martes, 10 de abril de 2012

EL DISCURSO QUE VIENE


EL NACIONAL - Lunes 09 de Abril de 2012 Escenas/2
García Márquez, el discurseador
PALABRAS SOBRE PALABRAS
LETRAS
FRANCISCO JAVIER PÉREZ

Nada tienen de malo los discursos si alcanzan la calidad de los que se reúnen en el libro Yo no vengo a decir un discurso (Mondadori, 2012) de Gabriel García Márquez. El escritor quiere marcar distancia con los discursos en general y con los de los políticos en particular, largas e informales peroratas verbosas cargadas de mentiras y de engañifas para tontos.

Las magistrales piezas aquí todas juntas, para delicia de los que crecimos adorando cada nueva obra del colombiano que aparecía, dan buena cuenta de lo que deben ser los discursos por su forma y en su concepción: corta y penetrante la primera (demostración de bravura estilística y buen uso de la lengua), aguda y cautivadora la segunda (demostración de alto dominio en la comprensión de los hombres y del mundo). En su lenguaje y en su filosofía, nada sobra o falta en estos textos leídos por un escritor que no se sentía con ganas de dar un discurso y que, gracias a este desapego, revitaliza un género tan maltratado en nuestros espacios.

Todos imprescindibles para conocer al escritor y su clamor frente a los problemas del mundo que vive, ese universo latinoamericano que él ha ayudado tanto a conocer y a divulgar, algunas de las piezas tienen en sí un valor adicional, ése que proviene de la circunstancia que lo ha motivado.

Aunque la casi totalidad del libro responde así a ese prodigio que anuda palabra y realidad, algunos de los discursos se han hecho más célebres que otros. Sin querer que esta lista sea sino una personal que comparto, lucen con más luz las palabras pronunciadas en la entrega del Premio Rómulo Gallegos, en Caracas; en la apertura del I Congreso de la Asociación de Academias, en Zacatecas (canto a la inteligencia de la lengua); en la entrega del Nobel, en Estocolmo (palpitante intervención sobre la soledad del continente); en el 70 cumpleaños de Mutis (vidente del paraíso perdido), en Bogotá; al ser homenajeado en el IV Congreso de la Asociación de Academias, en Cartagena, al celebrarse los 50 años de Cien años de soledad; el pronunciado, en Ciudad de México, por la muerte de Cortázar (el ídolo querido y envidiado).

El título expresa un magnífico desiderátum que no se cumple, pues los discursos están allí en contra de la renuencia del autor, presidido por una guacamaya, reina de nuestras aves oratorias, en la colorida portada del libro. La ironía se hace motivo de la propuesta del libro y los lectores agradecemos el incumplimiento de la propuesta.

Venturosamente, el autor sí nos discursea. Su personal estilo transforma el género.

Su modo nada tiene que ver con la intervención farragosa y aburridora, irrespetuosa por extensión impropia y chatura verbal.

Hay más destreza literaria en estos textos de lo que se reconoce. Elogian siempre la tenacidad de la vida y fustigan la de la muerte.

Hay más reflexión aguda de lo que aparenta la comodidad del orador. Todas están atravesadas por su don de escritor magistral (esa sencilla forma de decir) y todas conducidas por su amor, dolor y valor hacia las prodigiosas y agónicas realidades de un continente que aún espera por su hora de desagravios y de triunfos. Por lo pronto, la de su gran literatura queda a la vista en la singular obra oratoria aquí recogida.

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