domingo, 9 de septiembre de 2012

REVERANOS

El Nacional - Martes 22 de Marzo de 2005 A/6 Opinión
La mirada ajena
Antonio López Ortega

Un amigo visitante de estos últimos días se conmovía con la estampa venezolana. Apreciaba la gentileza, buenas maneras, chicas curiosas y preguntonas, paisajes subyugantes, cierto dolor secreto; extrañaba también un poco de densidad en los planteamientos, cierta superficialidad en los enfoques, un poco de rigor cuando sólo había risa. En Mérida admiró los valles estrechos atravesados por un río pedregoso, la verticalidad obscena de las montañas; en Caracas, esa modernidad urbana venida a menos, ese fulgor perdido de otras épocas. Fueron pocos días en una y otra ciudad pero suficientes para reconciliarse con esta geografía humana, llena de pareceres, tropiezos, extravíos.
La prensa le resultaba un animal extraño, con titulares irreconocibles, dando por sentado verdades que en otros horizontes están proscritas; la vida intelectual le resultó opaca, con intelectuales brillantes que son más bien ágrafos, con un poco de odio en ciertos rincones de la mente, con una contribución social pobre cuando más se le necesita. Un cierto vértigo, un cierto malestar irresoluto, flota como una aureola y confunde los objetos. Vivimos más de divisiones que de debates –se dice el viajero– cuando lo que importa es la convivencia de las ideas.
Algunos se desgajan por jugar a la inclusión; otros ni siquiera se inquietan por ser sectarios. Tiempos de revancha para unos; tiempos de encierro para otros.
Pero más allá de los malestares, el viajero aprecia una fibra humana, quizás más joven que añeja, que pulula hacia el futuro. Está el joven poeta que se acerca y pide consejo, está la joven que pide un autógrafo en un cuaderno de clases, está la pregunta insípida que aspira a una respuesta envolvente.
Un auditorio de estudiantes ávidos responde con hartazgo a la discusión política, pero se arremolina con pasión a la hora de rechazar la violencia, sea cual sea su signo.
Importa poco el presente y sus derivados; inquieta más el futuro y sus posibles figuraciones. Ese candor cautiva al viajero y lo suspende en algo que se transforma en alegría. No es el síndrome del Cronista de Indias, maravillado ante flora y fauna; es más bien el que reconoce una pasión humana, llena de declives, errores, injusticias.
Ese rostro que puja por salir a superficie es el que le interesa, sumergido allá en el fondo, y enrarecido.
En sus dos últimos días en Caracas, el viajero se ofrece dos regalos, se impone dos ritos. Uno es el de ir a ver algunas piezas de Reverón en la Galería de Arte Nacional: el trazo que se desdibuja, el sol pálido, la luz como una huella. Otro es el de escabullirse en el Ateneo de Caracas para ver la reposición de El día que me quieras en el montaje del maestro Gené: la condición sentimental, los modos culturales que la urbe va modelando, nuestra domesticidad llena de pequeños afanes. En un solo rapto, el viajero pasa de la refiguración del paisaje a la condición humana, de la abstracción a la concreción, de lo innombrable a lo que se renombra permanentemente.
Un puente tendido entre dos orillas posibles: de un lado, el extravío de Reverón, queriendo desnudar la realidad hasta los huesos; del otro, un obseso como Cabrujas, añorando un paisaje barroco donde sólo hay gestos grandilocuentes.
El viajero se retira absorto, agradecido; ha creído reconocer dos pulsiones del intelecto, dos cosmovisiones; ha creído reconocer una complejidad. El círculo se va cerrando y las imágenes se agolpan. Esta vez fueron Reverón y Cabrujas, pero han podido ser Picón Salas, Soto, Cadenas, Garmendia.
¿Dónde está lo mejor de nosotros? –se pregunta el viajero ya montado en el avión de regreso–.
Pues está en lo que perdura, en lo profundo, en lo que no cambia como los buenos manjares.
Hay que ver más allá de los accidentes, de los tropiezos, y reconocer, por ejemplo, qué es lo que ha perturbado a nuestros artistas, qué es lo que los ha desvivido, qué es lo que ha provocado su entrega ciega. Allí pululan más claves que las de los vaivenes históricos, las más de las veces desmedidos o descentrados.
El viajero se queda con la luz ciega de Reverón y deja para la corte las presas sobrantes que alguien arroja al ruedo.

Fotografía: El Diario de Caracas, 05/06/89.

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