miércoles, 28 de noviembre de 2012

NOTICIERO RETROSPECTIVO


- Leonardo Montiel Ortega. "¿Necesitamos la Reynolds?". La Esfera, Caracas, 02 y 04/03/60.
- Domingo Alberto Rangel. "La Siderúrgica de Puerto Cabello". El Universal, Caracas, 21/05/70.
- "Intimidades políticas de Américo Martín". Intimidades, Caracas, nr. 3 del 19/08/78.
- Jorge Olavarría. "Con el poder de tu voz: La sombra de  Betancourt". El Nacional, Caracas, 30/07/87.
- Ramón Guillermo Aveledo. "¿Te acuerdas de 'Los Beatles'?". El Impulso, Barquisimeto, 03/01/81.

Fotografía: "Don Rómulo Betancourt, Presidente de la Junta Revolucionara de Gobierno, regresa a Miraflores, después de su primera salida", escribe Alberto Brun. En la gráfica, junto a Ricardo Monilla (Presidente de Guárico) y Adolfo Pinto Salinas (miembro de Acción Democrática). Élite, Caracas, nr. 1047 del 27/10/45.

PREVISIÓN (1)

Revista de Estudios Literarios


(del lat. speculum): espejo. Nombre aplicado
en la Edad Media a ciertas obras de carácter
didáctico, moral, ascético o científico.
 
"Espéculo"( http://www.ucm.es/info/especulo/) tiene más de un año desactualizada en línea, por lo menos, en los ventanales abiertos. Meritorio repertorio digital de reseñas y estudios literarios, después constituyó un motivo de lectura frecuente, junto a la desaparecida revista en línea "Etcétera" de México, y las por entonces abiertas "Metapolítica" y "Revista Electrónica de Derecho Informático", entre finales de los noventa y principios de los recientes diez.

Tomamos la previsión de archivar digitalmente los textos que tuvo a bien publicarnos la revista de la Complutense, porque nunca se sabe. Hay cierta nostalgia respecto a tamaños ejercicios debidamente arbitrados. Y, como puede apreciarse, cuyo prestigio prontamente generaba una multiplicación en la red de redes para llamar poderosamente la atención sobre el incansable acopio de datos que sendos centros académicos testimoniaban.

 Disculpen la inelegancia de algunos comentarios sobre los trabajos "recuperados". La nota gastronómica, originalmente fue publicada en el extinto diario caraqueño "Economía Hoy" hacia 1999, y - a falta de texto en su momento - luego por el igualmente extinto "El Globo"; hicimos algunos ajustes para darle nuevo título a una suerte de ensayo que fue fruto de una compilación de recetas de cocina de la vieja prensa, por 1991. La ventana de Somoza, resultó de la enfebrecida lectura de sus novelas, recomendadas por Pedro Pérez cuando dirigía la librería "Macondo" del Centro Comercial Chacaíto; corrió con suerte este trabajo que permitió evacuar cierta literatura cinematográfica en casa, aunque no así otro más extenso que - simplemente - no apareció, rechazado; ahora, nos percatamos de un justo comentario crítico en la red, por la confusa redacción, luego más clara al entrar en la materia; el tiempo decanta reseñas en la web, desapareciendo rápido lo meramente instantáneo, sobreviviendo muy quizá lo valioso; si mal no recordamos, finalmente articulamos las notas durante el largo feriado de una Semana Santa, distrayéndonos como no lo era ni es posible en las pobladas carreteras y autopistas con motivo de las otras vacaciones que le conceden identidad al venezolano. La fiesta de Vargas LLosa, originalmente la destinamos a "Economía Hoy" y, después, a "Letralia", pero nos pareció válida para un medio de mayor alcace como el madrileño; por cierto, la lectura del chivato generó largas notas que quisimos convertir en una suerte de ensayo "politológico", pero faltando un motivo a la mano, redactamos la cuartilla para la prensa y así quedó, como olvidados las extensas conjeturas que provocó. La novela "musicográfica" de Balza, adquirida con entusiasmo a salir al mercado con nuestro primer sueldo (!Bs. 20,oo!), no resistió una segunda o tercera lectura; por cierto, en las vacaciones de una semana de 2004, en la playa que desde entonces no visitamos, combatimos el tedio visitando la biblioteca del pueblo y tomando notas; semanas después, estuvimos indagando más y resultó en un modesto ensayo redactado finalmente a prisa, en la soledad dominical de la oficina en doss ocasiones; valga acotar que, al no querer "condenar" a José Balza, hicimos otras notas de reivindicación del autor (que, en realidad, fue de nuestra humilde afición literaria), destinadas a "Espéculo": junto a otro trabajo, llegó tarde, pues, la revista digital, ya había quedado bajo parálisis. Olvidábamos, prestamos una interesadísima atención a la otrora primera entrega de las memorias de El Gabo; quizá estuvo en casa, pues debió relacionarse con nuestro padre en su estancia caraqueña....

Nos da pereza revisar el presente texto, siendo ya tarde. Cuaderno también de bitácora, de no colapsar blogspot, lo tendremos a la mano al igual que los más viejos.

LB

PREVISIÓN (2)





La noticia gastronómica o el paladar petrolero
Luis Barragán

luisbarragan@cantv.net
Centro de Investigaciones y Estudios Latinoamericanos (CIELA)

                                                                                                                A avialores

La dura competencia de la televisión comercial ha abierto distintos derroteros a la cocina para asombro de quienes, incluso, la creían vedada a la ciencia y tecnología de entretenimiento. Maestros reales e imaginarios intentan transmitir los secretos, sabores, olores y colores de platos escondidos por mucho tiempo a las masas exhaustas de la cocina prefabricada e instantánea que puebla las calles y avenidas del globo terráneo. No obstante, puede aseverarse que la industrialización de las hornillas como acto recreativo, tiene sólidos antecedentes en los medios impresos que, décadas atrás, posiblemente no adivinaron cuán lejos llegaría en el territorio audiovisual.

Al hurgar la vieja hemerografía venezolana, en la búsqueda de datos que nos permitieran concretar ciertos acontecimientos políticos, fue inevitable dar un vistazo a los recetarios que asomaban e interpretaban un cambio de época. E inadvertidamente, apuntamos las características de una cocina de divulgación pocas veces suscrita por un autor o el manejo de un lenguaje raramente poético al que le preocupaba la traducción de términos franceses o anglosajones, tomando también una muestra de valor sociológico en la medida que retrataba una transformación de estilos y expectativas muy acordes con las ya añejas bonanzas dinerarias de un país dependiente de la renta petrolera.

Las revistas presuntamente destinadas a la mujer, por ejemplo, planteaban un modelo subyacente de la relación de pareja o la administración del hogar, atreviéndose al tratamiento de temas considerados como serios que podrían ayudar a la distinción social. Una suerte de frivolización del momento histórico, nos avisa de secciones empeñadas en el lucido tratamiento de un tema adecuado a un acto de festividad, como la nacionalización de la industria del petróleo, bajo el significativo título “No se quede callada” (Variedades: 10/02/75, Nr. 550); “para no aburrir al marido” con “cuentos de vecinas o pañales de bebé”, sugería a algún novelista o poeta; (Ellas, 01/69, Nr. 111); o en el grotesco experimento de “pensamientos”, se deslizaba aquello de “familia con buena comida permanece unida” (Páginas, 18/04/67, Nr. 635).

La cocina fue ganando espacios en medios no especializados en ella, siendo útiles los recetarios para promover productos, artefactos y servicios, así sacrificara el modo de preparación enunciando apenas los ingredientes, como fue el caso de unos champiñones a la griega (Variedades, 09/04/70, nr. 379). A veces, esos recetarios no aparecían (Páginas, 22/04/69, Nr. 740; Variedades, 02/08/71, Nr. 416; o Momento, 10/10/71), imaginando las dificultades en la venta de los espacios publicitarios.

Ejercicio de precisión, por lo que respecta a una muestra de las revistas que por entonces circulaban en Venezuela, adivinamos en la literatura gastronómica un curioso antecedente del actual y muy rentable apogeo audiovisual de la cocina que, igualmente, facilita la familiarización con autores complementariamente editados, difundiendo valores y estilos de placer en sociedades que los ansían, independientemente de sus niveles de desarrollo económico. La infopista facilita la promoción de escritores, cronistas y fabricantes de recetas, con tópicos que muy bien pueden atrapar la atención de poetas, cuentistas y novelistas en la dura faena de actualización de los referentes y de materiales culinarios se hicieron obras muy afamadas, siendo “Como agua para chocolate” de Laura Esquivel una de las más conocidas, o motivando ensayos que convocan a una docente de física y química y a otra de lengua castellana y literatura, sobre la nueva cocina en la novela picaresca (http://www.jimena.com/cocina/apartados/picaresca.ht
m)

¿Recetas de autor?

Nos preguntamos si se tratan de recetas de autor o de simple y abierta divulgación. Es de suponer la existencia de un “laboratorio” de recolección y procesamiento que no generaba lo que puede llamarse el pensamiento gastronómico. En la muestra aparecen nombres eventuales como Mary Pinto y Gustavo H. Machado. Profesionalmente publican Ana Dolores Gómez Kemp, coherente y constante; Silvia Beltrons, ¿desde Miami?; Angela Molina, que transita de “Momento” a “Variedades”; “Las Morochas” (Carmen y Berta), muy didácticas, sin mucho afán de promoción comercial e, incluso, cumplidoras, pues honraban sus promesas de futuras recetas a través de su popular programa de televisión; compiladoras como Mariapáez Ibarra. A veces surgían nombres famosos como Dolores Alonso, Mapie Toulousse Lautrec o El Ali - Bab.

Para los que escasamente conocemos la materia, podemos estimar que las recetas básicas no ameritaban de un autor. Por tales recetas, entendemos las que versan en torno a un procedimiento simple como es el de freir en mantequilla, desmenuzar, aprovechar el caldo o arribar a un sandwich de bistec y ensalada de frutas (Momento, 30/04/73 y 08/07/73). Hay un renglón “standard” cuyos matices son los que autorizan acaso a un “registro de autor”: aspic, bibelot, brule, chupe, tarcarí, fiambre, timbal, scallopini. Y tenemos, en contraste con otros procedimientos más complicados que se emparentan con toda una técnica que arroje sabores, el consomé colado en paño húmedo; la sustitución del polvo de natilla por mantequilla en las Manzanas Estefanía; las dos horas de preparación del Orange Martini; el goteo sobre la superficie de la Jalea de Manzanas y Tomates (Páginas, 18/04/67, 25/12/82, 03/09/68 y 25/06/69 respectivamente) o, lo que a mí me sorprendió, un helado que lleva sal (Bohemia, 03/09/67, Nr. 231). Por supuesto, es notoria la diferencia de una crema de tomates (Páginas,. 06/09/75, Nr. 1073), en relación a la lograda por Armando Scanonne.

¿La literatura gastronómica?

No pretendimos encontrar extraordinarias piezas descriptivas referentes a la cocina, pero llama la atención un conjunto de versiones sobre los verbos más empleados para deleite y desafío de Alexis Márquez Rodríguez. Citemos a modo de ejemplo: polvorear, polvorar, expolvorear, empolvorear; agregar, añadir, adicionar; flamear, flambear; freir, fritar; levar; marinar, marinear; glasear; cernir, cerner; confitar; cocer, cocinar; desleir. Sinónimos son: batir, licuar; biscuit, panecillos pequeños; judías, habichuelas; marshmallows, carlotas. Detengámosnos un poco en términos foráneos o inhabituales, pues, unas veces se escribe crepas (Variedades, 24/05/71, Nr. 406), crépes (Páginas, 16/02/74, Nr. 992) y crepés (Variedades, 20/09/71, Nr. 421); spaghetti (Páginas, 25/10/69, Nr. 767), spaguetis (Variedades, 02/04/70, Nr. 348), spaguettis (Variedades, 14/06/71, Nr. 409); strudel (Variedades, 16/10/68, Nr. 324), estrudel (Variedades, 04/02/74, Nr. 498). Usualmente se duda entre maicena y maizina; mercocha y melcocha; salcochar y sancochar; fois-gras y fois-grass; aliñar, adobar, aderezar, condimentar, sazonar. Mencionemos también: sopa, crema, hervido, potaje. En Ana Teresa Cifuentes, el potaje a la juliana es diferente a la sopa del mismo nombre (“La perfecta ama de casa”, Seleven, tomo I, p. 72). Y no es fácil aceptar una salsa para melocotones (Páginas, 17/04/71, Nr. 844), cuando la creemos propia de las comidas saladas.

Es notoria la presencia de una tecnología que no lograba traducirse en la cocina venezolana al principiar los sesenta. No había la “picadora” o el “microondas”, aunque no lo crean las recientes generaciones asi como tampoco dibujan la inexistencia del cassette para grabar instantáneamente o del refresco en lata. Por aquellos años hubo denominaciones muy inseguras: unas veces se dice “papel de estaño”, “papel plateado” y sólo más tarde aparecerá el “papel de aluminio”. Se habló del “heavy duty aluminun foil” y del papel de aluminio laminado (Vanidades Continental, 15/05/63, Nr. 10). La industria y la publicidad van domesticando el argot.

La “lata” o “latica” sustituye como medida a la feudal o preindustrial “raja”, aunque sigue hablándose de “manojito”, “pizca”, “cabo”. La cucharada “sopera” y la “taza” se impone y, en menor proporción, expresiones como “vaso” o “copita”.

A mi modo de ver, hay expresiones que transmiten la atmósfera del plato: cocedura, guarnición, picoso. Es menos frecuente leer “hágales una cavidad bastante profunda” a las papas (Variedades, 06/02/69, Nr. 288) o “perfumar con ron” (Páginas, 03/09/68, Nr. 707). Y nombres poéticos como “huevos prisioneros” (Variedades, 22/08/77, Nr. 681).

¿Periodismo gastronómico?

Al parecer, la sola transcripción de los recetarios no bastaba en un momento determinado. Se evidencia una tendencia a entrevistar a los cocineros de los restaurantes más afamados, como el de “El Dragón Verde” (Variedades, 12/07/71, Nr. 413), aunque culminaban en una pequeña y “exclusiva” receta que aliviara a los que no podía sufragar un plato en el distinguido lugar. No había una exploración convincente del personaje y de sus secretos culinarios, sino un toque muy superficial en el que cabía un interviú con el “cheff” Alfredo de la Sota y un comentario de Luis Alvarez Marcano sobre “La Vía Láctea” de Buñuel, (Variedades, 30/10/69, Nr. 326). O, sencillamente, el juego de fotografías de un personaje famoso apuntaba a una receta sin revelar autoría alguna (Variedades, 24/09/71).

A principios de los sesenta, la sección de cocina pasó a ser un relleno inevitable en las revistas destinadas a la clase media, las que podían incurrir en un gasto prohibitivo para los sectores populares. La publicidad directa o indirecta hizo del recóndito “secreto de la abuela”, la mejor oportunidad para promover los aliños industriales en sustitución de los “artesanales” y se ven marcas como la leche “Tip-Top”, “Nido”, “Reina del Campo”, huevos “La Lagunita” o zanahorias “Libby’s”, junto a marcas como “Maggi”. Entidades como el “Centro de Educación Doméstica” , unas veces con el respaldo de “Indulac” y otras de “Maggi”, suscriben la receta. Obviamente, es difícil evitar las repeticiones, como la de los huevos a la francesa (Ellas, 31/12/73 y Variedades, 24/09/73), la francachela de spaguetti (Variedades, 31/12/69; Páginas, 17/04/71; Ellas, 05/12/73), o la sopa de papas (Momento, 19/12/71; 23/01/72 y 25/06/72).

En cuanto a la fotografía gastronómica, en su mayoría son anónimas y comunes, sin que se note el barniz que cubre los alimentos de acuerdo a las técnicas de estilo. No obstante, llaman la atención piezas como la del “cake”, la cucharilla y la tetera, con un retrato al fondo que es una reproducción apenas diferente del motivo principal (Bohemia, 19/02/67), o la del “Molde de gelatina de carne y verduras”, firmada por Michelle Cioffari (Variedades, 25/03/74 y 10/06/74).

¿La cocina portátil?

La cocina es un fenómeno de los cinco sentidos. El restaurant o la tagüara. Como cocinero o comensal. El “güelefrito” de hace muchas décadas o las invocaciones de las sopas “Campbell’s” de Warhol. En los noventa, los programas de televisión probablemente no registran las huellas del auge de los sesenta.

Se ha impuesto la prisa gastronómica. No otra cosa que la “delegación” hacia fórmulas portátiles. Las hamburguesas industriales, con toda su ambientación, sustituyen las tradicionales y encarecidas arepas rellenas. Se levanta una maquinaria que masifica el gusto con recetas “patentadas”, a lo mejor fáciles de preparar y habrá quien diga de digerir a pesar de los ingredientes artificiales. Partimos de la obesidad ahora desprestigiada cuando antes era señal de prosperidad y poder en un país que no soñaba siquiera con la orimulsión. El furor de las dietas, consideradas la del atleta, la erótica, Scardale, la de la aeromoza y la “oficial” del Departamento de Agricultura del Canadá a propósito del pavo relleno ( Vanidades Continental, 01/01/66). Muchos años después aparecerá la del desecho de los frutos, una exquisitez en los alrededores del 27 de Febrero de 1989, gracias a la campaña de la Oficina Central de Información en las inmediaciones de aquella explosión social.

A las puertas de la Venezuela dineraria fue común manejar la distinción del plato o de uno de sus ingredientes. El pato a la naranja era una de “las gotas de oro” de la cocina (Momento, 20/02/72, Nr. 814) o las panquecas rellenas de “fois-grass” recibían la jerarquía de un plato “popof” (Variedades, 01/02/71, Nr. 391). Los ingredientes costosísimos, importados y de raro nombre, darán la pauta. Increpaban: “O sea que la distinción se mide ahora por la boca. ¿Qué eso a usted no le importa?” , para acotar seguídamente que nada más “in” que un té “muy complicado” porque es el que se sirve en exclusivos círculos sociales (Vanidades Continental, 02/10/73).

No hay una espontaneidad de gustos y procederes, con claras sospechas de la experiencia y del secreto. Sólo confusión del paladar y lo “refinado”, horrible palabra sobreviviente, se asoma en la mecánica composición o decoración de la mesa, si es el caso para los que no gustan del empaque y el llamado por altavoces para retirar la bandeja. Una tradición de las distancias pintada en la casi algebraica disposición de platos y cubiertos, cosificando el acto de comer. Muy distinto a una estética, a una plasticidad que puede ser, ¿por qué no?, expresionista, impresionista, cubista o constructivista al proponer los alimentos en la mesa.

© Luis Barragán 2005
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid

El URL de este documento es http://www.ucm.es/info/especulo/numero29/notigast.html

Cfr.
http://www.wikilearning.com/articulo/la_noticia_gastronomica_o_el_paladar_petrolero/18817
http://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=1110156
http://bddoc.csic.es:8080/detalles.html?id=591489&bd=ALAT&tabla=docu
http://www.recolecta.net/buscador/single_page.jsp?id=oai:dialnet.unirioja.es:ART0000037399
http://www.latindex.ppl.unam.mx/index.php/browse/index/1?sortOrderId=1&recordsPage=5704
http://www.americanismo.es/busqueda-articulo-1569.html
https://pipl.com/directory/name/Spinak/100/
http://bibliotheques.univ-toulouse.fr/archipelplus/recherche?author=Jim%C3%A9nez%2C%20Luis
http://3lib.org/amf/3lib/base/DialNet/000176.amf.xml
http://www.wikilearning.com/articulos/comunicacion/categoria/14-23
http://diferencia.qinono.com.es/paladar-notar%C3%A1-diferencia-el-men%C3%BA.htm

PREVISIÓN (3)


“La ventana pintada” de José Carlos Somoza o el plagio de una razón anacrónica
Luis Barragán J.

Luisbarragan@cantv.net
Centro de Investigaciones y Estudios Latinoamericanos (CIELA)
Venezuela

“La ventana pintada” (LVP) de José Carlos Somoza, acreedora del premio Café Guijón de 1998, puede ofrecerse como un curso intensivo de cine que, en las letras tempranas de Alejo Carpentier, demandaba interpretación en atención al ritmo, la fotografía, la intensidad, la técnica (Carpentier, VIII: 355). Llevarla a la pantalla misma, a entera satisfacción y convicción del autor, será sin dudas un reto interesante, porque cuenta con el suficiente andamiaje literario para treparla, aunque los reconocimientos consecutivos puedan levantar algunas sospechas: “... novelas, guiones y piezas teatrales estratégicamente premiadas” (Pottecher).

El modesto, pero sólido, edificio ofrece muchas de sus paredes para el disfrute de un haz de luces,exprimida la oscuridad, versionando la vida misma, permitiéndonos indagar, además, en la perspectiva ofrecida por otro cubano de tinta prestigiosa, como Guillermo Cabrera Infante. Y, añadiríamos, el atrevimiento lumínico y de bullicioso silencio de Somoza, relanzado Charles Chaplin, apunta a una peligrosa, inédita y probable adicción para una contemporaneidad fría e indolente ante la existencia y el drama humanos.

Así en la literatura como en el cine


Javier Verdaguer Vélez, el protagonista a medio camino hacia la cincuentena de edad, es el pretexto para radicalizar la confusión entre la realidad y la virtualidad, aunque las figuras supuestamente secundarias digan no autorizarla, como Alfred, Gemma y Lázaro o Javi, Andrea y Roberto. La luz y la oscuridad aparecen como piezas de artillería para fundir angustias, ansiedades y preocupaciones, diezmada a la postre alguna noción de veracidad que pudiera percibir el protagonista devenido espectador pertinaz y, luego, cineasta de sí mismo.

Importa la vida virtual tomada por real, en los capítulos impares, convertida la vida real en virtual, según los pares. Treinta y siete capítulos sintetizan lo que es una vida fílmica, en la era prestigiosa de los productos y servicios tecnológicos, acaso expuestos como guiones que aspiran a la exactitud de un cronómetro, sacrificando voluntariamente la densidad que pudiese reclamar la tradición narrativa en aras del presupuesto imaginario de un productor indeterminado. Dos clases de vida oferta el cine: “...La que se desarrolla en la pantalla la llamamos ficticia; la del patio de butacas, real. Pero todo depende de la dirección de la luz y de nuestra mirada”, convencido el personaje, “si aquello que llamamos vida real se iumina como una pantalla blanca y nosotros la contempláramos sentados a oscuras desde la ficción, invertiríamos la categoría" (LVP: 216).

Inevitable, el cineasta Verdaguer tiene por refugio un templo. Ascendió las gradas finales de una escalera en la que, intentando moldear a otros cinéfilos que fueron sus pares, se antoja como un realizador que encuentra la oportuna inspiración en la arquitectura sobreviviente, a lo mejor desaseada y adecuadamente nombrada de una filmoteca - “Soledad”- que, seguramente, supo de una antiquísima época de esplendor comercial, lastimándose luego con las proyecciones pornográficas hasta sobrevivir gracias una exigente clientela, eficaz y furtivamente mercadeada.

Encuadre literario

La historia real, cotidiana u ordinaria, está subvertida por la ficción e, incluso, en lugar de penetrar fehacientemente en las pesadillas del joven Alfred, tentación para el novelista que ha sucedido inmediata y profesionalmente al psiquiátra, el protagonista intenta reconstruir la propia, según los datos que asimila y administra, tratándose de la venidera muerte de su hijo o de las alucinaciones extremas de Lázaro. Hay una pasión shakespereana que, rindiendo tributo a Orson Welles, descubridor de fisuras en el carácter de las figuras más poderosas (Cabrera Infante: 229), la ensaya en la pretendida y agradecida fortaleza de un prototipo de la clase media española.

La obra pudiera parecer una compilación de cortometrajes, salvando las escenas de los personajes trastocados en actores, pero es el peso del montaje novelístico el que le concede la necesaria coherencia para que los contrastes de luz y oscuridad, vida y muerte, no aneguen unas paredes, dejando intactas otras. Empero, la evocación o la sugerencia inherente a toda novela, a veces resulta traicionada por la argumentación ordenada, semejante a la del tesista que -interesado en el cine o en la filosofía- puede quedarse en el sótano, hurgando la posibilidad frustrada de un plano alterno o el consabido drama existencial que aqueja al reparto.

“Aura” de Carlos Fuentes, sin decirse ni hacerse cine, igualmente constituye una obra maestra del género, cuya ausencia es notoria en el catálogo de Verdaguer. Ausencia que no resulta del todo compensada por la ensayística de Somoza que se cuela, fijando posturas, como si recogiese una escuela o tradición que -adivinamos- está regentada por Carpentier y Cabrera Infante, a pesar de la estadía de todos los años de Somoza en España.

Verdaguer desea tantos milímetros para el expectante, como para el espectador, interfiriendo - en off - el novelista para recordarle que ambos términos tiene una misma raíz latina (LVP: 61). El protagonista se resiste a esas interferencias de autoridad, la del guionista deseoso de aparecer en el film, ejerciendo de simpático presentador televisivo: “...no se depriman, que ahora viene lo bueno”, por ejemplo (LVP: 197). González Trabanco reclamará tal (es) ocurrencia (s), sustrayendo repentinamente al lector de ciertas y muy logradas intensidades, como la del capítulo 22, pero -diciéndose y haciéndose cine- Verdaguer asume conscientemente su rol de director: “Descubrí que las distancias, las formas y los movimientos dependían exclusivamente de los ojos” e, incursionando en el misterio del Lázaro que no tardará en revivir, se sentió “viviendo en mis ojos” (ibidem: 272), para poblarlo de significaciones. Y, recuperado el espacio de Somoza, éste consigna los párrafos que salvan la autonomía del género novelístico, difíciles de llevar a un estudio de filmación, como aquello del viejo parecido a Borges, el pelo que moldea la cabeza, la rabia que seca la cabellera y la identificación “Efe, be, i” (ibidem: 76, 77 y 114).

La distinción es entre el ojo, la cámara, el que la dirige, y el escritor, el tintero, el tecladista, aunque Verdaguer -interfiriendo de nuevo y casi teológicamente Somoza- demande la necesidad de un narrador, “un narrador detrás de mis ojos, que me cuente a mi hijo” (LVP: 111), como puede pedir con otros acontecimientos de su vida. En el siguiente párrafo, privilegia la ficción, la virtualidad que construye mejor que la realidad, ofreciendo otras secuencias que abandonan al escritor en sus aspiraciones ensayísticas.

No hay mejor manera de ejercitar la afición que yendo al cine, aceptado el consejo con un guiño en la mirada del gerente de la Filmoteca que sólo la escena hizo tal, porque no existió, reinando el código del silencio (LVP: 39 s.). Este explica que alguien avanzara “como si se dirigiera a un destino irremediable”, mientras que otro (a) intentara “remediarlo de alguna forma” o que llorase con arrepentimiento (ibidem: 53, 63, 70). No obstante, firmemente asido al guión, “no reacciono, porque no me lo esperaba y no tenía prevista ningna reacción” o “no puede entrar, porque el ascensor está lleno, y tampoco pretende hacerlo” (ibidem: 65, 159), delimitado el código (fílmico).

(De) limitación que es la del novelista que no puede intentar el cine hipertextual, como ocurre con “Corre, Lola, corre” de Tom Tykwer (1998: “Lola Rennt”), planteando desenlaces distintos a la trama inicial, a menos que supere el intenso uso de la técnica cinematográfica de la literatura de los últimos años, ya consagrada. Y, por ello, brindando una didáctica del cine, apela inexorablemente a sus procedimientos, temeroso de mezclar en demasía las aguas.

El protagonista tiene un vasto entrenamiento a la hora de contemplar la ventana rectángular desde su butaca (LVP: 194), ya zurcidos los más elementales ángulos de cámara. Noticia frecuente, el director fingido de espectador, tiene por manía la de cerrar y abrir los ojos en menos de un segundo cuando incursiona en un recinto y -acaso- una situación tomada por solemne, cuando no los cierra y abre seguida e incansablemente, reminiscente de viejos ejercicios, para abordar el mundo y lo que lo rodea a través del fotograma.

La descripción y la conclusión que suscitan los pasillos del hospital (LVP: 143), pertenecen al observador de un espacio digno de selección para el futuro encuadre. La discusión con Andrea, llena de reproches, parece la más adecuada para un flash-back, aunque ya había sugerido un cambio de plano al abrazarla y escucharla (ibidem: 66 s.), quizá anhelando complicar la técnica para alcanzar una atmósfera de pesadilla, como Ingmar Bergman en “Secretos de mujeres” o “Kvinnors väntan” (Cabrera Infante:89).

Los jóvenes Alfred y Gemma poseen todo el movimiento y el silencio, siendo “un pensamiento extraño, y (que) no sabía qué podía significar” (LVP: 81), en lo que asumimos como una fantasía del travelling que evidencia las distancias de la edad, más allá del rock como estereotipo (ibidem: 128 ss.). Específicamente, los gestos de Alfred le parecen fascinantes, "dignos de ser observados con detenimiento" (ibiem: 79), aún no siendo extraordinarios: el desplazamiento de la cámara ha de conciliarse con un close-up contundente, éste último haya ocasionado una vieja mofa conservadora que impelía a un “desarrollo pragmático” (Montagu: 111 y 113).

Inadvertido, somos rehenes de una mirada que se ha hecho prolongadamente convencional. Las series anglosajones ejercen una dictadura para el paisaje y los paisajistas que va más allá de las naturales asociaciones con los personajes y situaciones que ofrece.

Luce normal la identificación de la vestimenta de una muchacha con Peter Pan (LVP: 132), pero la archivación de una imagen de la “única forma posible”, no otra que “cerrando los ojos con la sensación de cerrar un joyero” (ibidem: 201), puede ilustrar el severo diagnóstico que haría el psiquiátra -antecesor del novelista- en las parrafadas finales. O, al menos, el diagnóstico sobreentendido de un conocedor del cine y de la cinefilia que tampoco se excede en detalles, pues intenta convertir las páginas en celuloide con un sentido del ahorro que es inventario de metraje, escapando de una ponencia o tesis profesional o académica.

La precisión del metraje

Cabrera Infante observa por 1958, a propósito de “Sombras del mal” (“Touch of Evil”) de Orson Welles, que Chaplin filmaba demasiado para quedarse con muy poco, coligiendo que lo importante “no es qué poner, sino qué no poner” (Cabrera Infante: 228). Pudo Somoza recurrir al fichero de sus pacientes, complicar o novelar íntegramente a Verdaguer, pero insistió en filmarlo con la página impresa, novelándolo parcialmente en riña con un guión de cine, por lo que -agregando una nueva complejidad- narra las incidencias administrando magníficamente la densidad de un material que pudo desbordarlo o anegarlo.

¿LVP necesitaba lirismo porque el tema es sutil, como afirmó el autor?. Entonces, ¿qué entender por lirismo?, pues los paternales sentimientos que despierta su hijo, Javi, o la preocupación que ocasiona el joven Alfred llevan la carga del instinto natural -aunque enfermo- o de la resistencia a una cultura urbana de la indiferencia por los otros, de la que se despoja al observar los movimientos de la pareja, entre la luz y la oscuridad de la sala, que bien pudieran remitirnos respectivamente a un drama irresuelto de la infancia o a un atrevimiento erótico: “De todas fomas, nunca he renunciado a intentar embellecer mi literatura, sea cual sea la escena que describa”, ha referido Somoza (González Trabanco).

Actualmente, se observa una tímida tendencia del público por conocer el metraje restante e inédito de las películas harto conocidas o clásicas, como “Lo que el viento se llevó” de Víctor Fleming (“Gone with the wind”, 1939). La labor luce más fácil en el campo de la escritura, pues, suponemos, que la mucha de la tinta que voluntariamente quedó en el frasco con LVP, la recogen publicaciones posteriores o, con seguridad, la harán las obras completas, definitivas y postreras de Somoza.

Carpentier diferenció entre la cinematografía de excepción, de vanguardia, de estética avanzada, producciones puras con finalidades artísticas, abstracta, sonora, frente a la producción comercial en serie, de explotación intensiva. Advertía, en 1928, que saber de películas significaba un esfuerzo semejante al de la literatura, yendo más allá de la aventura de sus personajes, rindiendo tributo a los elementos de análisis psicológico, la observación, la cenestesia, la poesía, el ritmo, el interés pictórico, para señalar que Chaplin -conjugando los géneros- logró una vasta “novela cinematográfica”, en la que -además- es heroico sin poseer valor, digno pero encanallado por la vida, víctima de un ladrillazo cuando ha querido ser brillante, admirado, amado (Carpentier, VIII: 339 y 348).

La precisión de Somoza, puede aseverarse, está orientada a lograr una suerte de “film novelístico” que rompa o intente romper con la versiones conocidas de y sobre Chaplin, aunque -aportados los recursos propios de la narrativa- Verdaguer encuentra algo de coraje para inventarse una película hecha de azares (búsqueda y hallazgo de una Filmoteca, intromisión en la vida de los jóvenes como pudo hacerlo en la de los más viejos, como el sujeto parecido a Borges), mientras consigue hacer y relegar la otra película, la de sí mismo y su seres queridos. El comediante inglés, por siempre en la pantalla, quizá con el desarrollo de los hologramas y otros artificios técnicos, será el que observe -con pretensiones de demiurgo- a sus espectadores, invirtiendo una relación que -de algún modo- intuirá Gemma, la ya obstinada novia de Alfred.

La prudencia de Somoza permite reivindicar al comediante inglés en la existencia ordinaria de sus imitadores, quienes también encuentran cupo en las paredes del edificio. Chaplin luce como un humorista mecánico - paradójicamente repetitivo, a menos que los anales sorteen un material inédito, económicamente atractivo y consecuente- que se convierte en opción para enfrentar al mundo deshumanizado, sórdido y cosificado, y, particularmente, al cine convencional, fácil, taquillero, de efectos especiales que no contribuyen a un lenguaje innovador. Vale decir, objeto de una búsqueda retrospectiva de la vanguardia que hoy brilla por su ausencia, cuando la postmodernidad ha ultimado un dato que cautivó a larguísimas generaciones: el progreso. Una protesta y reivindicación del autor que alerta lo mucho que puede aprender el cine de la novela, así sea contraria la impresión, aunque ambos géneros sepan de una crisis semejante.

Templarios del cine

La complicidad del cine conoce los extremos de una sociedad secreta, a la cual se accede mediante la ingeniosa pesquisa del protagonista so pretexto de la fotografía. Chaplin es el puente de tránsito y llegada que, por cierto, ha sabido de las muchas aguas que corren bajo sus pies, tomado antes por un peligroso comunista, herencia del franquismo extinguido, o un burgués, reproche que anidó en la cátedra universitaria del otro lado del mundo, en los años sesenta, para reencontrarse con el artísta que siempre fue, iluminado por Carpentier y Cabrera Infante.

El cine mudo no es el preferido por Verdaguer, por sus “imágenes a veces (...) defectuosas”, cuando a él le gusta distinguir bien lo que mira, aunque es tema ineludible aún en la sencilla conversación de indagación sobre la Filmoteca Soledad (LVP: 51, 98). Empero, tratándose de Chaplin y -precisamente- de “La quimera del oro” de 1925 (“The gold rush”), terraza indispensable de la novela para airear sus dos vidas o películas, tendrá que reconocer, como señaló Cabrera Infante, por 1957, que el film es una clave insustituíble, “quizá la más perfecta de sus cintas silentes” con su “trepidante parodia” (Cabrera Infante: 130). Además, “la visión de todo lo que le rodeaba y de él mismo me hizo pensar de repente ago misterioso: que Alfred quería una escena en blanco y negro” (ibidem: 116) yla mudez o el silencio alcanzará niveles de complicidad, como si no quisiese que los vecinos se enteraran de los acontecimientos.

Chaplin es el código más cercano a un Verdaguer que desecha el cine comercial de los días que corren, acaso porque los especialistas señalan que no necesitó de encuadres excepcionales o efectos especiales, aunque la monotonía de las secuencias de campo y contracampo, y todo el montaje, difiere y se opone a las teorías y prácticas de los grandes directores soviéticos que sirvieron de útil referencia a una escuela política e ideológica. O, a la inversa, porque la adicción le ha permitido descubrir lo excepcional en medio de una ya acostumbrada y extendida decadencia de lo moderno. A lo mejor podemos decir del protagonista como devoto del cine comercial de días más viejos que fija su atención en la “escasa pureza cinematográfica” del inglés, cuya fotografía es algo descuidada, las transparencias anticuadas, simples las leyendas, escasas las panorámicas y -valga la nota- los travellings, aunque -curiosamente- esos expertos lo ubiquen entre los grandes creadores, a la par de Eisenstein (Aristarco: 155 y 499).

Nudismo chaplinesco

La contradicción es inherente a Chaplin, como frecuentemente ocurre con el hombre ordinario que refleja. Su prestigio ha dependido más del alcance de la conflictividad e inevitable significación política que genera, rasgándoles sus vestiduras por décadas sucesivas.

Por una parte, sin que LVP registre la impronta de una conflagración civil ya demasiado distante, el comediante fue objeto de censura en el inmediato franquismo, destacando que el macartismo o la célebre cacería de brujas, propia de la guerra fría, lo asedió tenazmente. Citemos que la Jefatura Nacional de Prensa de Madrid prohibió, en 1940, junto a otros, citar su nombre en anuncios, propagandas, carteles, comentarios, gacetillas, reseñas, críticas y comentarios, por simpatizante con la causa republicana, aunque “la prohibición se refería sólo a los nombres, mas no a las películas en las que pudieran trabajar, para no perjudicar a los productores”. Y el único folleto editado en la zona nacional, durante el conflicto ibérico de los treinta, fue una misiva de Luis Escobar, donde ”no hay un dato concreto que haga figurar a Chaplin en esa ni en ninguna reunión de los diversos comités de ayuda a los combatientes rojos” (Fernández Cuenca: 358 ss.). Esa percepción del peligro rojo encarnado por Chaplin, que gozó de buena salud, no es la de la generación del cuarentón Verdaguer y, evidentemente, tampoco la del cuarentón Somoza.

Por otra, fruto de una intelectualidad de orientación marxista, en la década de los sesenta, concretamente señalado “Un rey en Nueva York” de 1957 (“A king in New York”), LVP tampoco se aproxima a la opinión que Chaplin ganó con Thomas Mann: “es un burgués y burgués se ha quedado”, capaz de reflejar las contradicciones de la sociedad burguesa, mediante un romanticismo anticapitalista, sin decidirse por una solución socialista (Aristarco: 153).

Finalmente, está el artista reivindicado en la novela y, con todo, quedará como un desecho estético ante la urgencia de la adicción, desnudo completamente por la gracia del pretendido fin de la historia, donde ni siquiera el dato ideológico puede mover montañas. Chaplin delgado, reiterativo y fantasmal, convertido en un una especie de payaso-estripper, cumplimenta la demencia de unos espectadores que inicialmente lo accedieron por sus credenciales artísticas.

El turno de una divinidad

La sátira es la esencial materia prima de sus realizaciones y, aunque los conocedores digan de un cine standard, tendrá la virtud -postmoderna- de injertar las películas de gansters, westerns, psicológicas, de tesis, de ¡rock ´nd roll!, donde priva el culto al autógrafo, la histeria de la muchachada y la publicidad televisiva (Aristarco: 155), muy del gusto en los albores del nuevo siglo. Sin embargo, Carpentier apunta que Chaplin hubo de competir, envejeciendo inevitablemente, con la “loca arbitrariedad de algunos gags” de los hermanos Marx (Carpentier, IX: 33 s.), lo que no impedía una manifestación plenaria del drama, porque el cronista Caín tuvo a bien reconocer haber llorado por él y el confesor Cabrera Infante preguntarse: “¿debemos creerle?” (Cabrera Infante: 130). Hoy presta un servicio de divinidad a sus más ciegos y obcecados seguidores, pero mañana puede tocarle el turno a otros clásicos, provocando cismas de perder el templo su atmósfera de clandestinidad.

El severo Aristarco también confiesa que “Chaplin, no obstante el patetismo, debe su grandeza al escarnio de sí mismo” (Aristarco: 123). A lo mejor no tuvo ocasión de leer al temprano Carpentier: “Este poder de llegar a lo sublime, con gestos aparentemente desprovistos de toda seriedad, es lo que constituye la grandeza de un Chaplin” (Carpentier, IX:161). Burlarse de sí mismo significará, ahora, tomar prestada la humanidad de otros para el sacrificio, redimidos por encargo a falta de una aptitud para la grandeza.

Verdaguer queda atrapado en la constante melancolía de las imágenes, confiscadas las ajenas en el esfuerzo de alcanzar una plenitud sin atisbo alguno de humor. Refrigera una tristeza, la de la sociedad de masas, y Somoza le concede la licencia, renegando de una divinidad en espera de la próxima: el esteticista cumple el periplo de la más absoluta evasión.

Chaplin es un injerto referencial, visto como resumen de la mecánica cósmica de Harold Lloyd, la reiteración sistemática de Laurel y Hardy, la ingenuidad de Buster Keaton, la cándidez poética de Harry Langdon, el absurdo surrealista de los hermanos Marx. Una referencia de “todo el cine cómico que se ha hecho y que todavía está por hacerse, porque estos viejos films de Chaplin siguen siendo una cantera de hallazgos susceptibles de inacabable explotación y desarrollo” (Villegas López: 185). No hay humor evidente, expreso y contundente en LVP, porque Somoza no arriesga, temeroso de pisar el terreno de los comediantes actualmente en boga, contentándose con explorar -como veremos más adelante- las oportunidades abiertas de Chaplin como adicción a lo extemporáneo. Por poco, regreso a la felicidad perdida, recreado el mito de los orígenes, ya que la novela es tal cuando -además- revela lo que el autor no quiso decir.

La pantalla arquitecturada

“Y lo más cojonudo es que Chaplin lo controlaba todo, tío. El ... El es la pantalla. Parece imposible. ¿Tú qué crees?” (LVP: 80). Verdaguer, Alfred, como Lázaro, consumidores del cine predilecto, dijeron hallar la clave de bóveda. Les ha sido fácil dar el salto al terreno de la liturgia pagana, porque -en tanto oficiantes- están asidos a lo que es más humanamente parecido, concediéndoles una identidad.

De Jacques Tati se decía, por 1956, lo mismo que de Chaplin: “Un observador del hombre, un francotirador de la vida, que dispara precisos retratos a las situaciones del individuo deambulando por su medio particular” (Cabrera Infante: 78). Somoza acertó en la selección del totem fílmico, ordenando el sacerdocio de quienes comprendiesen al cine como un modo para aprehenderse a sí mismo y a los demás. Mejor, una intuición precoz y una técnica que fue rudimentaria, obispando al niño que solía jugar, cerrando un ojo y dejando abierto el otro para proyectar el dedo gigatesco sobre las cosas: “la ilusión óptica de la profundidad de campo” (LVP: 255).

Verdaguer no tiene otra contribución que la de su rutina (y sentido de evasión), comprendida por Chaplin: “... La gran miseria humana no se encuentra en el caso excepcional, en el drama que ocurre una vez para mil vidas, sino en la serie de pequeñas tragedias que entristecen la existencia cotidiana" y, como René Cair, halla lo universal en las entrañas de lo local (Carpentier, VIII: 345 y 409). No son los apuros de la pobreza, sino el simple hastío impuesto por una sociedad que ha que ofrece espacios secretos al cultivo de la cinefilia, como brinda otros al cultivo del cuerpo, según lo dictamine el estatus social.

El edificio literario responde a las exigencias de una gran pantalla que, diseminada, es un mismo altar. Se trata de una arquitectura para la más estricta confidencialidad de los elegidos que pagan por las horas consecutivas y extenuantes frente a una misma película, promoviendo un particular suicidio como la del anciano por 48 horas sometido a los rigores de Greta Garbo en “Mata Hari” (LVP: 246).

Un espacio que permite el descubrimiento mutuo, pues, “eres como yo: te gusta ver” y “un cinéfilo reconoce a otro en cuanto lo ve: ambos miran más allá de las apariencias, pero sin incluirlas” y “es más: sin traspasarlas” (LVP: 162 y 214). El tráfico del estupefaciente cultural no tiene mejor sede para quienes “nos gusta la oscuridad, el interior de los cines, la noche, las imágenes iluminadas” y “no todos los cines: sólo algunos, como la Filmoteca Soledad” (ibidem: 213). Y buen cine que apela a Chaplin, se hace de su tiempo y de sus técnicas, obsesivamente, para hallar la “profunda poesía” donde el público adicto “a lo sublime estandarizado” lo tildó alguna vez de payaso (Carpentier, IX: 333). O, cuando falla, deviene cine somatizado, gratuito, a la mano, cuando late el corazón, los ojos proyectan y “por primera vez soy consciente de mi propia narración, y me entiendo; soy cine” (LVP: 177 y 273).

“La quimera del oro” es el mejor objeto de culto, ya desnudo Charlot. Una “comedia dramática” (Aristarco: 141), conocida en detalle por los religiosos de LVP que afinan el número de técnicos que simularon la nieve (LVP: 79 s.). No bastando la erudición palpable, recuerdan la naturaleza del encuentro: “el cine es un acto místico, si usted quiere” (ibidem: 53). En definitiva, decantación permanente, aunque difícilmente tajante: “qué derroche de imágenes, pienso, cuántas cosas vemos que nada significan, qué inútil tesoro que acumulan nuestros ojos” (ibideM. 187 s.). El desafío reside, como ocurre con el vagabundo o Canillitas, en privilegiar el primer plano, acaso introspectivo, la “vista al microscopio” para darle un “significado humano” (Aristarco: 294), conciliándolo con el dinamismo actual, los desplazamientos irresistibles de la mirada, el travelling permanente que es acoso a la intimidad que representa la era telemática.

Agrupación selecta de veedores que aspiran a los locales sagrados. Celebraba Carpentier, por 1928, los salas de la vanguardia parisina, donde el público se mostraba favorable a las proyecciones audaces. Incluso, acompañado de audiciones de música “ultramoderna” o “severamente clásica”, como Bach o Darius Milhaud, donde podía lanzarse una opinión y protestar en voz alta durante el espectáculo (Carpentier, VIII: 342). Programaban cintas de diferentes estilos (viejo cine o abstacto), con una exigencia: la de acunar a un público “enterado” (ibidem: 347).

Otra versión la hallamos en el esfuerzo heroico de preservar los clubes harto precarios, como el Cine Arte Universitario de Trujillo (Venezuela), inicialmente resignados a 16 mm., inmuebles inadecuados y festejar “El acorazado Potemkin” de Eisenstein. La reseña de Rodolfo Izaguirre, nos habla de su conversión en sala “Charles Chaplin” devenida “Cine Club Tiempos Modernos”, por 1991, con sede en el ateneo local, con 35 mm. Y “Cinema Paradiso”, como un “raro apostolado de enseñar cine” (Izaguirre).

Salas que dependerán de la constancia de sus usuarios para permanecer en pie, competidas -a veces deslealmente- por otras de desinhibido y rápido consumo, diversión y confort, amén de los ce-dé y videocassettes hogareños. La Filmoteca Soledad de LVP, suponemos, fue coso de grandes y concurridos estrenos, derivando en un centro de demencial devoción, descubierto un filón comercial acaso delictivo, por los casos que ocurren envueltos en la oscuridad, que sus templarios asumen como promesa gratuita de salvación. Apóstoles incumplidos, encerrados en las fronteras marcadas por el orgullo de marfilar sus torres, consumidores de sí mismos, en una nueva gesta del individualismo que escapa -renunciando- al mundo.

La filmo-adicción

LVP nos trae una novedosa y peligrosa droga en la que importa tanto la cantidad como la calidad de las películas. Una suerte de poesía insurreccional, si la elección del film es la más adecuada, puede entusiasmar y ganar adeptos entre el vasto contingente de desarraigados, enajenados, alienados o cosificados por el orden imperante, en cualquier lugar del globo terráqueo, siempre que se atrevan a despejar las claves de acceso.

“La quimera del oro” no es sólo poesía, sino poesía épica (Carpentier, IX: 242), lo que sugiere el éxitoso esfuerzo humano por superar los inmensos obstáculos del entorno, aunque deba tejerse de la naturales alucinaciones del hambre desesperada, como -a guisa de ilustración- el compañero de aventuras que se transforma en una gigantesca y suculenta gallina. Frente a la vida programada, está la oportunidad de modificar guiones y perspectivas, como un hecho heroico y crecientemente permisible.

La afición por la fotografía puede trastocarse en una droga leve o ligera, sin mayores o fatales consecuencias, a menos que el coleccionista desarrolle una fijación homicida. Jodie Foster, por cierto, una vez víctima de la maníaca persecución de un admirador, es el objeto de las iniciales diligencias de Verdaguer, quien desea otras placas inéditas no sin aclarar -a lo mejor, policialmente- su devoción (LVP: 151 s.), aunque la infopista puede dispersarlas hasta la saciedad, agregando los retoques fotográficos y otras travesías para el pornógrafo o erotómano, si fuere el caso. Los afanes de búsqueda y de la excelencia puede derivar, y deriva, en el alcance de una droga sensorial, virtual, cultural que nada debe a los favores y fervores orales, intravenosos e inhalantes conocidos, en una evasión cada vez más sistemática de la realidad. Andrea, la esposa de Verdaguer, formaliza la observación: “A veces creo que ni siquiera escuchas lo que te digo. Que estás como en otro mundo (...) a veces creo que tus ratos de ocio son más importantes que tu vida”, y él no contesta, porque “no se me ocurre qué puedo decir” (ibidem: 67).

El extremo llega con el cine, Chaplin y “La quimera del oro”. Se trata de traspasar una ventana, disolverse en ella, obcecación de Lázaro (LVP:117). Gemma es la más lúcida: “Yo no me apasiono tanto. Cuando veo una película, digo ´Qué bien, una película ´. Pero, para Alfred, ver a Charlot es como ver a Dios...Imagínate estar viendo a Dios todas las semanas a la misma hora, y además, haciendo lo mismo siempre ... Tan enorme y tan brillante .. allí arriba, en la pantalla, una y otra vez ... Saber que nos moriremos y que él seguirá haciendo lo mismo para siempre, no importa cuántas veces proyecten la película, él seguirá haciendo lo mismo ... A veces pienso que las drogas no le han hecho tanto daño a Alfred como las películas” (ibidem: 135 s.). Ya lo señalamos, Chaplin todavía ofrece posibilidades para el deleite, y no puede descartarse que las nuevas tecnologías lo deconstruyan, lo vuelvan pedazos y cedazos dignos de una recomposición interesada: las conocidas estampas servirán a diferentes versiones y, quizá, no lo reconozcamos, signado por encontradas u opuestas historias, escaramuzas y situaciones que el realizador jamás concibió, tan afín a una época -la actual- donde la pieza original no se distingue de la copia, fundiéndose.

Chaplin cuenta con otra ventaja para el adicto: difícilmente puede imputársele algún delito, pues, intrínsecamente es la más fiel expresión sociológica de la bondad, víctima de una escritura histórica que le es ajena. Sus desdichas, absolutamente gratuitas y, a pesar de ello, guarda la compostura: relevado de cualquier culpa, el evasor se ofrece como “la encarnación de la miseria decente” (Carpentier, VIII: 346).

La fortuna o el infortunio de la vida real no dependerán de la personal acción desplegada, excepto se trate de la vida virtual. Empero, el azar es motivo de celebración permanente, aunque sospechemos de una repetición de escenas que digan mantenerlo intacto en su libérrima espontaneidad.

Luego, la vida fílmica es una apuesta y, según comentara Cabrera Infante, incluye la chaplinesca voluntad de hacerse rico sin saber de los riesgos que -nos parece- insunfla la ingenuidad despavoridamente: su existencia es malamente tolerada por los malvados, jamás será comprendida y “es esto lo que le permite vencer, al final” (Cabrera Infante: 132). El mejor ejemplo radica en aquellos elementos que salvan al débil, como el fortísimo viento que no le permite a Canillitas moverse cuando el malvado intenta echarlo de la cabaña, recuerda el escritor cubano a propósito de “La quimera del oro”, atada la inocencia a los golpes de la suerte.

La ingenuidad toca, en el extenso laberinto de un edificio del que apenas ofrece algunos bocetos el novelista, la esencia de la vida fílmica: la utilería. Ya no se trata de la enfebrecida mudanza de los escenarios y de las secuencias más riesgosas que aconsejan el doblaje de los actores, sino de los peligros que asoman las apariencias más engreídas, suscitando la desconfianza en el enredijo de pasillos: “... los pechos desnudos -¿los de ella o los de la modelo?, difícil saberlo, las imágenes se rompen con rapidez-“ (LVP: 147). La instantaneidad impide dudar con fuerza del propio papel desempeñado, pues ¿Verdaguer, Alfred y Lázaro no son dobles de si mismos, resueltos a que la suerte no los privará de la vida?; ¿Gemma, Andrea y Roberto no aprendieron, en alguna parte, su rutina para correr, por otros, todos los riesgos de una vida que dramáticamente se interpela?; o ¿Javi no está condenado al silencio cuando rinde el testimonio más radical de los límites de la ilusión?.

La adicción fílmica, extrema y definitiva de Lázaro lleva a la razonable Gemma a afirmar que “Charlot existe”. Además, rebate, “Humhrey Bogart tampoco existió, pero el tío del Café de Casablanca sí, y también la tía, pero Ingrid Bergman”, para concluir que “el cine no es lo que parece, sino que es otro mundo, y la realidad tampoco es realidad” y “eso es lo que ellos creen”, pero - por favor - “a mí no me preguntes” (LVP: 138), perfilando un reportaje que desemboca en el fichero médico.

Mia Farrow en “September” de Wood Allen (1987), emociona a Lázaro y -sometido a la programación especial de la Filmoteca, ¡por toda una semana con la misma película!- los síntomas son elocuentes: al salir babeaba y gritaba, golpeándose contra las paredes, viendo cosas raras (LVP: 180), afianzando el reto difícil de explicar cómo es eso de traspasar la ventana que “es no traspasarla (...), y mirarla y verte tras ella” (ibidem: 230), anunciando un ejercicio de la filosofía que ya no llega a las masas, al menos, con la fuerza de la divulgación de la que supo Sartre para toda una generación aventada por la postguerra.

La filmo-adicción se ofrece como la necesidad imperativa de recibir un aliento de humanidad en sociedades que, hipo/hiperelectrónicas, hacen de la automatización una religión. A la debilidad consciente y militante de los personajes, se une el hallazgo de una solución inesperada, como la hazaña de recrear otras versiones de la vida vida-real que transcurre, para -al menos- disfrutarla estéticamente. “La quimera del oro” tiene “grandeza de epopeya” (Carpentier, VIII: 339), la indispensable para impulsarse a sí mismo hacia esa otra versión, hallando sencillos pivotes de expresión. La celebérrima danza de los panecillos, “una de las más hermosas del cine silente y franca muestra de poesía en movimiento” (Cabrera Infante: 132), es el humorismo litúrgico que renueva la devoción de los novelados, sin atreverse a reinventarla en su ya “condenada” vida-real.

La tragedia salpica a Verdaguer, pero no parece haber alcanzado antes a los más jóvenes de la trama, debiendo sorberla donde “existe”: en el cine, progresivamente diferenciado de Javi. Señalaba Chaplin, en 1926, citado por Aristarco: “Me gusta la tragedia (...) y me gusta porque en su base siempre hay algo hermoso” (Aristarco: 138). La vida vida-virtual es la real, mientras la vida vida-real alcanza la dignidad de una película, a la que se asoma -en los horarios y funciones de los capítulos pares- el protagonista.

Indispensable, el amor aparece con el envoltorio de las escenas. Y, como recuerdan los especialistas, Shakespeare o Stendhal se deslizan entre las rendijas de los pasillos.

La escena inicial de involucramiento amoroso y traicionero de Andrea y Roberto, se nos ocurre propia de un serial estadounidense. Ella “no ha advertido mi llegada -coincide por casualidad esa imagen exacta, y la escena parece prevista de antemano” (LVP: 157) y, al fin y al cabo, “me necesitan para que los sorprenda”, invocando otras películas (ibidem: 193 y 224). Si el cine suministró el anestésico ante la venidera pérdida física del hijo y la sentimental de Andrea, Somoza inutilizó las pocas posibilidades humanas que le quedaban a Verdaguer, acaso, planteando una relación amorosa con Gemma, aunque ella pudo resistirse, pues la indiferencia -trágica- está fotografiada en la pequeña circunstancia de haber olvidado, desde el inicio, el nombre del protagonista (ibidem: 130). La biografía de Chaplin recoge su inclinación por las más jóvenes y, así, por ejemplo, para “La quimera del oro” hizo contratar a Lolita MacMurray de 16 años de edad, con la que contrajo matrimonio a sus 35 años para divorciarse tres años después en medio del escándalo. Probablemente, imposible de hallar el doble adecuado para la escritura, el novelista no se aventuró al sarcasmo, porque -pendiente de la censura de los años veinte- las escenas se hubiesen parecido más a la versión fílmica de “Desde el jardín” del realizador Hal Hashby (1979: “Being there”), que a las del novelista Jerzy Konsinski, por cierto, bajo un formato obvia y enteramente televisivo.

Desacreditados

Verdaguer ha traspasado la ventana que no es traspasarla, mediante las tres disolvencias finales de la novela. Reclama un final feliz, emergiendo la oscuridad, agachado detrás de una puerta (LVP: 277 s.). Reaparece la habitación vacía que una vez ocupó Javi y, mediante un flash-back, procesa una sentencia: “la vida es eterna” y se resigna al consejo: “así es la vida, Javi, hay que soportarla”, cuando la luz blanca ha penetrado y hurgado todo el recinto (ibidem: 279 s.).

Al igual que un animador de televisión sorprendido por la cámara para despedir el programa, resuelve la trama en escasos segundos para pasar a publicidad, con el sacrificio de lo créditos. Dijo ser sorprendido por una mujer que no llevaba prendas policiales, aunque sí el gesto hasta que la sonrisa de “leves pliegues (que) se formaron en sus mejillas” lo sacó -ya confiado- de la “tenebrosa abertura de la puerta” (ibidem: 281). Gemma reaparece en escena y la “suave penumbra del amanecer” (idem), advierte el final de la película.

Una antigüa razón cinematográfica, la de Chaplin, sirve de horma forzada para las angustias de una contemporaneidad inhumana. La ilusión óptica alcanza la jerarquía de un estupefaciente cultural cuando se apropia de un lenguaje, que es dirección, fotografía, ritmo, intensidad, poesía, también mudez cómplice y bulliciosa, para ofertar -en definitiva- una elaborada técnica de evasión: lo anacrónico cobra actualidad con el plagio de una versión de la vida que relega la propia, abaratado el costo de una adicción que amenaza con quebrar los grandes carteles de la droga establecida.

Al día siguiente, en la senda de Lázaro y de Alfred, habrá otra función, disuelto Verdaguer mismo en el anonimato ( o el des-crédito) para dar ocasión al esperado Charlot, presente fulgurantemente tras borrarse con rápidez la imagen del cuarentón (wipe). El fichero del psiquiátra asomará otros casos y, como saldo de las ponencias o tesis suscritas, arrojará un testimonio novelístico tan próximo a un problema: la vida virtual tomada por real, convertida la vida real en virtual, hasta arrojarnos a la vida novelística, en la búsqueda del templo perdido.

Referencias

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Cabrera Infante, Guillermo (1987) “Un oficio del siglo 20. G. Caín 1954-1960”. Editorial Oveja Negra. Bogotá.

Carpentier, Alejo (1985) “Obras completas”. Siglo Veintiuno Editores. México, volúmenes VIII y IX.

Fernández Cuenca, Carlos (1972) “La guerra de España y el cine”. Editora Nacional. Madrid, tomo 1.

González Trabanco, Julio (2003) Entrevista a José Carlos Somoza. “La Gansterera”, nr. 18 de octubre:

Izaguirre, Rodolfo (1997) “Séptimo arte: El cine en Trujillo vive tiempo modernos”. Diario “El Nacional”, Caracas, 10 de abril.

Montagu, Ivor (1964) “El mundo del cine”. Ediciones de la Biblioteca. Universidad Central de Venezuela. Caracas. 1974.

Pottecher, Beatríz (2001) “Sopa de delfín: La evasión clásica”. Diario “El Nacional”, “Papel Literario”, Caracas, 21 de abril.

Somoza, José Carlos (1999) “La ventana pintada”. Punto de Lectura. Madrid. 2002.

Villegas López, Manuel (1973) “Los grandes nombres del cine”. Editorial Planeta. Barcelona, tomo I.

© Luis Barragán J. 2004
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid

El URL de este documento es http://www.ucm.es/info/especulo/numero26/ventana.html


Cfr.

http://www.emagister.com/ventana-pintada-jose-carlos-somoza-o-plagio-razon-anacronica-cursos-2331988.htm
http://www.wikilearning.com/monografia/la_ventana_pintada_de_jose_carlos_somoza_o_el_plagio_de_una_razon_anacronica/18343
http://books.google.co.ve/books/about/La_Ventana_Pintada.html?id=dbbSkVGDbywC&redir_esc=y
http://www.yasni.es/isi+gonzalez+trabanco/buscar+persona
http://www.mundocursos.com/curso_gratis__la_ventana_pintada_de_jose_carlos_somoza_o_el_plagio_de_una_razon_anacronica-slccurso2331988.htm
http://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=859446
http://bddoc.csic.es:8080/detalles.html?id=596904&bd=ALAT&tabla=docu

http://books.google.co.ve/books?id=CXqU1z_IZpAC&pg=PA229&lpg=PA229&dq=%E2%80%9CLa+ventana+pintada%E2%80%9D+de+Jos%C3%A9+Carlos+Somoza+o+el+plagio+de+una+raz%C3%B3n+anacr%C3%B3nica&source=bl&ots=rP57UKUNQu&sig=TgStaARZGrDv8qOFZIBCt4Jt3vY&hl=es&sa=X&ei=8am2UKKkMZSB0AHtnoCQDg&ved=0CCsQ6AEwADgK#v=onepage&q=%E2%80%9CLa%20ventana%20pintada%E2%80%9D%20de%20Jos%C3%A9%20Carlos%20Somoza%20o%20el%20plagio%20de%20una%20raz%C3%B3n%20anacr%C3%B3nica&f=false

http://www.clubcultura.com/clubliteratura/clubescritores/somoza/mostrar_new.php?id=73&texto=Jose+Carlos+Somoza&n1=63964&n2=1&n3=1&n4=0&n5=0&n6=0&n7=0&n8=0&n9=0&n0=0 
http://www.latindex.ppl.unam.mx/index.php/browse/index/1?sortOrderId=1&recordsPage=5747 
http://www.americanismo.es/sumarios-3122.html 
http://www.cuaderno10.com/273.html?Jos%E9+Carlos+Somoza 
http://www.wikilearning.com/monografias/pedagogia/categoria/76-105 
https://pipl.com/directory/name/Trabanco/Gonzalez/ 
http://www.wikilearning.com/monografia/alejo_carpentier/5372 
http://www.mundocursos.com/cursos_gratis_historia_de_la_moda-slckey14514_117.htm 

PREVISIÓN (4)


La corruptibilidad de un chivo
Luis Barragán Jiménez
(*)
Luisbarragan@hotmail.com


Decimos que los colaboradores del dictador se enriquecen con sorprendente facilidad y prontitud, como si la complicidad no supiera de ciertas claves de bóveda que tienden a la propia conservación del régimen. Encontramos un discurso moral en los recintos domésticos del poder que permite a unos, resistirlo y sobrevivirlo con resignación, mientras otros lo desafían y aprovechan cautelosamente.

No hay trance autoritario alguno que despeje las claves desde un primer momento, igualados todos en la intención de delinquir y en el propósito de beneficiarse. El Gran Dispensador organiza la escena, establece y jerarquiza el reparto y, muy frecuentemente, concibe una coreografía que pueda divertirlo, suscitadas y administradas las diferencias entre sus partidarios, sirviendo igualmente de alivio a las inevitables cargas burocráticas: no hay cartas abiertas sobre la mesa.

Mario Vargas Llosa lo dibuja magistralmente en su novela, “La Fiesta del Chivo” (Alfaguara, Bogotá, 2000), donde el ministro, senador y fidelísimo Agustín Cabral no sólo se ve obligado a entregar a su menor hija al morbo senil de Rafael Leonidas Trujillo, sino también a emplear los veinticinco mil dólares que tenía ocultos en el Chemical Bank para costear los estudios de la agraviada en Estados Unidos, congelados unos doscientos mil pesos en el Banco de la Reserva, “los ahorros de toda una vida” (pp. 272 y 280). Quizás podamos agregar al “untuoso”, austero y devoto Joaquín Balaguer (287ss.), cuya perspicaz paciencia le permitió luego establecerse en el poder, frente a aquellos que tuvieron mejor suerte al encadenarse a los negocios del mandatario, incluida la compensación de siete millones de dólares por los servicios prestados, después de conocer la caída en desgracia (372), o el auxilio oportuno al enfermar gravemente (341): posiblemente respondan a un exorbitante gesto dadivoso, en algo equiparable al lanzamiento de caramelos desde las carrozas del oficialismo festivo de los cincuenta.

Muchos eran los intereses comerciales de Chapita, enunciados en la obra (152), pero mantuvo tercamente la consigna de no sacar un peso de República Dominicana (157), lo que evidentemente contrasta con los dictadores de la más reciente contemporaneidad, a sabiendas de las pocas posibilidades de morir en el poder y de la alta rentabilidad de las colocaciones en el exterior. El jefe de la policía, Johnny Abbes García, por ratos engreído estratega político (277), abría negocios con Ultramar porque “usted me lo ordenó” (95), y siendo capaz de manejarse en distintos ámbitos, gerenciando confidencialidades, no tendría por destino seguro la indigencia.

El capitán de empresas, a lo mejor por la inevitable presión de ejercer la jefatura del Estado y la ineptitud de sus más cercanos asesores, apelaba generalmente al burdo mecanismo de forzar la venta de una finca, casi rifada una posterior licencia de importación (370s.), desconfiado - al menos- de las promesas que prodiga la ingeniería financiera. Sus antecedentes y vivencias desembocan en los más elementales conceptos del saqueo, el bandidaje o la pillería, desconocidos los alcances de la tramitación y contratación de sendos empréstitos que hoy se renuevan, inflamada la imaginación de los indiciados por el delito de peculado.

Las posturas doctrinarias del Jefe acrecientan el sentido de prevención de sus íntimos, cubiertos por la póliza de los lazos familiares. La Prestante Dama, María Martínez, logró sacar subrepticiamente varios millones de dólares, cuajados de la ironía que castiga a los que conciben e invocan la absoluta gratuidad e inmunidad de sus beneficios: viéndose prácticamente depositada en un asilo, no reveló el cifrado secreto de las cuentas, finalmente legadas a los banqueros suizos porque ¡ lo olvidó! (144s.).

Los hermanos del Benefactor apostaron ingenuamente por su discurso, contabilizando tierras y bienes sin equivalentes en el extranjero (481), a diferencia de Ramfis, el hijo predilecto y goloso jugador de polo. El Generalísimo legitimaba exclusivamente los “estipendios para defender a nuestro país” en Estados Unidos, favoreciendo a lobbystas, congresistas y políticos (160), cuyas agallas no eran las mismas de Simon Gittleman, el ex - marine que no dudaba en esgrimir su entusiasta y militante respaldo.

Las travesuras y desaguisados a perdonar están en el núcleo familiar inmediato, prohibidos a los más cercanos colaboradores de Trujillo. Estos deben luchar entre sí para recibir la augusta mirada en medio de la caminata agobiadora (368), soportar la centelleante indiferencia ante el brindis que se antojó inoportuno (218), víctimas vocacionales de las maniobras, estocadas e intrigas que resultaban del “juego exquisito y secreto que podía permitirse” (232).

Algo semejante puede acontecer - y acontece- en los regímenes democráticos. Sin embargo, reparamos en una abismal distinción: las enmiendas o rectificaciones surgen del cabal ejercicio de la libertad de expresión. Trujillo no pudo escapar al asedio de la prensa, amordazada la propia, cuando en el país de los congresistas y políticos sobornados, lo delata Tad Szulc del New York Times, a quien había hecho atender diligente y cordialmente.

Curioso, hubo un trujillismo terco y convencido del pueblo dominicano que, en cuestión de horas, repentinamente, convirtió en héroes a los autores del atentado. Balaguer sabía que la opinión familiar era decisiva, tanto como imaginamos a López Contreras lidiando con los Gómez en la Venezuela de 1935-36. Pocos soportarían las vicisitudes de Rómulo Betancourt, añadidos el atentado a distancia de Chapita, la insurrección y las asonadas de izquierda y derecha. Huelga comentar la significación de la obra de cara a la Venezuela actual, cuando la supuesta revolución expresa y agudiza todos los vicios del pasado cuestionado y su elenco dirigencial se cree por siempre destinado a ocupar el poder, dispensándolo de cualquier error en una gesta pretendidamente épica.

Las dictaduras pocas veces tienen el empeño de sincerarse en el escenario, por lo que guardan las formas con la habilidad y el cinismo que se convierten en una póliza. A guisa de ejemplo e independientemente de la valoración literaria dada a ambas novelas, , nos luce más esquemático “El recurso del método” de Alejo Carpentier frente a “Doña Bárbara” de Rómulo Gallegos, al dejar expresa constancia de la existencia de los órganos judiciales que procesaban las denuncias que no tenían resultados por la destrucción de las pruebas, la estafa procesal u otros subterfugios, en el largo andén de la complicidad, y, siendo así, pasando desafiante el tren de la impunidad, en pocas oportunidades se incurría en crímenes abiertos y confesos por muy “chivos” que fueran.

(*) Investigador venezolano. Director del Centro de Investigaciones y Estudios Latinoamericanos (CIELA).

© Luis Barragán Jiménez 2002
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid

El URL de este documento es http://www.ucm.es/info/especulo/numero21/corrupti.html

Cfr.
http://www.wikilearning.com/apuntes/la_corruptibilidad_de_un_chivo/17844
http://ask.reference.com/related/Corruptibilidad
http://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=266905
http://bddoc.csic.es:8080/detalles.html?id=600827&bd=LITTERA&tabla=docu
http://biblioteca.universia.net/html_bura/ficha/params/title/corruptibilidad-chivo/id/998740.html
http://es.scribd.com/doc/73872190/Bibliografia-sobre-La-fiesta-del-chivo
http://www.recolecta.net/buscador/single_page.jsp?id=oai:dialnet.unirioja.es:ART0000008626
http://muse.jhu.edu/journals/hispanofila/summary/v156/156.weldt-basson.html
http://www.red-redial.net/revista-especulo,revista,de,estudios,literarios-268-2002-0-21.html
http://s15443877.onlinehome-server.info/Buscar/villa-angela/pilon/2
http://www.americanismo.es/busqueda-articulo-1576.html

PREVISIÓN (5)


“D” de José Balza o el extravío del rock venezolano
Luis Barragán

Centro de Investigaciones y Estudios Latinoamericanos (CIELA)
luisbarragan@cantv.net

“Un momento separado de todos los momentos,
tiene años esperándote fuera de los años”
Rafael Cadenas
(“Memorial”)

                                                                                        a V? V? B?

I.- Radio y literatura II.- Periplo personal III.- Avalúo musical IV.- Rock venezolano V.- Conclusiones Notas Referencias esenciales

Destacado novelista venezolano, José Balza (Delta del Orinoco, 1939) es autor, entre otras obras, de “Marzo anterior”, “Largo”, “Setecientas palmeras plantadas en el mismo lugar”, “Medianoche en video: 1/5”, “Percusión”, “Después Caracas” y -objeto específico de nuestro interés- “D”. Esta última, editada en 1977, nos permitirá explorar el campo radial y musical en el obligado contexto épocal, personal y profesional de sus actores.

I.- Radio y literatura

La radio conoce de la calidad de una escritura, por tal, sonora y susceptible del reconocimiento de la crítica. Y, también, nos permite indagar sobre el fenómeno del rock -específicamente, el rock hecho en Venezuela- al tratar la historia de un medio y, propiamente, de la exitosa logia de los locutores comerciales que masificaron y guiaron los gustos musicales.

Un texto sonoro

Escrita entre 1974 y 1976, “D” de José Balza versa sobre la trayectoria vital de Guillermo Agustín Olivares (A: 130), permitiéndonos reconstruir la de la industria radial misma, en Venezuela. El protagonista desarrolla exitosamente la locución radial hasta experimentar una fuerte crisis personal que lo lleva de la ciudad capital a otra población lejana e incontaminada del interior del país, para volver y -sorprendido- reseñar el desarrollo conquistado por el medio.

Balza emplea a fondo la ambientación y el lenguaje publicitarios, alcanzando un discurso narrativo eficaz al retratar el inmisericorde bombardeo de cuñas, lemas o “slogans” al que fue sometido el oyente de décadas anteriores, mientras disfrutaba o intentaba disfrutar de las emisiones radiales, pues, en Italia la publicidad radial representó el 3,5%, equivalente a media hora del total de las transmisiones diarias, o Estados Unidos promedió 1.500 cuñas por día, y en Venezuela apenas 18 emisoras caraqueñas treparon el 30% lanzando 8.586 mensajes cada 24 horas, considerados como empíricos y pueriles, al principiar la década de los sesenta [1]. Habida cuenta de los menores recursos y efectos sonoros disponibles por entonces y de la lectura inmediata y paciente que hacía el profesional de la radio de los libretos de promoción, semejante a los espacios cubiertos por diarios y revistas, reputada como rudimentaria y esencialmente impresa, la evocación publicitaria luce decididamente iconográfica.

Igualmente, la novela contribuye a la recuperación de la memoria colectiva, orientada por un hombre público que gozó de gran credibilidad, partiendo del campo de la musicalización radial. La organizará significativamente en “cassettes” y lados “1” y “2”, como si el testimonio estuviese destinado a un programa especial e, incluso, susceptible de una complementación musical y de las modificaciones apropiadas para la producción, horario y promociones.

Quizá, por primera vez, la literatura muestra una espléndida voluntad de ocupación de la radio comercial, fenómeno cotidiano y de una inmensa influencia. Así, los musicales adquieren una prestancia que los competidos espacios de noticias y radionovelas exhiben, acaso de mayor trascendencia, hasta hacerse acreedora -en el último renglón- de célebres esfuerzos como “La tía Julia y el escribidor” de Mario Vargas Llosa [2].

Sonoridad de un texto

Observó Denzil Romero, al publicarse “D”, el “alarde de magnífica organización textual y virtuosismo técnico: despliegue intrincado de planos, alusiones, procedimientos y perspectivas contrapuntísticas [...] deltana en la trama y profundamente caraqueña”, en la que Olivares funge como narrador-personaje, en la primera parte, devenido autor-protagonista-corregidor, en la segunda [3]. Semejante criterio técnico expondrá Aponte Zacklyn, concebida la “literatura como reflejo de sí misma”, confundida la historia y la ficción en una sola realidad gracias a la “brillantez de una prosa poética [ y ] de una rigurosa organización estructural” [4].

Oropeza la consideró como el cierre de un ciclo novelístico creado alrededor de la noción de multiplicidad, destacando -de un lado- el “Delta de historias”, como eje conceptual del texto; y - del otro- distinguiendo tres partes en “D”, bajo el supuesto de la entrevista hecha por otro “discjockey” (sic): “decidido [ a ] explicarse lo que ha sido su vida” (C: 421). Convendríamos en una parte adicional, paradójicamente silente y ágrafa, como es la de los jóvenes oyentes que recibieron la noticia de la novela, probablemente a la espera - ya viejos - de otra conmoción del medio que les permita acceder a Balza e, incluso, a un merecido estudio y valoración de toda su obra, similar al riguroso esfuerzo que ha hecho el autor sobre Proust, Borges, Meneses o Guillermo Sucre [5].

Se ha dicho que la aparición de “D” coincide con el momento en que más se creía en la revolución, comportando una revisión de la propia acción política, como -estimamos- incorrectamente lo asume Saldes Báez [6]. Bien la creemos un tejido de la cara oculta de los acontecimientos, necesariamente emotivo cuando de vida personal y de música se trata, que supera los “envases narrativos” (D:66) utilizados frecuentemente en el intento de atrapar las realidades épocales.

Ejercicio de precisión

Nota personal, supimos de “D” de José Balza cuando la publicitaba una emisora de corte “juvenil”, por 1977, a la vez que -curiosamente- nos enterábamos en casa del lanzamiento de “Gómez, el amo del poder” de Domingo Alberto Rangel, gracias a una emisora de corte “popular”. A la diaria programación radial, también fue incorporada la promoción expresa o tácita de un novelista que se atrevió a hurgar en la intimidad de la cabina, aunque le fuese extraña, como se cuela inevitablemente en la obra.

Ejercicio de precisión, tratándose de un amplio catálogo musical, está ausente el nacimiento y el desarrollo del rock hecho en Venezuela. En tal sentido, distinguimos entre el fenómeno de dependencia de la subcultura de masa anglosajona, “ciega y sumisa, particularmente evidente y fácilmente estudiable en los sectores juveniles”, y el de transculturación, intercambio y sincretismo cultural, de acuerdo con Juan Liscano (F: 20-22); suponemos la imposición de la discografía extranjera en el mercado local, en detrimento de los éxitos alcanzados por la música “tradicional”; e intentamos una prudente consideración sociológica y musical en relación a la década de los sesenta, tratándose de la hipotética fuga, deserción o exilio de Guillermo Agustín Olivares.

II.- Periplo personal

Admirados gúrues de la música y de la publicidad, hastiados del negocio que los catapultó, también padecen de los naturales sismos existenciales. Intensamente padecido por el protagonista, decide emigrar en búsqueda de la libertad y serenidad perdida, para volver y percatarse de la asombrosa evolución del medio radial, aceptándose en la versión que es -en última instancia- la del narrador mismo.

Liderazgo sobrevenido

Olivares nace en la Venezuela petrolera, anodina y aparentemente conforme, conociendo muy poco de los padres, criado por la tía materna en una pequeña casa del muy caraqueño sector de La Pastora, transitada “esa solitaria adolescencia mía, desasistida e incógnita” (A: 93 s.). Contabilista en el treintenio, llegó a la radio para hacerse libretista, secretario, administrador, cumplidas otras facetas como reportero y narrador deportivo. Pudo ocuparse en otro empleo, pero el azar lo condujo al oficio que, involuntaria y sorpresivamente, le permitió liderizar los gustos músicales de un extenso público: “Jamás mostré iniciativa para algo; aun no he olvidado que en la ciudad yo llegaba -imbécilmente- a dirigir la opinión de la gente” (16 s.).

El azar se hizo intuición y atrevimiento, aprendiendo por sí mismo las destrezas necesarias, perfeccionándose técnicamente y trayendo las novedades musicales de Estados Unidos. Domesticó su talento y, rompiendo con el canón en boga, mejorada su dicción, acertó con una nueva forma de hacer radio, aunque -al pasar los años- adquiere consciencia del sobrevenido poder de manipulación: “Yo -ese otro que yo fui- hubiese exaltado con torpes adjetivos la sonoridad instrumental de Chon. ¿Cuántos programas, qué obtuso escándalo hubiera armado yo con un hallazgo como él?” (A: 19), confesó a propósito de una espontánea y rudimentaria interpretación. Y es que Balza asume, referido al pueblo, que “su gusto está dirigido por políticos y locutores” (B).

Triunfa constantemente en el oficio, ocupa el espacio matutino y coloca canciones nunca antes escuchadas en el país por la “!bendita provisión de Ara!”, quien lo acompañó en su precursor viaje a Los Angeles (A: 65 s.). La primera masa subyugada fue la de los liceístas, 6 emisoras de Caracas encadenaban con su programa “El disco desordenado” ; para 1959, lo hacían 23 estaciones del interior y, por añadidura, 150 del mundo lo reproducían mediante los “tapes” (67). Empero, al contrastarse con las posteriores generaciones de locutores, impreciso e inseguro, no sentía el ímpetu ni creía ser estrella (A:130 s.).

Inevitable consecuencia fue la de enriquecerse, tanto que “mi vertiginosa fortuna sostenía cualquier capricho” (A: 16), aunque habitó el apartamento de un sector caraqueño de clase media, como El Marqués (128). Emulación a la del espectáculo, personalmente lleva una vida banal, respirando la intrascendencia de las acostumbradas e inolvidables fiestas que lo atan a una superficialidad que tenía por fondo.

Crisis existencial

La vida como permanente festejo de la falsificación, genera una irreprimible crisis de identidad en la primera figura que fue de la radio (A:33). Inventaba historias y anécdotas, perdiendo en cada entrevista de prensa una noción de sí: “Cualquier versión sobre mi llegada a la radio fue tan falsa, que ni siquiera recuerdo cómo realmente ocurrió” (idem).

Otro ejemplo, lo más cercano, el amor de una mujer, Ara, se diluía en las escenas sexuales que, por cierto, no autorizan a climatizar eróticamente a la novela: “Me casé poco después de los veinte años; no mentiría si confirmo que ningún esfuerzo me permite recordar con claridad a mi esposa”, excepto la “experiencia táctil de unas nalgas tersas, cálidas, cada vez más hondas y sin secretos”, porque ella despertó su tardío y enérgico deseo, reacio después a comprobar la paternidad de su hijo (A: 48 s.). Sin embargo, la impresión es la del paciente - no otro que Olivares - de Ara, la psiquiatra que invirtió a Pavlov y Freud en una “azarosa mezcla de nigromancia, terapias y consejos”, arrastrándose a “su manera de sentir, para completar aquélla cosa estéril que era yo” (51, 53). Por lo demás, no parece convincente la caracterización de Ara como prototipo de la mujer venezolana, frente a la muy culta Aromaia, proveniente de la clase alta ( C ).

Decide retirarse del medio radial, rechazando “sensacionales” ofertas: “Flojera, abandono, no sé, algo me retenía” (A:22). Rompe paulatina y voluntariamente con Caracas, “enceguecedora” cuna de su “ruidosa popularidad” (16), a la búsqueda del Delta, “refugio secreto y esplendoroso” (17). Esta vez, es otra la mezcla que va logrando en su intensa búsqueda: “... de sabiduría oriental y de frivolidad. Muy en el fondo sé que jamás adquirí por completo esos estados” (93), aunque había advertido que “nada tendría el resto de mi vida que envidiar a un Lama” (16).

Desea compenetrarse con el “verdor y el silencio” de su “nuevo reino”, viendo “los dedos deltaicos saliendo unos de otros: una mano interminable y siempre comenzando” (A: 16, 26), y “ya harto de animadores y estrellas de televisión o el cine” (27), incursiona en la región selvática, y prontamente se percata que no disponía de una estación de radio. Funda, abandonando la lectura de los diarios y revistas, olvidando escucharla, Radio “T” al correr el año de 1963.

Queda atrás la Caracas “inocente, dejándose envolver con fe por esos aullidos e imposiciones de los locutores” (A:28), salvaguardando la añoranza del antiguo Parque Sucre, ahora Los Caobos; precisando que una sala de cine lleva por nombre el mismo del viejo teatro “Rívolí”, ahora Capitol, “por ese movimiento cíclico de los nombres”, o “El Silencio” que inició su remodelación en 1942 (34, 38, 47). E, incluso, con Perozo Naveda, la ciudad balziana tiene por encaje las reminiscencias de Lawrence Durrell.

Exiliado de los sesenta

Nacido en 1915 (A: 37), se convierte en un exiliado voluntario - más que desertor o reo en fuga - de la celebérrima década del sesenta. Indiferente, posiblemente no sospechó de un decenio mítico y del que supo burlarse Alfredo Bryce Echenique, escenario de un conjunto de cambios culturales, económicos y sociales sin precedentes, emergiendo con fuerza y protagonismo la juventud y la mujer.

La juventud exasperada de principios y mediados de siglo, dio paso a la contestataria y a la integrada, en el mundo desarrollado. Según Víctor Alba, la llamada contracultura mostró una pobreza teórica y literaria de la contestación, convirtiéndose en subcultura, por lo que -desde su perspectiva- animaba la aparición de una juventud inédita, como expresión de la clase obrera [7].

De la versión de Napoleón Bravo, surge un alborozado optimismo: “Los años sesenta constituyen probablemente la más extraordinaria década del siglo actual. Es cierto que hubo tensiones y una bomba de hidrógeno en estado latente, pero el conflicto bélico no fue mundial y los avances técnicos y sociales alcanzaron metas que rayan con la imaginación. Todos los campos avanzaron de una manera vertiginosa y el empuje de las masas se hizo sentir como pocas veces se ha visto” (G: 171). La obra en cuestión, “Super-estrellas”, considerada por un sector de la crítica como un plagio [8], nos parece inspirar decisivamente a “D”.

Olivares se establece definitivamente en el Delta por 1963 y desconocemos su directa preocupación e interés por los asuntos que políticamente conmovían a la Venezuela de entonces, siguiendo sus pasos de juventud. No se enteró de la paliza propinada a Leoncio Martínez (“Leo”) ni de la aparición de “Memorias de un venezolano de la decadencia” de José Rafael Pocaterra, cartilla indispensable del treintenio, antecedente de su marcada insensibilidad respecto a los agitados años sesenta.

Del testimonio novelado tampoco surge la jerga, giros, modismos y obscenidades de entonces, escasamente “pendejada” (A: 42), “gafedades” (130) o -recordado los treinta por Edgar Anzola - “puedes cachearme, no escondo nada” (41), confeccionando un libreto apto para todo público. Refiere una especialista que “la jerga juvenil tiene una época dorada en cada generación, pero es también efímera”, por lo que hubiese sido de interés abanicar palabras como “pepeado”, “la cátedra”, “picoteo”, “rechupete”, “cachepe”, “chévere”, “patiquín” y otras que, en los sesenta también hicieron el particular vocabulario de las llamadas “patotas” [9].

Inevitable en los sesenta y en la escuela de economía, aparece la revolución como “palabra extrema [que] toca el corazón y el vocabulario de Aromaia” (A:164), integrante de una época de la que Balza inexplicablemente descarta la versión de Bravo, quien la caracteriza como “cambiante, angustiosa, insegura, llena de contrastes y pura en muchas de sus expresiones” (G: 173), aunque después desmienta el idealismo revolucionario del rock, ilustrándolo por la falta de compromiso de sus líderes culturales con las acciones políticas de la juventud estadounidense [10]. Descartando también, tan conforme con los titulares de la prensa, las vicisitudes del gobierno de Rómulo Betancourt, el PCV, los secuestros, las huelgas obreras y estudiantiles (A: 104 ss.).

Son otros los que se ocuparán con obsesión de la guerrilla en nuestro país, como Ara y Hebu (A:109), la cual no entenderán muy bien. De ella, quien en la dictadura perezjimenista atendió la tienda de su padre en Curazao, se dirá de un “disfraz revolucionario” (165), completando un radical escepticismo.

El morbo y el alcohol, confundido por Chon con un insecticida, suplantarán el naciente y escandaloso consumo de drogas. Estrellar a diez palomas que “picoteaban el sol” contra el vidrio del automóvil, provocando una “lluvia sucia, sangre y sólo sangre” (A:30), es motivo de éxtasis, frenesí, celebración e -importante- melodrama.

Al regresar, Olivares revisará la década extraviada según los símbolos: la minifalda, la psicodelia, la moda “indú” (sic), los “swinging”, la paz, las flores e, infaltable, la música popular, creyéndola quizá concluida un 11 de abril de 1970 cuando se anuncia la disolución de “The Beatles” (G:206). Poco logrará de tamaña revisión, pues, Iván Loscher, otro de los nombres estelares de la novela, comentará treinta años después: “La radio vive a espaldas de la realidad de la juventud. Cuando empecé, ésta no daba cuenta de lo que era el fenómeno juvenil, y en plena década de los sesenta la juventud vivía un momento terrible a nivel social”, asentando que “había una irrupción musical mundial que la radiodifusión venezolana no entendió” [11].

Primera instancia del mundo del espectáculo, el exilio es el de la radio misma respecto a los notables acontecimientos generados por el fenómeno del “Poder Joven” en Venezuela, ni siquiera rasgado en la novela. Olivares regresó para dejar y confrontar su testimonio, volver a su modesta emisora interiorana, indiferente -según su costumbre- a las décadas que vendrán.

Los espejos de la cabina

El célebre locutor comparte cincuenta años de Caracas con Ara, Hebu, los Bermúdez, Aromaia, Chon y Lil, literalmente desfilando otros referentes -reales y palpables- como Armando Palacios, Edgar Anzola, Alfredo Cortina, Veloz Mancera, Sonia Sanoja, Antonio Estévez, Alejandro Otero, José Vicente Abreu, Napoleón Bravo, Iván Loscher, Rogelio Lezama, o -históricos e impalpables- como el Padre Gumilla, Diego de Ordaz y Lope de Aguirre. Además de permitirse una ironía con Jóvino Trillalba (A: 235) aludiendo a una conocida figura política, Jóvito Villalba, es notorio el traspapelamiento u opacidad de los que aspiran a cumplir un papel o función en la novela.

Una adivinación importante cursa en la obra: “Hebu iba a decirme que únicamente un escritor como Guillermo Meneses hubiera podido repetirme, inventar mi vida de los años cuarenta: la época de la fragilidad y el deterioro, de los humores y los gustos diarios: del espejo gastado o tangencial” (A: 48) [12]. La cabina está llena de reflejos que los micrófonos botan hacia la audiencia que celebra a sus ídolos, requeridos después de la prosa poética para reconstruirlos.

Podría aseverarse que “D” emula a “El falso cuaderno de Narciso Espejo” de Meneses, pero lo cierto es que, al contrario de lo expresado por Oropeza (D: 426), Balza es el que ahora proyecta sus sombras sobre los personajes, los subordina a sus gustos e ideas y -pretendiendo enmascararlos- los fuerza a añorar al narrador a cada instante. O al mismo anunciante.

El deltano ha deseado escribir a su modo un extenso libreto, convertido en el deshilvanador de sus personajes funcionales: “... No le interesa los personajes concretos, sino su funcionalidad; lo central es la figura para darle sentido a la forma y el lugar, para situar no la historia sino el tiempo del intelecto donde va a construir su novela” [13]. Y, ésta vez, ha escogido un elenco del que aprendió a ser Olivares, un sexagenario que bebe de la fuente de la eterna juventud cuando regresa a Caracas en los años setenta, rindiéndole culto a una nueva promoción de colegas.

E, igualmente, elegido por la anécdota y, siendo ella la “mínima cantidad del acontecer”, como apuntaba entre 1968 y 1974 (E:17), vierte técnica, composición, estilo y personalidad. En “D” la secuencia es lineal y esquemática o, si se quiere, un esquema descompuesto de fácil alineación por la recuperación de los datos históricos o cronológicos: mera ilusión de espiral, ya que se trata de la experiencia de un locutor hecha de otras experiencias, fundida la vida personal con la de la industria, y que pudo ser la de un oyente mismo dedicado a otros menesteres profesionales. Vale decir, es la anécdota la que tiende a descomponerse por la constante erosión de los actores, mostrándose endeble o frágil el acontecimiento desde el andamiaje narrativo mismo.

La radio urbana sufre cambios importantes en los años sesenta, al descubrir el amplísimo y prometedor mercado de la juventud que la escucha y no ve televisión, según las encuestas universitarias, pues, la música es el “vehículo que [la] comunica con el mundo” (G: 173). Radio Caracas Radio y Radio Cultura, al iniciarse el decenio, compiten fuertemente con dos programas televisados como el “Club Musical” y el “Club del Clan”, réplica de una exitosa emisión argentina, y, en las postrimerías, la emisora radial La Voz de la Patria deviene Radio Capital, una iniciativa exitosa e innovadora en el medio y a la que Balza rinde homenaje.

Detalles como la prohibición de programas, ilustrada por “The Mothers of Invention”, bajo la dirección de Bravo y Cappy Donzella, mejorado el precursor “Too Young” de Pérez Meléndez de Radio Cultura (G: 191), posiblemente hubiesen ayudado al esfuerzo novelístico, como eje de una efectiva evocación literaria, en lugar de la extensa reseña que culmina en Radio Capital, “pegador” de “Get back” de “The Beatles”, “Honky tonk woman” de “The Rolling Stones” o “Aquarius” de “Fifth Dimensión” (sic) por 1968 (204). Los más modestos eventos, frecuentemente contienen magníficas revelaciones, cuando la literatura los toma por asalto.

Olivares y sus amigos cercanos sintetizan a un primer Balza, por sus inquietudes, intereses e informaciones. Hebu y Fer descubren el grupo literario “Sardio” (A: 94), reprimida la alusión a la revista universitaria ”Intento” que, acabada por las diferencias ideológicas, dio pie a “En Haa”, al igual que la interesante aparición de sendos grupos militantemente literarios.

En la obra afloran Sonia Sanoja, Julia Kristeva, Proust, Einerth, Schaeftfer, Barthes, Duchamp, Albers, Eduard, Van Gogh, Reverón, Soto, Otero, Elisa Lerner, Meneses, Reverón, Poleo, Enriqueta Arvelo Larriva (A: 78, 109, 111, 196 s., 210, 227 s.), destacando significativamente un cuadro de Jacobo Borges (142) [14], como si bastara para que el lector adivinase las orientaciones del o los protagonistas en virtud del largo catálogo - el otro catálogo - de escritores, músicos y pintores. Se trata del “discurso del locutor que trata de cubrir las múltiples facetas de la cultura nacional [y] resulta una cadena de nombres y personajes sin que entendamos verdaderamente si los conceptos que el narrador emite nos deberían pertenecer como lectores” (D: 428). Sin embargo, en definitiva, hay un segundo Balza, detrás del protagonista múltiple, que rinde culto a la juventud, a través de Hebu, veintitantos años menor que Olivares, los amigos cercanos y, al final, los otros profesionales de la radio que le brindaron su amistad, aunque “yo hubiera sido el padre de todos” (A: 29).

Por 1958, el país supo del “boom” de los locutores comerciales, como Eduardo Morell, Luis González Giménez, Alfredo José Mena, Alfonso Alvarez Gallardo, Luis Turmero, César Pinto, Aureliano Alfonso, Clemente Vargas Junior [15], aunque la nómina será después completada por Plácido Garrido, Jesús Leandro, Marisela Bonilla, Arturo Camero, Oscar Capote, Gian Visconti, el peculiar Alfredo Escalante, de acuerdo a Montiel Cupello (H: 106). Los nuevos locutores asoman las posibilidades que pudo conocer Olivares de haber continuado su carrera citadina y, en última instancia, Balza que los imita a todos, imitándose a sí mismo en circunstancias que le asombran, los convierte en emblema de los cambios que olvidó Olivares: la radio es espectáculo y realiza la selección de escena.

“Pasan veinte años y por azar conozco a Napoleón Bravo y en él veo la síntesis de lo que tanto me había impresionado” ( C ), expresará Balza marcando uno de los rumbos de la novela. Y es que de la pléyade de locutores, lo emblematizará con el ídolo popular Faraón Rausseo (A: 129 ss.), surgiendo uno de los problemas más espinosos de la trama narrativa.

Por una parte, obliga incomprensiblemente a coexistir a Rausseo con Bravo, el “otro disjockey (sic)” (A: 147), aliviado el esguince por el prudente silencio que el uno guardó sobre el otro (243). Y, por la otra, no intenta siquiera una distinción convincente, ya que Faraón ciertamente se llama Ovidio Martínez, insigne lector que intentó cursar varias especialidades universitarias (135), amante -además del rock- de Piazolla, Serrat, Ibáñez, Cortéz, Zitarroza, Nacha Guevara, Violeta Parra, memorizador de McLuhan (235); mientras que el “otro”, en la vida real es José Ovidio Rodríguez, precoz oyente de radio, cuya migración universitaria lo llevó de la escuela de física a la de letras, pasando por la de ingeniería (básica) y filosofía, aficionado a la música “clásica”, capaz de adentrarse en las obras de John Kennedy Toole, Francisco Herrera Luque y Alejo Carpentier [16]. A diferencia de “Marzo anterior”, donde la anécdota no existe en favor de una espiral de historia e imágenes [17], “D” busca la supervivencia de una anécdota accidentada por la construcción de personajes y referentes.

La fotografía incluye a otros profesionales como Rogelio Lezama e Iván Loscher, éste último de “refrescante estilo oral [ y quien ] explora paradójicamente áreas tensas y dinámicas del mundo actual: la contracultura, los problemas de la alienación física y psicológica” (A: 243). Loscher, graduado en filosofía, cuya estampa -recordamos - devino célebre estereotipo, conserva su perfil en la reseña novelística, mientras Lezama no corre riesgo alguno.

La incursión del novelista en la nueva generación de locutores radiales, constituye un homenaje adicional a la emisora radial donde laboran - Capital- para llevarlo a la exagerada apuntación de los nombres y contenidos de los programas que realizan, como “Especialísimo” o “Nuestro gran basurero mundial”, causándole admiración. Reflejando su propia sombra, ratifica la observación de Oropeza en torno a la identidad del narrador: “Hay situaciones a partir de las cuales intuimos que el personaje narrador es abrumado con cierta información intelectual, no muy digerida por el locutor y presentimos que, en cambio, detrás de él, hay otra persona” (D: 427).

El regreso a la Caracas inexorablemente transformada, lo deslumbrará: la radio y no la ciudad, o - mejor - los espejos de la cabina, provocarán una sensación de renacimiento al atestiguar las novedosas destrezas alcanzadas al galope de los micrófonos. El estilo de la locución, ahora más culta, que de la radio misma y de la música cultivada, como si despertara de un largo sueño, no lo lleva a interpelarse en torno a la situación política, evadiendo hechos como la nacionalización de la industria del hierro o del petróleo, anuncio seguro de la indiferencia convertida después en hondo desprecio hacia la política, lo político y los políticos.

III.- Avalúo musical

La percepción musical es la del “rating”. Dependerá de la incansable labor promotora de quienes pudieron asumir el rock como expresión momentánea de la industria cultural. El ejercicio de la memoria sucumbe en la perspectiva enciclopédica y funcional de la música, finalmente extraviados los personajes y la anécdota en la noticia que fue la radio.

Oyente consumado

La música que interesará es la que goza de una alta cotización comercial, consumándose Olivares mismo como oyente y así entenderá el mundo y las cosas: “El cine y los discos han estado de manera innúmera en los ojos y en el sueño; cada frase musical posee, para mí, una asociación particular” (A: 15). Por consiguiente, auditará los éxitos musicales de la radio, como hará Bravo en “Super-estrellas”, sin adentrarse en la música misma, sus escuelas y matices, ni antropologizarla como ha acaecido en la novelística de Alejo Carpentier y Luis Rafael Sánchez, por ejemplo.

Nos referimos a la perspectiva del mercado discográfico en Venezuela, pautada desde famosos programas radiales como “El tragadiez de los éxitos”, “El hit parade de Venezuela” o “Desfile de éxitos”. “Billboard”, “Record Report” o “MTV” constituyen la guía fundamental de las cinco disqueras más grandes del mundo, imposibilitando la realización de artístas fuera del llamado “mainstream”, siendo “un negocio que no se puede venir abajo por experimentar con otra música” [18].

Inquieto, el protagonista advierte los “sonidos aun no creados del atardecer” (A: 18), en el intento elemental de buscar la musicalidad de la naturaleza, inmovilizar el tiempo y alcanzar la inmortalidad. Está hecho de las novísimas añoranzas del Delta y, volviendo a la ciudad, tratará de pensarla con sonidos, como definiría Combarieu la música, citado por Trujillo [19].

El juicio temerario de Bravo lo hará un raro espécimen en la era protagonizada por los jóvenes y de la cual Olivares es - apenas - un invitado y un fisgón: “La música de hoy no trata de rememorar el pasado y los sonidos campestres de una sociedad campesina - y luego industrial - como es la de nuestros padres [ que] han pasado de los sonidos campestres a los industriales, por lo que es muy lógico que añoren los sonidos de su juventud” (G: 260). En la novela corre la remembranza deltaza que es, solapada, la de la vieja Caracas, como el mínimo anclaje de identidad que tiene al penetrae - inseguro y temeroso - en una época de la que es ajeno: inducido (paciente cronológico) por una juventud que cuenta con sus propios nigromantes, terapeutas y consejeros.

El oyente de oficio también reprimirá la natural curiosidad musicológica alrededor de las flautas que fabricaban los indios Caribe o la circunstancia de un arpista ciego (A: 207, 208), ya que necesita “ser otro” y “esa necesidad de ser otro en donde radica el hecho experimental narrativo, llega hasta la persona misma del escritor” y, así como Balza “quiere escribir como escriben otros” [20], desea igualmente oir como oyen otros. Perozo Naveda nos avisa de un contraste con la absorción de la música en obras anteriores [21], ahora prisionera de los espacios disponibles de una programación imaginaria.

La naturaleza no aporta sonidos, constando en acta un “mar, repetido y novedoso” (A: 165), pero mudo. La lluvia, negada al oído, cierra etapas de la memoria (A: 210), como si fuese una vida aparatosa y secretamente filmada: lo confirma la precisa mención de la Caracas barrida por un “aguacero infernal” el 20 de agosto de 1946 (151) o de la tormenta deltaica del 2 de marzo de 1963 (181 s.), que pudo originarse en el propio diario de José Balza [22].

Más que el “pop”, la música popular

Rápidamente contrasta la música popular, exitosa y predominante en Venezuela con la importada, popular en otras distantes latitudes. Y la popularidad encontrará una temprana definición en la novela, como facilitadora de la memoria que el discurso narrativo pretende construir: “El pequeño espacio de la canción popular crea una coincidencia (´un test colectivo, una pendejada sonora´, definirá Hebu) para la más humilde señal del dolor, del sueño y lo transitorio, con la sensibilidad. Una canción renueva el tiempo, actualiza intensidades que habíamos forjado” (A: 42 s.). Sin embargo, los “rockeros” de los setenta, segregarán - frente a grupos como “The Rolling Stones” - a otros como el “execrable” (Faraón dixit) “Los Terrícolas” (237), banda venezolana que gozaba del favor de un extenso y variado público, caracterizada por letras y ritmos del despecho.

De la dura competencia radial (por cierto, exclusiva en la frecuencia AM), surge una corriente musical predestinada a los jóvenes, logrando segmentar el mercado y prácticamente monopolizar los nuevos públicos. Por añadidura, la “intrusión de la radio en la vida mecánica de la ciudad”, como puede leerse el fragmento en la novela, parecido al de un ensayo sociológico, permite, si lo desea, en una emisora de corte “juvenil”, programar tendencias encontradas: “Dos generaciones”, espacio matutino de Radio Capital, difunde “Alfonsina y el mar” con “Sin corazón en el pecho”, “Noches de blanco satén” y Marco Tulio Maristany, junto a Gaetano Veloso y Nicola Di Bari (A: 246 s.), o Toña La Negra y Alfredo Sadel, cantantes que embelecían a José Balza desde que llegó la electricidad al Delta, por 1950 [23].

“D” es un compendio de éxitos musicales, creyéndolo compensado por los atisbos de erudición. Hay mucha similitud con el tratamiento realizado por el Bravo, en su ya citada obra.

En la década de los veinte, están las canciones de Maurice Chevalier, los “foxtrots” como “Something I am happy”, el trío “Los Panchos”, Eduardo Lanz, Toña La Negra, Juan Arvizu, las orquestas “Casino de La Playa” y “Mingo y sus hots kids”, amén del extraño referente político, porque un arpista tocaba en una pequeña sala de la cárcel, mientras los presos (políticos) sufrían torturas. La emisora 1BC de Caracas necesitó musicalizar sus espacios, formando tríos de “arpa, cuatro y buche” (A: 27, 41).

En los treinta, el pegajoso cuplé “Nena”, Rafael Guinand, “Amapola”, “Alaí Cruz”, “El norte es una quimera”, “El manisero”, “En un pueblito español”, “Adiós muchachos”, Rafael Lanzeta, Lorenzo Herrera. Y en los cuarenta, “Billo´s Caracas Boys”, Luis Alfonso Larraín, “Buchipluma no más”, “El bote”, “El caimán”, Pérez Prado, Pedro Infante, “Los Cantores del Trópico”, Marco Tulio Maristany, Antonio Lauro, “Flor de té”, y todo lo que emanaban las “rock-olas (sic)” (A: 45).

La nómina la creemos más extensa en los cincuenta, cuando Olivares triunfó “hasta las náuseas” en “aquellos años totales, de frenesí, de novedades” (A: 48), con Bobby Capó, “María Cristina”, “Bésame la bembita”, César Concepción, César Angulo, “Ansiedad” de Chelique Saravia, “Escríbeme” de Castillo Bustamente, “Moliendo café”, con la más decidida intervención de los “disjockey” (A: 67, 69). Acota Montiel Cupello que el contacto masivo de nuestro país con el rock, comenzó por 1955 a través de una película y, para 1957, Bill Haley o Elvis Presley, comenzaron a escucharse y venderse, visitándonos grupos precursores de América Latina (H: 9 s.). Y, por lo que respecta a los sesenta, obviamente decaen las referencias en la novela.

Los asomos enciclopédicos de la obra, apuestan también por la música académica, consignando -de un lado- el “insólito” aprendizaje que hizo un conductor de “libre” (A: 54) o taxi, fiel oyente de la Radio Nacional, amante de Scribian y Bruckner, pareciéndole insoportables los sucesores de Ravel, y -del otro- calificando de la “hora más cómica de nuestra radio”, el programa del INCE, conducido por el profesor Calcaño (249). Olivares tararea ”Corte alegre” de la Banda Marcial, el aria de “Tosca” cantada por la soprano Lola de la Rosa; están Bach, los Brandenburgueses, las estaciones de Vivaldi, el bolero de Ravel; Aromaia gusta de Stockhaunsen y Boulez; o Hebu estima que Ríos Reyna dirige la séptima de Beethoven como si fuese un bolero, cree a Aron (sic) Copland el peor de los músicos, e -importante- elogia a Antonio Estévez, familiarizándolo con Bártok, en contraste con Fer [24].

En la muestra, no podía falta la música de “protesta”, con Violeta Parra, Víctor Jara, Alí Primera, Soledad Bravo. Consta la contribución radial a éxitos como “Canción del elegido” y “Cunaviche adentro” (A: 244).

Noticias del rock

Hebu y sus amigos, “ese día estaban, como miles en la ciudad, ebrios de Diana” y “ese mismo día, entre sus burdas imitaciones de Lucho Gatica o de Paul Anka, las dos luminarias del año, sentí que se marchaban” (A: 94), anota Olivares como la primera noticia de un ritmo del que no sabrá, sino diez o quince años después: será mejor su huída antes que la de sus cómplices de amistad. El rock, antes que definición, es evidencia, moda, gesto y lugar.

El rock tiene por lógicas referencias las atrevidas ambientaciones de la época inmediatamente precedente y los filmes importados, faltando la conceptualización que, en no pocos párrafos de la obra, intenta para otras circunstancias. Y es que, los mismos admiradores y cultores del ritmo, tampoco alcanzaron exactitud conceptual alguna.

Luego, el rock es un acontecimiento presuntamente provisional, pareciendo obvia la ventajosa carga identitaria que concede a los jóvenes, amén de las posibilidades tecnológicas con las que cuenta, relevado de una fatigosa abstracción. Escribirlo es hacer un reportaje noticioso, como ocurre en la obra: “En el plano verbal la novela se nutre, fundamentalmente, del recurso de la (sic) cassette. Lenguaje directo, llano, sin demasiada reelaboración [...] Aunque diversas imágenes parecieran ahogarlo, como si se tratara de abatirlo, el lenguaje, en un primer nivel, se ofrece de manera precisa y directa” (D: 423).

Encontramos dificultades para una definición de la música juvenil en los sesenta o setenta que, en la novela, prontamente la suplantarán los títulos y letras en inglés y el nombre comercial de artistas y bandas. Parece un problema de la época que Bravo intenta resolver: “Intentaré describirla [ música pop ] como una búsqueda hacia nuevas sonoridades a través, en la mayoría de los casos, de formas poco convencionales”, relacionando lo progresivo o underground, y destacando que “en principio, no es música comercial y lo será hasta 1968, año en que las casas discográficas empiezan a darse cuenta de que aquella música es un negocio” (G: 248). Y cuando Ana María Reyes trabaja el muy particular fenómeno del Poder Joven, del que supimos a finales de los sesenta y principios de los setenta en Venezuela, también ausente en “D”, nos remite a la identidad que concede, y resalta que “la música rock, underground y progresiva, que sacude, exalta, agita y estremece internamente a quien la ecucha, que lleva a ignotas regiones, maravillosas y desconocidas, que se infiltran en los sentidos en constante vibración” [25].

La vista del protagonista es noticiosa, ya que observa el “apretado pantalón blanco [que] decía algo de Elvis” (A: 30), así como un día la vestimenta de Ara fue “algo a lo Marilyn” (101). Presumimos algunos gestos corporales propios de la juventud en la novela, aunque no alcanza el “signo de la paz” que dos extraños transeúntes se hacían con la mano al cruzarse en una calle, como refiere Gerry Weil cuando “éramos full hippies” (H: 79).

La obra muestra otro de los indicios que Olivares recogió sobre la existencia de una nueva tendencia comercial, tomado de la caraqueña Sabana Grande: “... en el Mambo Café esas presencias resultaban frecuentes. Gente joven, gente de teatro, pasaba horas allí, en una atmósfera que reproducía cosas de los años cuarenta y los cincuenta; y que a Cien gusta identificar con la película American Graffit” (A: 173). Es que, toda una evolución de los antiguos “night-clubs” o “piano-bares”, el templo es ahora rentablemente para el rock y los jóvenes, o aquellos que dicen serlo tratando de ampliar la idea que la sociedad tiene sobre la juventud, siguiendo a Alba.

La lista de las más afamadas discotecas tendrá a ”El Hipocampo”, “La Haya”, “La Jungla”, “La Chismosa”, “El Espacial” o “El Hipopótamo” que impondrá “la moda de las discotecas” (G:191), aunque ya -para 1961- aparecieron “El Club del Twist” y “La Peña de los Gatos” (H: 16). “D” apenas asoma un fenómeno urbano, pero olvida los otros más espontáneos vinculados al nuevo ritmo: el de la Caracas “profunda” de la clase media, con los espectáculos del caraqueño sector de “El Paraíso” o el de “Bello Monte”, y las verbenas de sus colegios (privados) y liceos (públicos), reseñados por Montiel Cupello. Luego, Olivares quedará sorprendido porque la sede de Radio Capital la encontrará en un centro comercial, quizá anuncio de las innovaciones que experimentará la ciudad con sus futuras moles mercantiles.

La “segunda” generación de locutores comerciales se impone la tarea de actualizar a Olivares o, mejor, a Balza, en torno a un ritmo y a un “estilo de vida” que quedó: revisa la nómina de “hits” para la emisión nocturna, con “Tren de medianoche a Giorgia”, “First time I saw your face”, “Killing me softy with your song”, “Neither one of us”, “La casa degli angeli”, “Godosvinda fremer”, “Starman” (A: 133), pero será otro el grupo estelar: “El impacto universal de Los Beatles, abrió su conciencia para la música popular” (136), refiriéndose al veinteañero Faraón. Y éste, reveladoramente, confiesa: “Dice que vio con placer cómo la obstinación causada por Billo y Damirón fue sustituida -en su pubertad- por fiestas a las que llegaba el rock, el twist, el surf. Pero, como él mismo ha repetido, su oído nació (y así su elección por la radio) con las invenciones de Los Beatles” (184 s.).

La banda de Liverpool llega tarde a Venezuela [26], impactada la juventud que goza de la oportunidad de escuchar los discos importados, comenzando quizá la recia difusión de la música con letras en otro idioma y de la cual consta, en la novela, el correspondiente arqueo de la caja sonora: “En efecto, el límite exhaustivo que fue creado en la música popular por Los Beatles, pareció no tener continuidad: porque sólo era previsible un retorno al estilo anterior a ellos [sin embargo] se ligan temas famosos, fragmentos mutilados de sinfonías, se mezcla un estilo romántico con arreglos de sintetizador, etc. También es cierto que muchos músicos inventan realmente sus melodías, componen con calidad: pero predomina el saqueo” (A: 185). Enunciados los volúmenes rojos de “Pink Floyd” (“Atom Herat mother”), “Windows” de John Lord y las variaciones de Wakeman (“The six wives of Henry VIII”), Lou Reed, David Bowie (185 s.) [27], los cantantes del patio también tenderán a las interpretaciones de un inglés que llamó Montiel Cupello con un venezolanismo : “guachi guachi” (H: 84).

El contenido de las letras es motivo de celebración, traducida “Strawberry fields forever, Yesterday y Eleanor Rigby, todo lo que hoy es un lugar común, fascinado por la poesía directa que arrojaban esas piezas” (A: 185). Desde 1961, por ejemplo, grupos venezolanos como “Los Impala” versionan en inglés o en español, piezas de Little Richard, Al Caiola, Budy Holly, Ritchie Valens, Elvis Presley, entre otras (H: 12).

Respecto a las letras, Álvarez Núñez señala al rock como “un ritmo que advierte y revela lo por venir, ese grado de combustión de necesidades y urgencias que no tienen una traducción”, subrayado que “transmite epopeyas urbanas, cuenta los secretos y los murmullos de una sociedad a punto de todo”, para concluir que “no tiene porqué ponerlos en palabras, está en la audacia del sonido de sus guitarras, en la conjunción explosiva del bajo y la batería; puede encontrarse en lo hiriente o sugestivas que parezcan las voces; en la lubricidad de la perfomance del cantante; en los ataques famélicos de los teclados” [28]. Siendo así, parece no importar la calidad letrística ni que sea en un idioma distinto, imponiéndose en definitiva el gusto personal, aunque fue exaltada la circunstancia de la grabación de Allen Ginsberg con Bob Dylan, que Andy Warhol patrocinara el grupo “Velvet Underground” o Gerry Weill cantase sus poemas (G: 173).

El grupo venezolano “La Fe Perdida” saca “Las escaleras de tu mente”, originalmente en inglés, a principios de los setenta, y Loscher comenzó a ponerlo en Radio Capital: la disquera dijo que había que hacerlo en español, sugiriendo ciertas libertades para el discjockey. Y, como es natural, recordemos que muchos grupos venezolanos interpretaban y castellanizaban las canciones de los más afamados grupos anglosajones (H: 74 s.).

IV.- Rock venezolano

Decididamente fugaz, frente a la relación de las innovaciones musicales venezolanas, la novela desliza una nota sorprendente y confusamente nacionalista. Las posibilidades competitivas del rock local ceden ante la violenta imposición de la industria discográfica internacional, olvidadas sus propias vicisitudes.

La frustrada fabricación nacional

La música venezolana de los cincuenta ya exploraba los caminos de su actualización, suscitando la reseña de Olivares: “Los dos primeros grandes long plays de venezolanos adquirieron una significación que no había vislumbrado: Dinner in Caracas de Aldemaro Romero y Mi canción de Alfredo Sadel [señalando] una ruta que nadie había seguido”, para reconocer que “desde 1952, ese tipo de grabación constituirá entre nosotros una nueva manera de acercarse al público, de retener su atención, de transmitir el gusto personal de quien hubiera realizado la selección”, colocándola en Radio T (A: 66, 181 s.). No obstante, se dirá -luego - de la “deplorable sumisión de los ritmos criollos al jazz y al bozza nova”, con las extrañas mezclas de joropo de Romero (234), filtrándose un sorprendente y confuso dejo nacionalista que no se compadece con la cotidiana reiteración de “Diana” y “Little darling”, por ejemplo, para “pegarlas definitivamente” (29), aupando el desplazamiento de “nuestra” música por la de “otros”.

Surge el rock nacional, experimentando sobre los éxitos extranjeros, para lidiar con varias etapas. Desde finales de los cincuenta hasta aproximadamente 1963, se introduce y asimila el ritmo en nuestro país; tiene sus puntos culminantes entre 1964 y 1973; y conoce la crisis por 1973, hasta recuperarse en los albores de los ochenta.

Olivares habla y Balza escribe, por consiguiente, en una de las peores etapas del rock nacional, coincidente significativamente con la primera bonanza petrolera de Venezuela y, anota Montiel Cupello, con la radical conversión de Donzella a la música “criolla”. La desintegración de los grupos, el avasallamiento promocional del disco extranjero y las incursiones delictivas de los cultores del rock, lo hicieron replegarse, arrinconado a un “submundo”, por no caber la “culturita del rock”, derrotado por la fiebre de la música-disco, la changa, la salsa y el jazz-fusión (H: 100, 102).

“D” se hace eco del éxito de los cantantes venezolanos que las generaciones actuales no imaginan, como el de “[Néstor] Zavarce [por quien] hubo desmayos, tumultos y hasta heridos en una de las mayores manifestaciones de popularidad dentro de la historia musical venezolana” (G: 166), a principios de los sesenta. Además, los intérpretes consolidados del patio intentan competir con los nuevos ritmos, como el twist: Chelique Saravia, “Los Melódicos”, Lila Morillo, el “Trío Venezuela”, Alfredo Sadel y la orquesta de Porfi Jiménez (H: 18).

Puede asegurarse que el rock, venezolanizado, va camino al fenómeno de la transculturación, en los términos de Liscano, aunque éste interponga obstáculos para asimilarlo como tal [29], a través de no pocas agrupaciones, palpable -sobre todo - a partir de los ochenta con “La Misma Gente”, “Fahrenheit”, “Sentimiento Muerto”, “Zapato 3” o, al filo del ska, con “Desorden Público”. Empero, afrontará las dificultades que deja ver muy bien la novela.

Napoleón Bravo reconoce el éxito de los primeros “grupos juveniles” venezolanos como “Los Impala”, “Los Supersónicos” o “Los Darts”, mientras “Los Beatles” fracasan en París, antes de pisar los estudios de Ed Sullivan (G: 186). Entre nosotros, por ejemplo, “Los 007”, luego que Eduardo Morell los radiara, alcanzaron ventas inmediatas de cinco mil discos (H: 39 s.) y, no olvidemos, con ciertas cotas de originalidad y competitividad alcanzadas: fabricamos precursoramente discos de colores, las grabaciones eran rápidas o sorprendía la versatilidad de “La Lupe” (30,58, 87); “Los Impala” incorporaron determinados instrumentos antes que “Chicago” o Carlos Santana; “Ladies Water-closet” empleó efectos que, después, “King Crimson” o “Ten Years After” hicieron famosos; o hubo intérpretes como Guillermo Márquez - “El Ziguí” - que combinan a Bob Dylan, Jim Morrison y Alí Primera (3, 60, 81).

Frente a la discografía extranjera había buena venta de “Los Darts” y “Los 007”, con 20-30 mil copias, en un mercado donde Alfredo Sadel colocaba 100 mil y Billo entre 150-200 mil discos (H: 116). Dato decisivo para ubicar la contribución de la logia radial a la frustración de la música local, en sus variadas expresiones.

En sus inicios, el rock venezolano no fue violenta o súbitamente popular, pero remontaba paciente la cuesta. Empero, apegado al testimonio de los personajes y referentes de “D”, al igual que la música “tradicional”, sufrió los embates del mercadeo discográfico internacional y del activo concurso de los locutores radiales “juveniles”, afianzando la dependencia donde tempranamente pudo haber transculturación.

El sendero perdido del rock

Ciertamente, “D” se nos ofrece como un “muestrario de fichas que no han sido trabajadas aún en función de la escritura de la novela” (D:430). Una excepción en la obra balziana, escapa de las evocaciones, sugerencias o universalizaciones que suscitó la radio en la juventud venezolana, si es de admitir la obra como una empresa juvenil.

Por la novela no desfilan triunfantes bandas y solistas venezolanos de rock, en los importantes sesenta, como “Los Flippers”, “Los Blonders”, “Los Tempest”, “Los Jaguars”, “Los Tartans”, Henry Stephen, “Los Demonios del Rock”, Rudy Márquez, “Los Zeppy”, “Los Bugarts”, “Los Záfiros”, “Los Delta”, “Los Jets”, “Los Dinámicos”, Trino Mora, “Los Migs”, “Los Duendes”, “Los Barracudas”, entre otros, unos más y unos menos, conocidos hasta 1963. El exilio de los restantes sesenta, le hará definitivamente perder la senda.

Acordemos que “D” de José Balza, virtuosamente, evidenció el camino dependiente de la cultura anglosajona, o que, defectuosamente, fundado en el testimonio de la nueva promoción de profesionales de la radio, falló en la filmación de la época. Quizá, reivindicándolo, servirá afirmar con Perozo Naveda que “es un escritor de problemas, y lo que le interesa es que al plantearlos estén ahí como problemas”, aunque “es un novelista de temas donde los espacios, los personajes hablan del tema” [30].

Pudo tratar extensamente las implicaciones de la radio, biografiándola, en una época teñida del testimonio interesado de los nuevos profesionales de la radio. Evadir el reiterado tema político, no significaba hacerlo con vivencias o experiencias de una juventud cambiante, según la noción que la sociedad tiene de ella, y, por ello, las persecuciones, verbenas, espectáculos, el soborno o “payola”, hubiesen también concedido una adecuada dimensión a la variedad de apuntes que supuso la obra.

Con preciso bisturí retrata el ambiente publicitario, el afán de superación de los locutores, la búsqueda de alternativas existenciales, el homenaje rendido a la mercadotecnia, la obstinación frente a la música “tradicional”, mas no concuerda literariamente con la radio como subcultura, la alienación y posible irresponsabilidad de los líderes radiales de opinión, desterrando el rock venezolano de su horizonte, en clara correspondencia con la crisis experimentada cuando Olivares habló y Balza escribió. Este último, es uno y múltiple, arrojando sus sombras sobre los aspirantes a desempeñar un rol en la novela.

V.- Conclusiones

1.- “D” constituye una excepción en el elenco narrativo balziano, al no alcanzar un adecuado tratamiento del fenómeno radial (y musical) venezolano, aunque logró aprehender y asimilar el discurso publicitario con entera eficacia.

2.- El autor (uno y múltiple) es el que se realiza a través de los distintos personajes y referentes, propensos a la erudición en el curso de una melomanía que intenta contrastar la cotización comercial de las piezas.

3.- El notable vacío de la década de los sesenta, le resta credibilidad emotiva al culto de la juventud, intentando compensarlo con la tardía reseña noticiosa del rock.

4.- Está ausentes el origen y desarrollo del rock venezolano, debido probablemente a la escasez o inexistencia de fuentes de información o investigación confiables o al descrédito que sufría cuando el autor planteó y escribió la obra.

5.- Evidencia la dependencia del negocio radial venezolano con los intereses de la industria discográfica internacional, en detrimento del mercado musical venezolano.

Notas

[1] Pasquali, Antonio (1963) “Comunicación y cultura de masas”. Monte Avila Editores. Caracas, 1977: 215, 221, 261.

[2] Señalaba Balza: “Ahora me entusiasma ´D´, pero sin gran fe, sabiendo de antemano que hay allí una decepción. Pero me entusiasma escribirla”. Luego, la entrevistadora observa: “No hace mucho, el escritor y ensayista se enteró de que Mario Vargas Llosa hacía un trabajo literario sobre la radio. Molestó a Balza esa casualidad, no porque tema la comparación, sino porque en un momento en que surgen novelas con el personaje caudillesco, parece como si los escritores se pusieran de acuerdo para desarrollar cierto tipo de problema. Balza debe andar todavía un trayecto largo en ´D´ y lo hace con la esperanza de que su retrato no se quiera relacionar con el supuesto libro de Vargas Llosa” (B).

[3] Romero, Denzil (1977) “ ´D´ diferente”. Diario “El Nacional”, Caracas, 8 de diciembre.

[4] Aponte Zacklyn, Lyda (1988) “D de José Balza”. Revista “Vuelta”, México, Nr. 136 de marzo. Víctor Bravo coloca también a Balza, junto a un muy reducido conjunto de narradores, en “nuestro horizonte de trascendencia” y ataja pronto cualquier vacilación: “No hay quien pueda dudar de eso ante D y Percusión”. Cf. Bravo, Víctor (2002) “Canon bravo”. Diario “El Nacional”, Caracas, 6 de agosto.

[5] Alegre, Atanasio (2002) “Curiosidad suscita en los lectores Balza, tras lo narrado”. Diario “El Universal”, Caracas, 16 de marzo.

[6] Saldes Báez, Sergio. “Razón y ser en la narrativa española y latinoamericana contemporánea”, en: http://www.scielo.cl/scielo-PHP?pid=s0716-58111997001000008&script=sci_arttexx&ting=es

[7] Alba, Víctor (1979) “Historia social de la juventud”. Plaza & Janés Editores. Barcelona.

[8] La consideramos un extenso libreto radial que le permite a su autor, por entonces de veinticinco años de edad, ciertas liberalidades “literarias” y coincidir con los reportes internacionales de la música popular, familiarizándose -al menos - con la serie cronológica trimestral llevada por el Instituto de Estudios Políticos de la Universidad Central de Venezuela, bajo el titulo “Documentos. Revista de Información Política”.

[9] Vid. Rodríguez Barradas, Isabel (1988) “¿Y ese lenguaje qué?”. Diario “Ultimas Noticias”, Caracas, 10 de julio. Cfr. Carías, Germán (1965) “Al este crecen las patotas”. Diario “El Nacional”, Caracas, 21 de octubre.

[10] Bravo, Napoleón (1975) “Visión integral del rock”. Revista ”Resumen”, Caracas, Nr. 110 del 14 de diciembre.

[11] Pinzón Pérez, Mariana (2001) Entrevista a Iván Loscher. Diario “Tal Cual”, Caracas, 2 de julio.

[12] Respecto al párrafo de marras, dirá Aponte Zacklyn: “La voz convertida en anuncio comercial ayuda a señalar la desconstrucción que practica la escritura y apunta a la ambivalencia del texto en relación con la historia”. Vid. Aponte Zacklyn, L. Op. cit.

[13] Perozo Naveda, Blas (1976) “José Balza: El texto vigilado” (tesis de ascenso). Universidad de Los Andes. Facultad de Humanidades. Escuela de Letras. Mérida: 60.

[14] Dirá Balza: “... Desde 1957, la pintura figurativa en Venezuela posee un exponenete (sic) excepcional: Jacobo Borges (1931). Tan apto para el violento sarcasmo político, para la burla, como para pintar obras que conmueven por su reflexiva (y culta) densidad”, sosteniendo el artista “la responsabilidad de ser hoy un gran lírico, un satírico y un panfletario”. Vid. Balza, José (1984) “Puntos de partida sobre la pintura en Venezuela”. Revista “Lamigal”, Caracas, Nr. 4 de septiembre.

[15] Doble curiosidad, pues, al parecer no sustituyeron sus nombres verdaderos por otros “artísticos” y Vargas Junior dijo contar con una fonoteca de ocho mil discos, incluyendo en su hoja de servicios la promoción de dociscientos “long play”. Vid. Abrizo, Manuel (1988) “La democracia ha bailado al son que le toquen”. “El Diario de Caracas”, 23 de enero.

[16] Fuentes, Elizabeth (1984) Entrevista a Napoleón Bravo. Diario “El Nacional”, Caracas, 24 de junio.

[17] Vásquez Tortolero, Mireya. “El doble en la novela Marzo anterior de José Balza”, en: http://www.ucab.edu.ve/investigacion/cill/eldo.htm

[18] Pinzón Pérez, M. Op. cit. Cfr. Pinzón Pérez, Mariana (2001) “Música paga sí suena”. Diario “Tal Cual”, Caracas, 24 de septiembre.

[19] Trujillo, Manuel (1985) “Revolución y crisis de la estética”. Academia Nacional de la Historia. Caracas: 52.

[20] Perozo Naveda, B. Op. cit.: 13.

[21] Ibidem: 44.

[22] Consultados dos periódicos caraqueños, no logramos registrar acontecimiento extraordinario alguno derivado de las lluvias en las fechas mencionadas, por lo que, al llevar un diario desde la edad de siete años, “donde describo todo lo maravilloso que ocurría a mi alrededor”, las consideramos una muy personal anotación que escurre en la obra. Vid. Araujo, Elizabeth. Entrevista a José Balza, en: http://www.kalathos.com/may2000/josebalza_completo.htm. Por cierto, hallamos una curiosa posibilidad novelística en el reportaje del diario "Ultimas Noticias", Caracas, 27 de agosto de 1946, pues, el día anterior, intentaron arrojarse tres damas desde los puentes de El Guanábano, El Viaducto y el de Las Brisas de Caracas, dos de las cuales aparecen sonreídas en las gráficas.

[23] Araujo, E. Op. cit.

[24] Al analizar una obra de Antonio Estévez, por ejemplo, Balza evidencia su erudición musical y técnica, ensayando además los rasgos psicológicos del compositor. Vid. Balza, José (1981) “El concierto para orquesta”. Diario “El Nacional”, Caracas, 20 de septiembre. Oportuna digresión, en la misma edición aparecen sendos artículos mediante los cuales, de un lado, Rházes Hernández López reclama la elevación arancelaria impuesta a la música de lo “más sublime de la sensibilidad y del buen gusto”, mientras es eximida la salsa, el rock y “otras manifestaciones deleznables de bajo origen material”; y, del otro, Napoleón Bravo e Iván Loscher versan sobre la juventud y la política.

[25] Reyes, Ana María (1979) “La rebelión del poder joven”. Editorial Ateneo de Caracas: 87 s.

[26] “Los Beatles ingleses” se vieron por primera vez en la televisión venezolana a través del canal 8 (Cadena Venezolana de Televisión), el 1ro. de noviembre de 1965, de acuerdo al aviso publicado en el diario “El Nacional” de Caracas. Abrizo (op. cit.), dirán que el grupo alcanza la fama en Venezuela por 1965 y 1966.

[27] Para la relación de las canciones, Balza emplea siete notas a pié de página. Valga acotar, Napoleón Bravo exalta a Frank Zappa, pues “se da el lujo de dirigir orquestas sinfónicas y producir películas” (G:230), mencionando la música atonal de John Cage, sin que obviamente se adentrara en la crisis de la música contemporánea. Cfr. Trujillo, M. Op. cit.: 49-57.

[28] Alvarez Núñez, Gustavo. “Una aproximación al estatuto literario de las letras de rock”, en: www.revista.discurso.org. Reconocidos poetas llamaron la atención sobre el contenido del cancionero de rock, como Elmer Szabó al homenajear la canción "Espera hasta mañana" de Hendrix ("Evocación de James Marshall Hendrix, poeta norteamericano", diario "El Nacional", Caracas, 18 de septiembre de 1983), e, incluso, una institución del Estado venezolano, Fundarte, hizo una edición bilingüe de los versos de John Lennon y Bob Dylan, por aquel tiempo.

[29] Polemista de los años ochenta, Liscano extremó su oposición al rock por contrariar nuestra idiosincrasia. Así, en medio de una desacostumbrada polémica articulística y epistolar, escenificada en un diario de circulación nacional, sintiéndose abrumado y halagado por la resonancia de su desacuerdo, consideró que los ritmos jazzísticos, afrocubanos, brasileiros o el bolero y la ranchera, “responden en su mayoría a la idiosincrasia hispanoamericana”, generando posiblemente una sectaria y defensiva pasión de los cultores del rock. Vid. Liscano, Juan (1985) “De nuevo: el rock”. Diario “El Nacional”, Caracas, 5 de diciembre. Cfr. (E: 107 s.).

[30] Perozo Naveda, B. Op. cit.: 58.

Referencias esenciales

(A) Balza, José (1977) “D. Ejercicio narrativo”. Monte Avila Editores. Caracas, 1981.

(B) Vargas Sánchez, Helena (1975) Entrevista a José Balza. Diario “Ultimas Noticias”, Caracas, 6 de julio.

(C) Fuentes, Gloria (1977) Entrevista a José Balza. Revista “Páginas”, Caracas, Nr. 1156 del 9 de abril.

(D) Oropeza, José Napoleón (1984) “Para fijar un rostro. Notas sobre la novelística venezolana actual”. Ediciones del Gobierno de Carabobo. Valencia, 2003.

(E) Balza, José (1976) “Los cuerpos del sueño. Derivaciones sobre narrativa”. Ediciones de la Biblioteca. Universidad Central de Venezuela. Caracas.

(F) Liscano, Juan (1985) “Reflexiones para jóvenes capaces de leer”. Publicaciones Seleven. Caracas.

(G) Bravo, Napoleón (1972) “Super-estrellas”. Editorial Yare. Caracas.

(H) Montiel Cupello, Gregorio (2004) “El rock en Venezuela”. Fundación Bigott. Caracas.

© Luis Barragán 2005

Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid

El URL de este documento es http://www.ucm.es/info/especulo/numero30/jbalza.html


Cfr.
http://biblioteca.universia.net/html_bura/ficha/params/title/d-jose-balza-extravio-rock-venezolano/id/1739541.html
http://www.red-redial.net/revista-especulo,revista,de,estudios,literarios-268-2005-0-30.html