamblajes e instalaciones con una recia personalidad. Y Rolando Peña quien inicia una línea de investigación centrada en el petróleo, la cual pautará la totalidad de su devenir.
Otra franja importante que aflora durante los ochenta es el de la recuperación de las temáticas naturales y locales.
Esta línea de desarrollo había sido incursionada durante los setenta, pero en los ochenta se delimita la aproximación de manera más específica. Recordemos, en este sentido, la exposición La naturaleza y la huella del hombre (1981), en la Sala Mendoza, que contó con la participación de Diego Barboza, Nadia Benatar, Corina Briceño, Ana Luisa Figueredo, Héctor Fuenmayor, Lamis Feldman, Mercedes Elena González, Roberto Obregón, Adrián Pujol, Claudio Perna, Anita Pantin, José Antonio Quintero, Pancho Quilici, Pedro Terán y Alfred Wanemoser, entre otros. Luego, la propia Sala Mendoza, organiza las muestras Arte indígena de Venezuela (1983), tres ediciones bienales de Amazonía (desde 1985 hasta 1990) y Un tesoro americano, escultura precolombina en cuarzo (1988). Además de los artistas ya mencionados, en estas muestras se hacen presente realizaciones de Manuel Quintana Castillo, Luis Lizardo, Gabriel Morera, Miguel Von Dangel y Antonio Moya. La mayoría de estas obras se centraban en reflexiones acerca de nuestra cartografía y de las reservas concentradas en el Amazonas.

Esta línea de indagación geográfica sobre el territorio venezolano tomó cuerpo en el cultivo de un nuevo paisaje, en el cual se destacaron los aportes de Adrián Pujol que exploraba libremente las atmósferas y las perspectivas en formatos abarcadores y ambiciosos. Esa noción del paisaje se expandía hasta sus posibilidades más etéreas en las realizaciones de Luis Lizardo y se haría más sutil y transparente en las acuarelas de Alexis Gorodine. Por su parte, Jorge Pizzani recurriría a horizontes convulsionados por una atmósfera temperamental y por unos espacios atrapados por acentos cromáticos muy expansivos. De una manera más simbólica y menos explícita, se apreciaban los cuadros de Oscar Pellegrino, así como los expresivos dibujos en carboncillo y los brumosos lienzos cromáticos de María Eugenia Arria. La carga fantástica y urbana, así como extraña e innovadora del paisaje sería asumida por Julio Pacheco Rivas. En todo este registro de interpretaciones, anotamos la responsabilidad que asumió Víctor Hugo Irazabal de otorgarle al paisaje una connotación emblemática de profundo arraigo metafórico y de henchida esencia expresiva. Podemos concluir diciendo que, más allá del pico agudo alcanzado por la efervescencia del neoexpresionismo pictórico, la década del ochenta también abrió espacios a otras posibilidades del repertorio estético. El pluralismo, la heterodoxia y la divergencia fueron los patrones de un escenario que permitió validar la sentencia de Salvador Pániker: los radicalismos representan las caricaturas de una época ya caricaturizable.

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