domingo, 22 de abril de 2012

CACERÍA DEL PATIO (2)

EL PAÍS, Madrid, 4 de Abril de 2012
La caza del gay
Mario Vargas LLosa

La noche del 3 de marzo pasado, cuatro "neonazis" chilenos, encabezados por un matón apodado Pato Core, encontraron acostado en las cercanías del parque Borja, de Santiago, a Daniel Zamudio, un joven y activista homosexual de 24 años de edad, que trabajaba como vendedor en una tienda de ropa.

Durante alrededor de 6 horas, mientras bebían y bromeaban, se dedicaron a pegar puñetazos y patadas al "maricón", a golpearlo con piedras y a marcarle esvásticas en el pecho y la espalda con el gollete de una botella.

Al amanecer, Daniel Zamudio fue llevado a un hospital, donde estuvo agonizando durante 25 días, al cabo de los cuales falleció por traumatismos múltiples debidos a la feroz golpiza.

Este crimen, hijo de la homofobia, ha causado una viva impresión en la opinión pública no sólo chilena, sino también suramericana, y se han multiplicado las condenas a la discriminación y al odio a las minorías sexuales, tan profundamente arraigados en toda América Latina.

El presidente de Chile, Sebastián Piñera, reclamó una sanción ejemplar y pidió que se activara la discusión de un proyecto de ley contra la discriminación que, al parecer, desde hace cerca de siete años vegeta en el Parlamento chileno, retenido en comisiones por el temor de ciertos legisladores conservadores de que esta ley, si se aprueba, abra el camino al matrimonio homosexual.

Ojalá la inmolación de Daniel Zamudio sirva para sacar a la luz pública la trágica condición de los gays, lesbianas y transexuales en los países latinoamericanos, en los que, sin una sola excepción, son objeto de escarnio, represión, marginación, persecución y campañas de descrédito que, por lo general, cuentan con el apoyo desembozado y entusiasta del grueso de la opinión pública.

Lo más fácil y lo más hipócrita en este asunto es atribuir la muerte de Daniel Zamudio sólo a cuatro bellacos pobres diablos que se llaman neonazis sin probablemente saber siquiera qué es ni qué fue el nazismo. Ellos no son más que la avanzadilla más cruda y repelente de una "cultura" de antigua tradición que presenta al gay y a la lesbiana como enfermos o depravados que deben ser tenidos a una distancia preventiva de los seres normales porque corrompen el cuerpo social sano y lo inducen a pecar y a desintegrarse moral y físicamente en prácticas perversas y nefandas.

Esta idea del homosexualismo se enseña en las escuelas, se contagia en el seno de las familias, se predica en los púlpitos, se difunde en los medios de comunicación, aparece en los discursos de políticos, en los programas de radio y televisión y en las comedias teatrales donde el "marica" y la "cachapera" son siempre personajes grotescos, anómalos, ridículos y peligrosos, merecedores del desprecio y el rechazo de los seres decentes, normales y corrientes. El gay es, siempre, "el otro", el que nos niega, asusta y fascina al mismo tiempo, como la mirada de la cobra mortífera al pajarillo inocente.

En semejante contexto, lo sorprendente no es que se cometan abominaciones como el sacrificio de Daniel Zamudio, sino que éstas sean tan poco frecuentes. Aunque, tal vez, sería más justo decir tan poco conocidas, porque los crímenes derivados de la homofobia que se hacen públicos son seguramente sólo una mínima parte de los que en verdad se cometen. Y, en muchos casos, las propias familias de las víctimas prefieren echar un velo de silencio sobre ellos, para evitar el deshonor y la vergüenza.

Aquí tengo bajo mis ojos, por ejemplo, un informe preparado por el Movimiento Homosexual de Lima, que me ha hecho llegar su presidente, Giovanny Romero Infante. Según esta investigación, entre los años 2006 y 2010 en Perú fueron asesinadas 249 personas por su "orientación sexual e identidad de género", es decir, una cada semana. Entre los estremecedores casos que el informe señala, destaca el de Yefri Peña, a quien 5 "machos" le desfiguraron la cara y el cuerpo con un pico de botella, los policías se negaron a auxiliarla por ser un travesti, y los médicos de un hospital, a atenderla por considerarla "un foco infeccioso" que podía transmitirse al entorno.

Estos casos extremos son atroces, desde luego. Pero, seguramente, lo más terrible de ser lesbiana, gay o transexual en países como Perú o Chile no son esos casos más bien excepcionales, sino la vida cotidiana condenada a la inseguridad, el miedo; la conciencia permanente de ser considerado (y llegar a sentirse) un réprobo, un anormal, un monstruo.

Tener que vivir en el disimulo, con el temor permanente de ser descubierto y estigmatizado, por los padres, los parientes, los amigos y todo un entorno social prejuiciado que se encarniza contra el gay como si fuera un apestado. ¿Cuántos jóvenes atormentados por esta censura social de que son víctimas los homosexuales han sido empujados al suicidio o a padecer de traumas que arruinaron sus vidas? Sólo en el círculo de mis conocidos yo tengo constancia de muchos casos de esta injusticia garrafal que, a diferencia de otras, como la explotación económica o el atropello político, no suele ser denunciada en la prensa ni aparecer en los programas sociales de quienes se consideran reformadores y progresistas.

Porque, en lo que se refiere a la homofobia, la izquierda y la derecha se confunden como una sola entidad devastada por el prejuicio y la estupidez. No sólo la Iglesia católica y las sectas evangélicas repudian al homosexual y se oponen con terca insistencia al matrimonio homosexual. Los dos movimientos subversivos que en los años ochenta iniciaron la rebelión armada para instalar el comunismo en Perú, Sendero Luminoso y el MRTA ­Movimiento Revolucionario Tupac Amaru­, ejecutaban a los homosexuales de manera sistemática en los pueblos que tomaban para liberar a esa sociedad de semejante lacra (ni más ni menos lo que hizo la Inquisición a lo largo de toda su siniestra historia).

Liberar a América Latina de esa tara inveterada que son el machismo y la homofobia ­las dos caras de una misma moneda­ será largo, difícil y probablemente el camino hacia esa liberación quedará regado de muchas otras víctimas semejantes al desdichado Daniel Zamudio. El asunto no es político, sino religioso y cultural. Fuimos educados desde tiempos inmemoriales en la peregrina idea de que hay una ortodoxia sexual de la que sólo se apartan los pervertidos y los locos y enfermos, y hemos venido transmitiendo ese disparate aberrante a nuestros hijos, nietos y bisnietos, ayudados por los dogmas de la religión y los códigos morales y costumbres entronizados.

Tenemos miedo al sexo y nos cuesta aceptar que en ese incierto dominio hay opciones diversas y variantes que deben ser aceptadas como manifestaciones de la rica diversidad humana. Y que en este aspecto de la condición de hombres y mujeres también la libertad debe reinar, permitiendo que, en la vida sexual, cada cual elija su conducta y vocación sin otra limitación que el respeto y la aquiescencia del prójimo.

Las minorías que comienzan por aceptar que una lesbiana o un gay son tan normales como un heterosexual, y que por lo tanto se les debe reconocer los mismos derechos que a aquél ­como contraer matrimonio y adoptar niños, por ejemplo­ son todavía reticentes a dar la batalla a favor de las minorías sexuales, porque saben que ganar esa contienda será como mover montañas, luchar contra un peso muerto que nace en ese primitivo rechazo del "otro", del que es diferente, por el color de su piel, sus costumbres, su lengua y sus creencias y que es la fuente nutricia de las guerras, los genocidios y los holocaustos que llenan de sangre y cadáveres la historia de la humanidad.

Se ha avanzado mucho en la lucha contra el racismo, sin duda, aunque sin extirparlo del todo. Hoy, por lo menos, se sabe que no se debe discriminar al negro, al amarillo, al judío, al cholo, al indio, y, en todo caso, que es de muy mal gusto proclamarse racista.

No hay tal cosa aún cuando se trata de gays, lesbianas y transexuales, a ellos se los puede despreciar y maltratar impunemente. Ellos son la demostración más elocuente de lo lejos que está todavía buena parte del mundo de la verdadera civilización.



CIUDAD CARACAS, 22 de Abril de 2012
LETRA FRÍA/ Homosexuales somos todos
HUMBERTO MÁRQUEZ

Debo confesar que alguna vez en mi vida… tantatán… ya más de uno de mis enemigos dirá, yo sabía que era marico, pero pa’ que les duela, es peor, hace rato que me metí a geva y me va de lo mejor. El cuento es que en un momento de mi vida, en que lo había probado todo o casi todo, llegué a pensar en jamonearme un tipo, pero en un instante de lucidez, recordé el asco que me da cuando amigos borrachos me besan el cachete, la baba que queda es muy desagradable, tanto que a lo que se descuidan voy a lavarme la cara. Con esa grima que me dan los hombres, comprendí que esa curiosidad estaba condenada al fracaso.

Pero la mariquera seguía, después de leer la Cólera, del Gabo, orino sentado, uso perfume de mujer, en alguna ocasión usé pantaletas moradas que me prestó una amiga en una emergencia, y desde muy joven las mujeres se desvisten delante de mí, conversan conmigo como si yo fuera una de ellas y es una experiencia muy agradable. Todo vino al caso porque tenía unas jefas muy ladillas, hoy mis mejores amigas, y entendí que el secreto era escuchar lo que ellas querían hacer, yo era su asesor, claro, y como al tercer trago me incorporaba en la mente de ellas y decía sus deseos con palabras mías. Me desdoblaba en ellas, que bolas, y como geva al fín, comprendí que las mujeres siempre tenemos la razón.

En una de esas inventé una vaina para levantarme una psiquiatra, invento puro para regalárselo a mi difunto hermano Pedro Chacín, por ahí está escrito, nunca se lo pude entregar, pero cuando se lo leí a Ana Lucía, mi bella madre, cómplice de mi vida, difunta también, me dijo:

“Vos lo que sois es un lesbiano”. La jugada era y es, porque sigo siendo la geva Márquez, que todos tenemos un componente femenino y masculino; y en mi caso, el femenino se impone, por cosas del destino, lo drené en la literatura y en la cocina, pero lamento no haber sido un marico bello, o feo por fuera, pero bello por dentro.  Siempre he sido un defensor de la mariquera, así sin eufemismos, como le digo negros a los afrodescendientes, en la Escuela de Letras no permitimos la homofobia y hasta advertimos con pena de muerte, si no que lo diga Tutti Frutti. Por eso celebramos que esta Revolución respete, también tenemos los nuestros, a mucha honra, y apoye la diversidad sexual. Eso sí, las mariquitas, como Henriqueta y Leopolda, que fueron violados por Peña Esclusa en Tradición, Familia y Propiedad, como parte de la iniciación, ese es otro peo. Así que no vengan a cuestionar a Maduro y a mí, yo lo dije antes en una radio en Houston, por tildarlos de mariconzones.

Las maricas somos nosotras y votaremos por Chávez el 7-O.



Ilustración: Fernando Vicente, para el artículo de Mario Vargas LLosa (El País, Madrid, 04/04/12)


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