martes, 7 de febrero de 2012

INDAGATORIA


EL NACIONAL - Sábado 21 de Enero de 2012 Papel Literario/1
Sócrates: la derrota, la victoria
NELSON RIVERA

El hombre a punto de ingerir el veneno que le han triturado en una copa es un hombre enfrentado a su final. Pero Sócrates no es exactamente un hombre desesperado. Aun cuando sabe que tras ingerir el veneno la muerte le sobrevendrá en pocos minutos, algo en él se mantiene invicto. No se entrega a la desesperación. Persiste ante lo inminente como si morir tuviese un sentido distinto al que experimentan quienes le rodean.

Quien haya leído el Fedón (el diálogo de Platón que narra el último día en la vida de Sócrates), sabe a lo que me refiero: Sócrates dista del hombre común, aun cuando sus pensamientos están siempre a punto de pisar lo terreno. Lo que hechiza del Fedón es la sensación de presente, el pulso de una mente que parece impermeable al cansancio, la lucidez que mantiene el pensamiento en las horas y minutos previos a su muerte. Mientras quienes le acompañan en la prisión son presas de una irremediable tristeza, Sócrates interroga y contesta, especula con magnífica destreza sobre asuntos como la reminiscencia, el origen de los contrarios, el alma o los estrechos vínculos que hay entre aprender y recordar.

No se entrega. En el límite de su vida hace patente el genio de su método que consiste en preguntar y contestar. Incluso allí, en la última milla, el método socrático deslumbra, tal como lo describió Schopenhauer
1: Sócrates hacía que sus interlocutores admitieran uno a uno sus argumentos, antes de que se percataran de las consecuencias de tales razonamientos.

En el penúltimo instante, Sócrates habla a sus amigos de su muerte inminente: "A mí me llama ya ahora el destino, diría un héroe de la tragedia, y casi es la hora de encaminarme al baño, pues me parece mejor beber el veneno una vez lavado y no causar a las mujeres la molestia de lavar un cadáver". A punto de ingerir la cicuta (Conium maculatum) intenta persuadir a sus amigos de que aquello no es exactamente una desgracia. Es en ese momento cuando Critón se ofrece para cumplir con los encargos que Sócrates desee hacerle.

Estamos ante en las singulares líneas con que cierra el Fedón. Sócrates contiene la respiración e ingiere el veneno sin dificultad. Los testigos rompen a llorar. Sócrates les dice: "¿Qué es lo que hacéis, hombres extraños? Si mandé afuera a las mujeres fue por esto especialmente, para que no importunasen de ese modo, pues tengo oído que se debe morir entre palabras de buen augurio. Ea, pues, estad tranquilos y mostraos fuertes".

Unos minutos después, acostado boca arriba, Sócrates dejó de respirar.

Un hombre incómodo Schopenhauer escribió que la sabiduría de Sócrates era para la filosofía un artículo de fe.

Apenas unos años después de su muerte comenzó el proceso que aún no ha cerrado: la mitificación del hombre castigado por sus ideas. Platón y Jenofonte, sobre todo el primero, aportaron una imagen decisiva: la del héroe moral (que se opone a la figura grotesca que Aristófanes había presentado en Las nubes; me referiré a esto más adelante).

El llamado método socrático, que tanta admiración ha generado en Occidente, tiene una impronta que apabulla.

Una energía que deslumbra y sobrepasa. Una luz que fascina, pero que por momentos emite un brillo que espanta a la mirada

Derrotado por Atenas, se configuró como su víctima, como una especie de mártir de la filosofía. Si como héroe moral Sócrates parece proyectarse como un hombre excesivo, las acusaciones que le llevaron a juicio siguen esa misma lógica: la denuncia del exceso socrático, el rechazo de una abundancia que el hombre ha llevado al extremo de lo controvertido. Es ese Sócrates protuberante el que ha hecho que tantos estudiosos se hayan preguntado por la abrumadora influencia que por los siglos ha ejercido sobre sus propios biógrafos.

La pregunta que se han formulado los lectores, una y otra vez a lo largo del tiempo, la de quién era el hombre Sócrates, tiene todavía una respuesta escueta: no más que un ciudadano ateniense nacido en el año 469 a.C., hijo de un escultor y de una mujer que ejercía como partera. Un hombre de vida modesta, un independiente: había recibido una pequeña herencia que le permitía actuar con una infrecuente libertad en aquellos tiempos. Cuando le correspondió, cumplió con sus deberes militares como hoplita en la guerra del Peloponeso: participó en las batallas de Delión y Anfípolis, en el año 424 a.C. En el año 406 a.C. le tocó presidir el Consejo, donde defendió la legalidad ante una masa enardecida que clamaba por el ajusticiamiento de los jefes militares que participaron en la batalla naval conocida como Las Arginusas ese mismo año. Hay que añadir esto: Sócrates nunca se interesó por el ejército o por la política, tal como se ha insistido tan a menudo.

Donde coinciden las distintas fuentes disponibles es en la descripción de la corporeidad de Sócrates.

Era un hombre de extraordinaria fortaleza, que podía resistir las temperaturas más bajas, así como el cansancio acumulado en el tiempo. "Es el primer filósofo que se nos presenta de carne y hueso en su propio pergeño corporal. Era feo; tenía los ojos saltones, la nariz roma, los labios gruesos; barrigón y rechoncho, parecía un sileno o un sátiro", escribe Karl Jaspers 2, en las notas
que introducen su ensayo sobre Sócrates.

Hablaba. Mejor dicho: nada parecía más fuerte que su vocación de hablar con eventuales pausas que, menos que escuchar, parecen haber estado destinadas a recargarle de nuevas energías para seguir hablando. En cierto modo puede decirse que Sócrates se realiza en la circularidad de su conversación. En las calles, en los gimnasios, en los banquetes a los que era invitado, conversaba o discutía con gente corriente, artesanos, comerciantes, funcionarios, filósofos, jóvenes y prostitutas. Es famosa la anécdota narrada por Jenofonte sobre cómo conoció a Sócrates: era todavía muy joven y se encontraba en una callejuela de Atenas sin otra actividad que la de ver pasar a los demás. Apareció Sócrates y lo increpó: ¿Quieres conocer lo que es la verdad? Cuando Jenofonte, desconcertado, asintió, Sócrates le dijo: Entonces sígueme.

En los Diálogos, tal como fueron escenificados por Platón, subyace una perturbadora temporalidad: la de que el pensamiento está siempre en camino, que él se produce en el movimiento mismo del diálogo. Que la verdad, si llega a surgir, se configura en los intercambios con los demás (aunque, y esto es un aspecto revelador de la personalidad de Sócrates, a menudo sus interlocutores como Menón o Teeteto confiesan sentirse abrumados por sus argumentos).

Era una presencia que fascinaba pero que también agobiaba. Como cuenta Platón en la Apología, alguna vez dijo: "Yo siempre me dirijo solamente al individuo". Y es que había en él una voluntad de increpar de modo directo y penetrante, de poner las cosas bajo la reciedumbre de la crítica. Pregunta con efusión, somete los pensamientos propios y ajenos a un recurrente ejercicio de duda, pero hasta un límite: sin salir de la esfera de búsqueda del Bien o de lo Verdadero.

El llamado método socrático, que tanta admiración ha generado en Occidente, tiene una impronta que apabulla.

Una energía que deslumbra y sobrepasa. Una luz que fascina, pero que por momentos emite un brillo que espanta a la mirada.

La acusación A Sócrates se le formularon dos acusaciones: "no reconocer a los dioses en los que cree la ciudad, introduciendo, en cambio, nuevas divinidades", y además, la de "corromper a la juventud". En la intención de Meleto de Piteas, Licón de Tóricos y Ánito de Eunomio, los acusadores, los dos delitos se fusionaban: se presentaba a Sócrates como alguien que intentaba convencer a los jóvenes de practicar la impiedad. Pero como la impiedad era el delito más grave y sobre el que había una mayor experiencia, ocupó el lugar relevante en el juicio: era un delito castigado con la muerte en el derecho de Atenas.

Veinticuatro años antes del juicio, en el año 423 a.C., comediantes como Aristófanes, en Las nubes, y Amipsias, en Conno (cuyo texto se ha perdido) participaron en el certamen de teatro que se realizaba durante la celebración en homenaje a Dionisio.

Ninguna de las dos ganó el concurso, pero que Sócrates haya sido el protagonista de ambas sugiere que ya, todavía sin alcanzar los cincuenta años, era un personaje de fama, que podía ser escarnecido ante el público de Atenas. Lo poco que se sabe de Connos guarda alguna relación con Las nubes: en la comedia de Aristófanes, reunido con unos jóvenes en un lugar figurado como la casa de los charlatanes, de los falsificadores de la realidad, Sócrates los insta a "sostener ideas contrarias a las justas".

Más aún, a Sócrates se le presenta como "capaz de vencer a todo aquél que se cruce en su camino".

Leo Strauss 3, en sus imprescindibles Cinco conferencias, ha señalado que el modelo de la acusación formulada contra Sócrates, parece inspirada o modelada por el texto de Aristófanes. "Una advertencia impregnada de una mezcla de admiración y envidia.

Esta interpretación es perfectamente compatible con la posibilidad de que el objeto principal de la envidia de Aristófanes no sea la sabiduría de Sócrates, sino su completa independencia del aplauso popular --del cual, por necesidad, depende el poeta cómico-- o su perfecta libertad".

Unas líneas más de Strauss: "El Sócrates de Aristófanes no sólo es en extremo malvado, sino también disparatado y, por lo tanto, totalmente ridículo. Enfrenta el destino que merece; un antiguo discípulo, cuyo hijo ha sido por completo corrompido por Sócrates, incendia su usina de ideas, y sólo un afortunado y ridículo accidente impide que él y sus discípulos perezcan en esta ocasión: merecen morir.

Las nubes es, entonces, un ataque contra Sócrates".

El desenlace de un proceso También en esto coinciden los expertos: el juicio a Sócrates fue el desenlace de una corriente que venía circulando y creciendo desde tiempo atrás. Alrededor de las dos acusaciones oficiales pululaban otras: se decía que gustaba interpretar a los poetas para basarse en teorías que eran contrarias al interés de Atenas; que su vida era un modelo contrario al trabajo y que constituía un vivo ejemplo del holgazán; que no sentía ni interés verdadero ni respeto alguno por las opiniones de los demás; que había sido el principal responsable de la formación de Alcibíades y Critón, enemigos del pueblo (a pesar de que ambos habían muerto ya: Alcibíades en 404 a.C. y Critias en 403 a.C.). A lo largo de los años (cabe decir que de las décadas) Sócrates había desatendido (desdeñado) los comentarios y rumores que se formulaban sobre él.

Pero hay más: en sus careos Sócrates generaba un sentimiento de inferioridad, de mente que arropaba a los demás sin miramiento alguno. Jenofonte narra la reacción de Hipias frente al acoso de Sócrates: "Oye, Sócrates, no haces más que preguntar con insistencia y acorralar, pero tú mismo no estás dispuesto a contestar preguntas de otros y no te explicas acerca de nada. No estoy dispuesto a permitir que me tomes el pelo de esta forma".

Quizás porque en las formas que tenía el derecho en Atenas, la acusación de que Sócrates corrompía a los jóvenes no tenía tanta nitidez como la de impiedad, ella ocupó un segundo plano en el juicio. Sin embargo, para muchos atenienses la misma ocupaba un lugar primordial en su rechazo al hombre polémico. Walter Benjamin 4
escribió que cuando se decía que Sócrates envenenaba a la juventud, significaba que la seducía. Sócrates era el centro erótico de las relaciones en el círculo platónico. Ponía "el eros al servicio directo de sus fines". En su espíritu, en su aproximación a los demás, en el modo en el que reinaba en tertulias y en banquetes, lo que se desplegaba era una erótica cargada de pensamientos y juegos de la mente. Lo que los dicastas votaron no era un asunto sencillo. El debate implicaba ideas relativas a la educación, la moral, la responsabilidad y la autoridad. Que Sócrates fuese condenado en la primera votación, con poca ventaja de sus enemigos, es elocuente de que el juicio no fue un aplastamiento, aunque le costara la vida al acusado (Menón se lo había advertido: "Si, forastero, te permitieses tales cosas en otra ciudad, seguramente te castigarían por hechicero").

Los hechos de 399 a.C. Era longevo: tenía casi setenta años cuando compareció al juicio. El lugar (un recinto cuadrangular llamado Períbolos, ubicado en el extremo sureste del Ágora de Atenas), estaba abarrotado: concurrían allí quienes tenían la obligación de estar pero también curiosos, gentes que admiraban o que detestaban a Sócrates.

Sentados en los escaños estaban los dicastas (figuras parecidas a los jurados de nuestro tiempo) y los espectadores. A los dicastas les entregaban dos fichas con la que cada quien votaba a favor de la acusación o de la defensa. En una jarra se introducía el voto y en otra la ficha no utilizada. En el juicio de Sócrates participaron quinientos dicastas. Duró todo un día. Hubo dos votaciones: con 280 votos aproximadamente se le declaró culpable. Con 340 se le condenó a muerte. Los expertos han sugerido que habría sido la arrogancia de Sócrates la causa del aumento de los votos adversos en la segunda votación.

Sentados en los escaños estaban los dicastas y los espectadores.

A los dicastas les entregaban dos fichas con la que cada quien votaba a favor de la acusación o de la defensa. En una jarra se introducía el voto y en otra la fi cha no utilizada

Perdido el juicio y condenado, Sócrates fue conducido por unos esclavos a un lugar que era más un centro de retención que una cárcel, porque los castigos de entonces no las requerían (eran pena de muerte, destierro, pérdida de derechos, multas y confiscación de propiedades). Aunque las ejecuciones de realizaban uno o dos días después del juicio, un hecho fortuito (el retraso de un barco oficial de Atenas que volvía de Delos, a causa de los vientos contrarios), hizo que Sócrates permaneciera un mes encarcelado, atrapado por unos grilletes cerrados en sus tobillos. A pesar del dolor que le producían, Sócrates pasó ese tiempo conversando con amigos y familiares, y componiendo poemas. Se alimentaba de la comida que le llevaban.

Incluso la cicuta que lo mató debió ser financiada por amigos y familiares.

El libro de Waterfield Excavar con todavía más hondura en las fuentes disponibles; acopiar el ingente material que hay sobre Sócrates, su tiempo y su muerte; ordenar y establecer jerarquías entre documentos y versiones que a menudo se contradicen o se niegan entre ellas; enlazar unos hechos con otros o unas afirmaciones con los usos documentados de aquella Atenas; deducir afirmaciones que ha sometido previamente a criterios de razonabilidad; proponer un Sócrates y unos hechos en el marco de lo plausible (admisible): insuficientes son los elogios que La muerte de Sócrates. Toda la verdad, incita.

Robin Waterfield (1952) es un helenista que tomó la decisión de vivir en la Grecia rural y fundamentar, hasta donde fuese posible, la Grecia clásica incorporando las realidades geográficas, arqueológicas, lingüísticas, demográficas y culturales que aún perviven.

Antes de escribir La retirada de Jenofonte (su vivaz travesía histórica y cultural por Anabasis), realizó el mismo periplo, paso a paso, por la ruta que el derrotado ejército de Ciro padeció después de haber fracasado en la batalla de Cunaxa.

La aproximación de Waterfield ocurre desde muchas perspectivas: la política y la demografía; las prácticas institucionales y los modos de vida de las personas corrientes; las consecuencias de la guerra y la economía; la complejidad de la religión griega y las secuelas para Sócrates del vínculo que había tenido con Critias y Alcibíades (ambos son figuras de amplia presencia en el libro). Como el lector puede imaginar, Waterfield no elude la espinosa trama de las tensiones entre realidad y ficción que se derivan de la lectura de los Diálogos platónicos.

La derrota, la victoria Tiempo atrás, la llamada Tiranía de los Treinta le había prohibido a Sócrates enseñar: otro dato más que sumar a su expediente. De lo que se sabe, cabe inferir que fue siempre un hombre dispuesto a la controversia, como si un mandato, una incandescencia interior le impusiera ese ir adelante en cada circunstancia. Esa llama no se apagó durante el juicio y, cuando su pensamiento sintió la urgencia, arremetió contra los jueces: "Si me condenan a muerte, más que a mí, se harán mal a ustedes mismos". La acusación de impiedad, más que un delito verificable, suponía el examen del hombre y del carácter. Los dicastas, tanto si le conocían o no, se encontraron con el espectáculo de un hombre complejo, de genio extremo y personalidad siempre a punto de exaltación.

Cuando sus amigos le propusieron escapar, salvar su vida, no huyó ni se exiló. Defendió la tesis de que debía someterse a las leyes y aceptar sus consecuencias. En todo momento, en el relato del Fedón, parece conciliado con los hechos que pondrían final a su vida. Se ha dicho que era portador de su propia religiosidad, lo cual hace todavía más indescifrable el que haya escogido ese camino.

Hasta donde se sabe, no tenía vínculos amigables con los dioses de Atenas ni había persona en el mundo que tuviera autoridad o influencia significativa sobre él.

Si es cierto que Atenas derrotó a Sócrates, derrotó a un hombre que se hacía a sí mismo y a los demás preguntas fundamentales.

Que creía que, en medio de la confusión inherente a todo debate, podía aparecer un resquicio que mostrara un posible camino a la comprensión del mundo. Pero esa muerte derivó en victoria: Sócrates adquirió nitidez como mártir de la filosofía, pero también se convirtió en un caso incesante de estudio, de la compleja trama de gratificaciones y riesgos constitutivos de la experiencia de pensar.

Notas

(1) Sócrates. Parerga y Paralipómena I. Arthur Schopenhauer.

Editorial Trotta. España, 2006.

(2) Sócrates. Los grandes filósofos. Los hombres decisivos: Sócrates, Buda, Confucio, Jesús.

Karl Jaspers. Editorial Tecnos.

España, 1993.

(3) Sócrates. Obras. Libro II, volumen I. Walter Benjamin. Editorial Abada. España, 2007.



(4) El problema de Sócrates: cinco conferencias. El renacimiento del racionalismo político clásico.

Leo Strauss. Amorrortu Editores. Argentina, 2007.

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