sábado, 21 de abril de 2012

TINTA HELADA EN EL FUEGO

EL NACIONAL - Sábado 21 de Abril de 2012     Opinión/8
Cómo se equivocan los mitos
SERGIO DAHBAR

Ciertas cifras nos dejan helados. Pero son tan reales como lo peor que puede pasarnos y al final nos pasa. Como las que dio a conocer el Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe (Cerlalc). Se basan en investigaciones realizadas en la última década.

Resultan devastadoras y de alguna manera explican por qué nuestro continente no termina de dar el salto para quitarse la etiqueta de tercer mundo de una buena vez. Al final del día somos lo que podemos ser: millones de habitantes que sueñan con una vida mejor que luce inatrapable.

Comencemos por uno de los mitos que este estudio ha descabezado de manera implacable. Colombia ostenta el menor porcentaje de habitantes que leen revistas, periódicos y libros, frente al resto de las naciones iberoamericanas. Y lo peor de todo no es que a la gente le falte tiempo, oferta o espacios: no hay interés.

Los datos aparecieron reflejados en la misma semana que se inauguró la 25ª Feria Internacional del Libro de Bogotá (Filbo), que este año tiene un invitado de honor: Brasil, país portentoso en sus expresiones culturales. Los brasileños que desembarcaron en Bogotá integran un conglomerado de los más expresivos que haya presentado este megapaís en otra feria.

La revelación del estudio del Cerlalc ha caído como balde de agua fría. No es para menos: 67% de los colombianos no lee porque no les gusta. Este es el único indicador en el que el país de Gabriel García Márquez ostenta el primer lugar: en los otros las cifran reptan.

El índice de lectura de revistas es el más bajo del continente: 26%. Cosa curiosa si uno admira revistas como Semana, Número,El Malpensante, Credencial, Soho, Boca... Chile, en cambio, tiene más lectores de publicaciones periódicas: 47%.

El promedio de libros leídos en un año no habla bien de ningún país de América Latina: los colombianos leen 2,2; los brasileños, 4; los argentinos, 4,6 y los chilenos, 5,6. Aquí vale la pena preguntarse qué se puede esperar de un continente con semejante interés por la lectura, hábito que finalmente es sinónimo de curiosidad, aprendizaje, crecimiento, experiencia vital, viajes, discusiones, todas energías necesarias para estar en el mundo y crecer.

Cabe entonces una reflexión mayor sobre esta investigación del Cerlalc, que he esbozado en programas de radio y entrevistas.

El mito de que Colombia es un país con una población que lee y mucho, frente a una Venezuela que no lee no sólo está equivocado, sino que luce desmedido.

En todo el informe del Cerlalc no aparece la palabra Venezuela una sola vez. Como ocurre desde hace 13 años, hemos desaparecido de las estadísticas. O bien porque las torcemos para ratificar una política de Estado o bien porque no nos interesa participar. Los organismos que deberían investigar la lecturabilidad venezolana se bajaron del tren del Cerlalc. No atienden las solicitudes de recavar información sobre temas como la forma en que leemos o consumimos cultura. A pesar de que se hace patente una paradoja. Ubicado a la cabeza geográfica de un continente que hace aguas en temas de lectura, el proceso traumático vivido Venezuela en los últimos 13 años ­aunado a una característica de consumo alto del venezolano­ ha derivado en un fenómeno sorprendente: en nuestro país se compran muchos libros y no me cabe la menor duda de que también se leen, aun cuando carezcamos de estadísticas que nos aclaren su dimensión real.

Venezuela dio un salto furioso hacia el pasado en 1999. Se amarró caprichosamente al atraso y a la involución. Y sus peores pesadillas se hicieron realidad: tiene uno de los ingresos petroleros más altos del planeta y sus hospitales y escuelas públicas dan pena ajena. Nos matan como chiripas en la calle ante compatriotas pasmados con lo que presencian.

Semejante trauma nos ha llevado a tratar de entender qué nos pasó. Cómo fue que escogimos el peor atajo que teníamos en frente, en el cruce de caminos de nuestro destino. Los libros se han convertido en una tabla de salvación, suerte de catarsis desesperada que deberíamos celebrar porque nos hace únicos en el continente.



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