lunes, 13 de febrero de 2012

DE AQUÉL LEJANO MARACAY A ....


Junto al lecho del caudillo
Luis Barragán


Lunes, 13 de febrero de 2012


La enfermedad presidencial sólo aparentemente está en el cesto de las noticias “caliches”, pues si bien es cierto que no hay algo distinto a la consabida versión oficial, no menos lo es que siempre gravita en el escenario electoral como una variable impredecible y, peor, incontrolable por la propia y sorpresiva reacción que pueda provocar - apenas – un ligero matiz del diagnóstico entre los partidarios y oponentes. Pocos dejan de observar la pública evolución del tratamiento médico, apostando unos por la definitiva sanación de Chávez Frías, a la vez que otros adivinan los síntomas engañosos de una mejoría que anuncia el colapso, y mientras que el único sostenimiento parlante – de pie en la tribuna y por largas horas - en la Asamblea Nacional constituyó la principal y heroica demostración de un milagro que avisa de los otros pendientes en el terreno económico y social.

En días pasados, una persona amiga recordaba aquella novela de Domingo Alberto Rangel, “Junto al lecho del caudillo”, de principios de los ochenta, que versó sobre la agonía definitiva de Juan Vicente Gómez. Si mal no recordamos, nos metió en la intimidad de un sufrimiento que fue el de sus colaboradores más cercanos, cuyas diligencias parecían seguras para conservar el poder, ofreciendo una suerte de larga post-data de dos obras anteriores, suficientemente celebradas en los sesenta y setenta, en torno al hijo de La Mulera.

Esas diligencias, en la sociedad absolutamente cerrada y temerosa de los treinta, fueron las que delataron la inminente muerte del dictador y los reacomodos consiguientes, aunque éstos no tuvieron tanta vistosidad ni supusieron los riesgos que suscitaron las anteriores crisis – reales o fingidas – de salud. El caso está en que hubo que adivinar la gravedad y el deceso mismo, como tendrán que hacer los cubanos con Fidel Castro, tragados por una criminal incertidumbre.

Muy mal haríamos los venezolanos en desear la muerte de cualquier persona, incluyendo la del ocupante de Miraflores, para solventar los problemas, por mucho que haya fundado la necropolítica en nuestra más reciente contemporaneidad. No obstante, por el cerco comunicacional, la imposibilidad de indagar libremente la verdad, como en los tiempos de Gómez, nos condena a la más insólita de las apuestas con olvido de lo que vendrá después: significa renunciar a la política y sus desarrollos necesariamente democráticos, a favor de los hechos fortuitos y que, por el menor de los malentendidos, podrían desatar los odios, rabias o rencores irresponsablemente acumulados, y, por cierto, frecuentemente recogidos en las redes sociales.

Refería Octavio Paz que lo viejo también se hace nuevo, y – como si jamás hubiese existido Gómez – tantas posibilidades le daríamos ahora a un Eustoquio Gómez como a un Eleazar López Contreras. Y ese “ahora” puede ser en 2012 o 2013, 2021 o 2040, porque a esa circunstancia temprana o tardía que es la muerte ya no depende (rá) de un individuo, sino de una cultura que hemos cultivado siempre y cuando se trate de la ajena.

Convengamos que el régimen ha jugado y manipulado hasta el hartazgo con el tropiezo personal de Chávez Frías, conocedor del quirófano en los últimos tiempos, pero – igualmente – en que no puede inspirar una opción política alternativa la sola expectativa de su agravamiento, como tampoco su desaparición física o la de los allegados. Otros son los derroteros éticos, ideológicos y políticos que debe reclamar y caracterizar a una oposición responsable, ejercida aún por los modestos bytes de cada día.

Lamentamos profundamente el repentino fallecimiento de Carlos Escarrá, quien fuera nuestro profesor de prácticas de administrativo en años ya remotos, a pesar de un inaudito, grosero y extravagante sectarismo partidista que contrastó con su irrebatibles credenciales académicas. Nunca será motivo de alegría la solución fúnebre de los problemas padecidos, trátese del jefe o del subordinado.

El conmovedor discurso de despedida de Hermann Escarrá, constituye una lección, porque jamás las familias deben dividirse por razones ideológicas y políticas, atizadas por el poder embriagado de sí mismo. Y la novela de Rangel deja otra: las camarillas dejan los rastros de su angustioso reacomodo, antecediendo las horas difíciles y hasta fatales del jefe.

Fuente: http://www.analitica.com/va/politica/opinion/3559330.asp
Ilustración: Pedro Sandoval.

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