jueves, 23 de agosto de 2012

DAHBARIANAS

EL NACIONAL - Sábado 23 de Junio de 2012     Opinión/7
¿Qué hace esa mujer ahí?
SERGIO DAHBAR

Muchas veces, encerrado en la lógica absurda de un laberinto museístico, me he preguntado: "Qué hace esa mujer ahí". Lo cierto es que el alma y el cuerpo femenino siempre fueron objeto de estudio de los artistas.
Esposas, amantes, amas de llave, nanas, mujeres de servicio... Entraron en la eternidad de la cultura universal y se quedaron para siempre. Así lo muestra una revisión sorprendente de la obra de Da Vinci, Raphael, Tiziano, Botticelli, Durero, el Greco, Rubens, Tyranov, Gros, Kiprensky.
En algunos casos se convirtieron en íconos irresistibles. En la obra del francés Pierre Bonnard la presencia de su esposa aparece en 385 obras. El pintor ya había encontrado la senda del arte cuando, a los 26 años de edad (1893), se topó en el bulevar Haussmann de la ciudad de París con la inefable Marthe.
La intuyó tan indefensa que la ayudó a cruzar, como si se tratara de una niña. Se convirtió rápidamente en su modelo, amante y compañera de rutina. Ella desconfiaba de casi todo el mundo.
Por eso suplicaba que se mudaran de habitación en habitación, de hotel en hotel, en donde siempre buscaba la bañera como tabla de salvación.
La salud de su esposa exigía viajes a spa, sanatorios o centros de retiro. La belleza se había ido desprendiendo del cuerpo de Marthe como una alegría perdida. Resultaba difícil saber si se encontraban en el apartamento de París, la casa de campo Mi Caravana, o la villa rosada en Cannes.
En esos tres puntos de Francia, Bonnard acentuó su conducta reclusiva y su obsesión por inmortalizar a una esposa que se le escapaba de las manos sin cura alguna. A los 50 años de edad, la voz de Marthe apenas podía oírse, su piel se había vuelto transparente y su estado de ánimo era débil. Murió en 1942, después de soportar los primeros embates de la Segunda Guerra Mundial y ver cómo su marido canjeaba obras de arte inmortales por mantequilla y huevos.
El caso del pintor figurativo estadounidense Andrew Wyeth se encuentra en la esquina opuesta de Bonnard. Nació en Chadds Ford, Pensylvania (1917). A los 31 años de edad presentó su obra más recordada, El mundo de Cristina (1948), referencia del realismo social norteamericano.
Su obra casi siempre contiene personas y paisajes en dos localidades: Brandywine Valley, muy cerca de Chadds Ford, donde nació, y Cushing (Maine), donde posee una casa de descanso. Hasta 1984 toda la vida de Andrew Wyeth había transcurrido en la calma. Ese año una petición de entrevista, solicitada por la revista Art & Antiques (98.000 ejemplares auditados), activó el gatillo de los desaciertos.
Wyeth confesó que su obra no podía ser entendida si no se tomaban en cuenta 240 obras, hasta ese momento resguardadas en secreto, pintadas entre 1971 y 1985. Esos cuadros tenían a una mujer llamada Helga como única modelo, que resultó ser la cocinera y ama de llaves de los cuñados de Wyeth.
Las repercusiones de estas confesiones afectaban sin duda el conocimiento real de su obra artística, pero generaban sospechas también sobre su vida privada. La primera involucrada en esta historia era su propia esposa, Betsy Wyeth (64 años, 46 de casada con el artista), quien podría preguntarse si su marido no era a su vez el amante de esa modelo a la que había visto muchas veces desnuda a escondidas durante 15 años.
A los pocos meses un coleccionista de Texas, llamado Leonard Andrews, compró la colección Helga por una suma millonaria.
En la edición de Time del 1º de junio de 1987 el rabioso crítico australiano de arte Robert Hughes dinamitó semejante farsa.
Betsy Wyeth conoció siempre la historia real de los cuadros de Helga, en el periodo 1971-1985.
Nunca hubo obra secreta, ni trabajo desconocido. Jamás existió romance entre Wyeth y Helga. Y el inefable comprador de Texas, Andrews, arregló previamente esta maniobra comercial con el matrimonio Wyeth y los editores de la revista Art & Antiques.
Del desconsuelo de Bonnard por la fragilidad de su esposa en la bañera, que parecía esconderse en el vientre materno para escapar del mundo, a unos rufianes estadounidenses de apellido Wyeth que deseaban sacarle unos cobres al arte, se extiende una singular línea de iluminaciones y ruinas humanas. La mujer se encuentra en el centro, casi siempre como un misterio imposible de descifrar.

Ilustración: Paco Lafarga


EL NACIONAL, Caracas, 12 de Octubre de 1997
Gente que no sabe qué hacer con las mujeres
Sergio Dahbar

Esto es lo más importante: Sarah Connor se salvó. Pocos tal vez lo advirtieron, pero quien haya visto con cuidado la saga de Terminator recordará que la empresa Cyberdyne Systems se convirtió en la mayor proveedora de sistemas militares computarizados del mundo. Esta firma perfeccionó los bombarderos hasta lograr que puedan volar sin pilotos, con un récord operacional perfecto. Y recibió un subsidio para crear un microprocesador peligroso que entró en actividad también en agosto, el día cuatro para ser más exactos. Este microchip, introducido en el cerebro de la supercomputadora Skynet (máquina que domina todas las computadoras posibles) no admite decisiones humanas en asuntos estratégicos y de defensa militar. Lo que produce miedo, verdadero miedo.
Todo estaba previsto para que el 29 de agosto de 1997 (día viernes) Skynet tomara conciencia de todo su poder. Los empleados de Cyberdyne, muertos de miedo, tratarían de desconectarla, pero una máquina entrenada no le hace caso a los humanos. Ese día Skynet iba a lanzar misiles contra Rusia, Rusia se iba a defender de Estados Unidos con otros misiles, y el mundo comenzaría a autodestruirse sin remedio. Todo esto a partir de las 2:14 pm del 29 de agosto de 1997. Porque, según los planes mayores, a las 2:15 pm las máquinas tomarían el poder mundial.
De acuerdo con Terminator, ese momento se traduciría en un imagen cegadora del resplandor. Fin de mundo. Lo dice alguien en la película: ``Tres billones de vidas se perdieron el 29 de agosto de 1997. Fue el día del juicio final, y las máquinas ganaron la guerra''. Por suerte, las cosas no ocurrieron de esa manera. Llegó el día señalado, ese viernes el tráfico fue amenazador en todas partes del planeta, pero no desapareció la civilización que todos conocemos como humanidad. Ni murió Sarah Connor. Ella sigue siendo un nombre en la guía telefónica de Los Angeles, una madre con un hijo descarriado e inteligente, la mujer que estuvo a punto de morir para que las máquinas ganaran la guerra. Sarah Connor sigue esperando que algo mejor le pase a su vida.
Coincidencias enojosas
Lo ha relatado el escritor Juan Forn en una crónica del diario argentino Página/ 12 . Tiene un amigo (al que llama M) que no le gusta la literatura de Paul Auster. Le desagradan las casualidades que atraviesan sus libros como automóviles en solitarias autopistas norteamericanas. Estas coincidencias le resultan falsamente metafísicas. Pero este señor llamado M acaba de vivir una experiencia que bien podría ingresar en uno de los libros del autor de El palacio de la luna, o ser un capítulo más de su diario, El cuaderno rojo .
M tiene 40 años. Se monta en un avión en Los Angeles. Su destino resulta tedioso por lo extenso: Los Angeles/Miami/Buenos Aires. M se percata de que en su vuelo viaja Fernández, un amigo de infancia, compañero de los primeros grados al que no volvió a ver nunca más. En el vuelo, liberados ya ambos de los cinturones de seguridad, tropiezan de frente al cruzar un pasillo. Fernández estira la mano y lo saluda con efusividad. M sigue caminando como si no lo conociera y lo deja con la mano en el aire. El vuelo baja en Miami, y luego sigue rumbo a Buenos Aires. M no vuelve a ver a Fernández ni en el avión, ni en el aeropuerto de Ezeiza, ni en migraciones, ni en la cinta transportadora de las maletas. Nada. El episodio lo ha turbado, porque no logra explicarse por qué rechazó el saludo de ese amigo de la infancia.
Dos semanas después, M recibe una llamada. Sus compañeros de colegio decidieron reencontrarse y lo invitan a una cena. M asiste, aunque sabe que se expondrá a la situación de Los Angeles, multiplicada por 40 compañeros. Se saludan con cariño, cuentan anécdotas del pasado, averiguan los diferentes caminos que han recorrido cada uno. M no ve a Fernández. Entonces pregunta, y le responden: ``¨No sabes lo que le pasó?''. Le explican que viajaba en un vuelo desde Los Angeles, con escala en Miami. En el aeropuerto se bajó junto a su esposa, a la que dejó con los bolsos de mano mientras iba al baño.
Un hombre se desvanece
Llaman a embarcar, pero Fernández no aparece. Su mujer se pone nerviosa. Busca en los baños. Nada. Entonces, comienza a desesperarse. El vuelo se demora 45 minutos. Todo se resuelve cuando los empleados de la línea aérea se acercan a la computadora y descubren que el señor Fernández ha chequeado su equipaje sólo hasta Miami. Averiguan y descubren que ya lo retiró de la cinta que trasporta las maletas. Se ha ido del aeropuerto. Los curiosos entienden la situación y se compadecen de la mujer. Ella llora.
Se puede imaginar por qué. Por su cabeza corren los días y las noches que han pasado juntos en Los Angeles, las compras que hicieron en los centros comerciales, las confidencias que se hicieron en la intimidad. Nunca llegó a sospechar nada extraño de su marido. Menos aún pensar que la iba a abandonar de esa manera. Dejarla botada en la inmensidad del aeropuerto de Miami. Después de diez años de matrimonio, que ya no sabe si fueron felices o no.
Mientras llora, la mujer alza la cabeza y descubre en un televisor lejano las imágenes de Terminator . La película está a punto de concluir. Sarah Connor detiene su jeep en una bomba de gasolina. Está embarazada del hombre que ha venido a salvarla. Debe preservar esa criatura para salvar a la humanidad. El cielo a lo lejos se ve oscuro. El futuro luce incierto, como el desconsuelo de la esposa de Fernández. Ella llora más, sin que nadie la pueda consolar.
M escucha esta historia, y piensa en la mente de Fernández. A pocas horas de abandonar a su esposa para huir como un rufián, se desabrocha el cinturón de seguridad, camina hacia el baño, se da cuenta de que tropieza con un amigo de infancia e intenta saludarlo. Cosa rara. El escritor Juan Forn confiesa que después de oír esta historia, volvió a preguntarle a M si aborrecía a Paul Auster. ``Esas casualidades falsamente metafísicas son mariconadas de escritor, que en la vida real jamás suceden'', respondió M como si no hubiera pasado nada.


Ilustración: Paula Marco

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