miércoles, 23 de mayo de 2012

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EL NACIONAL - Lunes 21 de Mayo de 2012     Escenas/2
La vía fácil
PALABRAS SOBRE PALABRAS
LETRAS
FRANCISCO JAVIER PÉREZ

Las engañifas de la edición masiva han instalado la idea de que cualquier libro vale, por torpe e insolvente que sea, y de que cualquier autor, por mediano e improvisado, tiene derecho a la impresión (y pensemos, aquí, lo que ello supone de gasto inútil, en tiempo de recortes y amarre de cinturones).

El equívoco radica en creer que la edición es derecho y no deber; no un merecimiento por el sólo hecho de existir, sino una responsabilidad con el noble oficio de escribir y con el ejercicio sublime del pensar escribiendo. El daño resulta tal, que se engaña a escritores incipientes y bisoños haciéndoles creer que con un libro tal ya publicado forman parte del banquete y que pertenecen al siempre exclusivo registro de la institución literaria, más un tema de esfuerzo sostenido y de crecimiento coherente que de prodigios volátiles y de nuevas plumas que pronto se quedarán sin tinta. Sin pretender símiles deleznables, esto equivale, palabras más o palabras menos, a las dádivas alimentarias que los gobiernos salvavidas ofrecen a su audiencia famélica y sumisa.

El daño se extiende y toca ya, y desde hace buen tiempo atrás, a las editoriales privadas y alternativas, casi siempre y en ambos casos indicio de peculio a partir de los escritores, los primeros en la cadena de erogaciones a favor de la edición de su libro y los últimos en la de los beneficios económicos por su obra. Estas empresas buscan editar por editar, también, amparados en el estatus de algunos títulos sólidos en su catálogo y, gracias a ellos, entusiasmar a más de un joven escritor (poeta, muchas veces) para que, previo pago personal de los gastos de edición, su nombre pueda comenzar a brillar al aparecer contiguamente al de algún consagrado. El daño es ahora engaño. Nada garantiza que estos títulos iniciales de autores primerizos vayan a triunfar por estar cobijados por el nombrezote sonoro al que ellos tímida y vergonzosamente secundan en los susodichos catálogos.

Es cierto, y no hay que olvidarlo, que la historia de la literatura está poblada de apuestas editoriales que resultaron triunfantes, tanto como de rechazos a grandes obras que significaron después el arrepentimiento de los editores sin visión. Sin embargo, se impone un poco de sensatez. No es tampoco que haya que cerrarle las puertas a las nuevas firmas o a los anónimos literarios, sino de valorar el talento y el tesón de cualquier autor y fomentar la valía verdadera de las obras publicadas. Ello limpiaría el mercado del libro de bazofia y papel malgastado y haría que la atención se fuera encaminando hacia los libros de mérito alcanzado o por alcanzarse. Ese lector de última hora literaria (un comprador, en suma) poco aporta a la seriedad literaria de un país, pues acríticamente recibe todo y aplaude todo.

La gravedad es tal que el único perdedor, cuando ya los réditos han ingresado en caja y la industria del libro ha cerrado sus balances contables, no es otro que ese nuevo escritor al que hicieron creer que lo hacía bien (pues, la sola edición ya supone un estímulo) y que al cabo de poco tiempo nadie apostará nada por él. Su único libro, otrora promesa de longevidad literaria, será golondrina desorientada anunciando un verano gratificante que nunca llegará.

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