sábado, 24 de marzo de 2012

NUÑO (1)


EL NACIONAL - Sábado 24 de Marzo de 2012 Papel Literario/1
Otro fin de siglo
Papel Literario publicó el año pasado un primer homenaje a Juan Nuño, en anticipo de los actos de conmemoración de este filósofo venezolano y el rescate editorial de su obra que tendrán lugar a lo largo de 2012, al cumplirse 85 años de su nacimiento. Ofrecemos nuevamente un tributo a Nuño con un inédito y valoraciones de su obra
JUAN NUÑO

Hay que decir, de entrada, que los finales de siglo tienen la costumbre de ser malos. Que se lo digan, si no, a los aborígenes de estas tierras en que nos hallamos, para los que no fue nada bueno el del siglo XV. Pero tómese el final del XVIII, del que todo puede decirse salvo que fue plácido.

Por un lado, la guerra de los colonos americanos que culminó en la Independencia de los Estados Unidos; y por si esto fuera poco, en 1789 comienza la Revolución Francesa, cuyas consecuencias se prolongaron hasta bien entrado el XIX. Siglo este, por cierto, especialmente agitado. Baste con recordar dos de los fenómenos que lo caracterizan: Romanticismo y Revolución. Y dos nombres, igualmente emblemáticos: Marx y Nietzsche.

Nihilismo ruso y lucidez nietzscheana El caso es que el final del XIX no fue menos movido que el de cualquier otro siglo. Los anarquistas estaban en su apogeo, por doquier llovían bombas sobre las testas coronadas y sobre cualquier infeliz que se atravesara en su camino. No hay que olvidar que, en la segunda mitad del XIX, floreció el nihilismo como doctrina y como práctica política. Como doctrina, nació en Rusia: un tal Nadezhdin fue quien le aplicó el término, por vez primera, al pobre Pushkin, queriendo significar con ello que se trataba de un escéptico. Y luego otro ruso, Mijaíl Katkov, que era un periodista de derecha absolutamente conservador, utilizó el término nihilismo como sinónimo de revolucionario, ya que para él un nihilista era algo así como una amenaza social.

Aunque, en realidad, quien popularizó el término fue Iván Turguéniev, en 1862, con su gran novela Padres e hijos, cuyo protagonista, Bazarov, es el nihilista por excelencia: aquel que niega todas las leyes, salvo --y esto es algo muy del XIX, muy del positivismo contaminador de la época-- las leyes de la naturaleza. Sólo que Bazarov, tan negador de todo, era sensible al amor y, en consecuencia, un ser desgraciado.

Fuera de la literatura, quien afirma el nihilismo y lo ejerce políticamente es el gran teórico del anarquismo, aquel príncipe Piotr Kropotkin que definió el nihilismo como el símbolo de la lucha incesante contra toda forma de tiranía, hipocresía y artificialidad, y por la exaltación de la libertad del individuo. De ahí a tener el nihilismo como antecesor directo del terrorismo y la destrucción, sólo hay un paso.

Que algunos no vacilaron en dar. Concretamente, el grupo de los llamados naródniki (es decir, "los populistas"), fundadores de un partido de vida efímera, Naródnaia Volia (La Voluntad del Pueblo), pero que sin embargo tuvo tiempo suficiente para asesinar, en marzo de 1881, al zar Alejandro II, marcando así la pauta para la cadena de atentados terroristas que han llegado hasta nuestro siglo y que no cesan.

Más teórico que meramente anecdótico o práctico, fue Nietzsche quien acuñó el término de nihilismo pasivo para caracterizar a su época. Con ello quería decir que se trataba de un siglo en absoluto consciente de que los valores de la religión y de la moral se habían disuelto, y que no contaban ya para nada; que sólo quedaba registrar su falta de propósito y subrayar, en consecuencia, la carencia de significado de la vida. Eso, el triunfo de la carencia de significado de la vida, es el más o menos conocido y divulgado nihilismo nietzscheano. Pero lo que no suele decirse, a la hora de contar a Nietzsche, es que éste sostuvo que el hombre no tendrá jamás el valor de enfrentarse al nihilismo como su único horizonte. Y que por no tenerlo, se dedicará a suplantar la falta de los viejos valores con nuevos valores a los que conferirá un alcance absoluto. Nietzsche añadía que sería precisamente el entonces emergente nacionalismo el encargado de reemplazar a Dios, y que serían los Estados los encargados de acaparar los viejos valores y la antigua moral. Dijo aún más el filósofo-profeta, que, caramba, la verdad es que no desbarraba tanto: anunció que la liquidación de los rivales y la conquista del mundo se intentaría hacer bajo las banderas de la fraternidad universal, la democracia y el socialismo. No está nada mal, para haberlo dicho antes de 1890.

Positivismo y marxismo Arthur Rimbaud pertenece de pleno a esa época, ya que nació en su mitad, en 1854, y murió nueve años antes de que acabara el siglo. A este, al XIX, sus inmediatos antecesores ya lo habían juzgado negativamente. Fueron precisamente los franceses --sobre todo Alfred de Musset, otro de los malditos-- quienes inventaron la feliz expresión que sirvió para caracterizar esa época y a más de una generación: le mal du siècle. Fue Musset, en efecto, en sus Confesiones de un hijo del siglo, de 1836, quien lanzó la expresión. Y es que todos los románticos, fuere cual fuere su tendencia, coincidían en creer, y así lo proclamaban, que el suyo era un siglo enfermo. Y lo peor: tenían plena conciencia de ser ellos los productos de esa enfermedad. Lo que no deja de tener mérito. No por considerarse enfermo o el residuo de una enfermedad, sino por dudar de las supuestas bondades de la época en que a uno le ha tocado vivir. Y conste que a los románticos les tocó vivir una época de grandes y sólidas creencias; ante todo, la creencia en el progreso, acompañada de la creencia en la ciencia.

Porque no se olvide que aquel fue el siglo que vio brillar las ideas de Comte, según las cuales la humanidad avanza forzosamente por etapas, y que ya estaba alcanzando la etapa cumbre, la del progreso y la felicidad. Aquello fue la mentira piadosa del positivismo, que inundó al mundo entero, y no sólo a la ciencia, sino, sobre todo, a la política. La prueba es que los brasileños, otros de los muchos adeptos del positivismo ­que también, como es sabido, los hubo en Venezuela­, incorporaron el lema optimista y dualista de Comte a su bandera: Ordem e Progresso. Y ahí sigue.

No demasiado alejado del positivismo optimista de Comte se encuentra el positivismo dialéctico de Marx. La humanidad superaría sus contradicciones, expresadas dramáticamente en la lucha de clases, y acabaría por construir, antes que después, la sociedad perfecta: la sociedad sin clases, el paraíso comunista. Para apoyar tales creencias estaban las máquinas, que en el siglo XIX comenzaron a alcanzar toda su fuerza y que, puestas al servicio de la humanidad, liberarían al hombre de horrores, trabajos y miserias. La ciencia era el fetiche garante de estas ilusiones, pues sería a través de los grandes desarrollos científicos ­verbigracia, la vacuna de Pasteur­ como los hombres lograrían vencer el destino y llegar a esa radiante mañana que ofrecía la ciega creencia en el progreso.

Hay unos versos de Campoamor, pésimos como casi todos los suyos, que me gusta repetir en estas ocasiones, porque en ellos se encuentra resumida toda la ingenua fe del hombre en los avances técnicos y el triunfo final de la humanidad. Campoamor habla de un tren ­de qué otra máquina se podía hablar con embeleso en el siglo XIX­ y se pregunta, con toda la intención retórica: ¿Cómo se llama? Progreso. / ¿Quién va en él? La humanidad. / ¿Quién lo conduce? Dios mismo. / ¿Cuándo parará? ¡Jamás!

Coda Pero no voy a apartarme más del tema que nos ha reunido hoy. Estamos aquí para hablar del siglo de Rimbaud, que, como hemos visto, sus coetáneos calificaron de siglo enfermo. Quedaría por hacer un comentario final, sin intención de parecer cínico. Ojalá todos los siglos fueran tan enfermos como lo fue el XIX. De esa enfermedad surgió una de las venas literarias más ricas y complejas, que siguió enriqueciéndose hasta bien entrado el siglo XX. Baste recordar que los surrealistas se consideraban dignos herederos de Rimbaud y del simbolismo. En el caso particular de Francia, la tierra que vio nacer a Rimbaud, la enfermedad del siglo aportó tal riqueza a la corriente literaria, que hay quien ha hablado de dos literaturas francesas de la época, como si a los franceses no les bastara con tener una. Esa afirmación, altanera pero cierta, es de un escritor del siglo XX, Julien Gracq, autor de novelas como El mar de las Sirtes, por la que recibió el Premio Goncourt en 1951, y de obras de teatro como El Rey pescador. Pero Gracq también ha escrito ensayos, sobre todo uno, magnífico, sobre la literatura francesa: La littérature à l’estomac [La literatura como bluff], de 1950. Allí, Gracq resume de este modo su concepción de las dos literaturas francesas nacidas en el XIX: "Por un lado, una literatura de ruptura, en la cual ocupan un lugar privilegiado Rimbaud, Lautréamont, Mallarmé, Jarry, Claudel y el Surrealismo.

Por otro, una literatura de tradición, en la que se alinearían con no menos derecho Flaubert, Anatole France, Barbès, Gide, Mauriac y Montherlant.

Sin que una cualquiera pueda, según todas las apariencias, triunfar sobre la otra, a diferencia de lo que ha sucedido en las artes plásticas." Mi último y final comentario es: qué envidiable. ¿O no?


NOTA Versión corta de la conferencia inédita "El siglo de Rimbaud", dictada por el autor el 30 de agosto de 1993 en el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas Sofía Imber (MACCSI), en el marco del ciclo "Rimbaud, Infierno y Libertad", organizado por Maritza Jiménez con motivo de la individual Mare Nostrum: pinturas y esculturas , de Asdrúbal Colmenárez.

Transcripción y corrección: Ana Nuño.

Fuente: Biblioteca Nacional de Venezuela, Archivo Audiovisual de Venezuela (con especial agradecimiento a Yulisbeth Guerrero y Miguel Armando García).

Fotografía: Vasco Vasco Szinetar

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