lunes, 19 de noviembre de 2012

APROXIMACIÒN A UN (OS) DÌA (S) [1]

De un día para el estudiante
Luis Barragán


Década y media atrás, frecuentemente sufrimos el espectáculo de los encapuchados que sistemáticamente perturbaron el orden público, excepto los días feriados y sus cercanías. Además de revelar la quiebra y degeneración del movimiento estudiantil, en cuyo nombre se victimizaban tan celosos del más modesto aumento del  transporte público, por ejemplo, gozaban de la inmunidad dispensada por el fenómeno generalizado de la anomia.

Ahora, muchos de los apedreadores urbanos de oficio ejercen el poder y, obviamente, no admiten el menor gesto de disconformidad en las instituciones públicas y privadas de enseñanza, convertido prontamente en una materia exclusiva de la policía política. Además, emulando las viejas gestas, electoralmente minoritarias, pero debidamente amparadas por ese poder, violentamente irrumpen en las casas de estudios a las que niegan el elemental derecho de contar con un presupuesto justo.

Salvo la movilización que produjo el consabido cierre de Radio Caracas TV, precedida de una campaña publicitaria de sensibilización, no la ha habido más con la energía y trascendencia esperadas. Por añadidura, las comunidades universitarias del país rinden un testimonio de miedo e indiferencia que, necesarísimo de reconocerlo, guarda correspondencia con una dirigencia acomodaticia, temerosa y anónima que, a lo sumo, aspira a una cómoda figuración mediática, no importa si efímera aunque suficiente para disfrutar de la celebridad que los momentos deparen.

Es larga, rica y ejemplarizante la historia del activismo estudiantil venezolano que, a nuestro juicio, pasó por diferentes etapas. Una de ellas, la inicial, en el siglo XIX, no sólo incorporándose a la lucha independentista, sino combatiendo las distintas dictaduras de las que posteriormente padecimos, coronada con sucesos como La Delpinada; otra, estacionados en la primera parte del XX, procurando la hazaña generacional, frente al gomezato, la cual derivó en una incontestable modernización política del país con la aparición de los partidos; luego, en la segunda mitad, coadyuvando al derribamiento del perezjimenato que, en los términos de un especialista como Orlando Albornoz, rindió testimonio de la existencia y eficacia de lo que – en propiedad – pudo denominarse como movimiento estudiantil.

Las agitadas faenas y vicisitudes de la década de los sesenta, reportan también un duro combate en los predios liceístas y universitarios, formalizadas las juventudes políticamente organizadas que los atendían y dirimían en una difícil y, varias veces, incomprendida defensa de la democracia ante  quienes la atacaban y justificaban gracias al inmenso oleaje que produjo la revolución cubana. Poco a poco, la política específicamente estudiantil fue deteriorándose hasta que, a mediados de los setenta, nos aprestamos a la reorganización de los centros y federaciones de carácter gremial que, igualmente, sucumbieron, quedando como piezas arqueológicas, entendemos, por obra de las bonanzas dinerarias que festejamos  en todo el territorio nacional, evidentemente exportables con el “ta’baratismo” trastocado en señal de identidad.

En las postrimerías del siglo, anidando las estridencias de la crisis global del rentismo que nos aquejó, hoy apenas represada, el patio estudiantil se hizo escenario de la legítima protesta al lado de otras manifestaciones sinceras y dramáticas de una anomia que permitía enmascarar una vocación totalitaria en nombre de los más cándidos intereses académicos, ambientales, culturales o cualesquiera otra de las índoles acostumbradas. Éstos grupos de un ultraísmo que consolidó otra expresión de la antipolítica, coincidió con el ya viejo reclamo de una extrema neutralidad, quizá patentada por el uslarismo ucevista y ucabista de los sesenta, reforzada por el desprecio hacia los partidos y la política de aquellos que deseaban literal y simplemente manufacturarse como profesionales en serie.

Visitantes de la UCV, a veces, cuando nos dirigimos hacia el  baño de Humanidades, tropezamos en el camino con la puerta del Centro de Estudiantes de Psicología que ostenta una placa con el nombre de Livia Gouverneur. E, independientemente del juicio que nos merezca, recordamos a Antonio García Ponce que, entre otros, nos iluminaron en torno a las circunstancias reales de su muerte, presumiendo cuán honda fue la indignación original que produjo el  homicidio y el bautizo del local: cincuenta años después, el mito sigue intacto.
Abrigamos severas dudas sobre la existencia actual del movimiento estudiantil, aunque reconocemos y nos anima el coraje de los jóvenes que han arriesgado sus vidas y, aún sin sentencia alguna, tienen varios años condenados a una periódica presentación ante los tribunales penales. Empero, conceptual y estratégicamente es poco lo que tienen para encarar la pretensión de imponer sendos consejos estudiantiles, comunalizando el medio, desde el poder establecido que, por cierto, ha burocratizado a sus dirigentes, convirtiéndolos en soldados de un régimen que los maniatará para liquidarlos como legítima manifestación de un espíritu y de un movimiento cívico: ¿ocurrió algo diferente en Cuba?

Puede decirse que la historia del movimiento estudiantil venezolano es también la de sus instituciones de representación y participación, alcanzadas en más de un siglo de perseverancia ante el poder. La terca osadía gubernamental trepa sobre las raquíticamente sobrevivientes expresiones del movimiento estudiantil, las que no pueden auxiliar debidamente los partidos democráticos también supervivientes, aventajada por la ya aludida resignación de quienes caminan hacia el cadalzo, dejándose quitar hasta fechas emblemáticas como la del Día del Estudiante.

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