sábado, 14 de enero de 2012

CENTENARIO (II)


EL NACIONAL - Sábado 14 de Enero de 2012 Papel Literario/2
Centenario Guillermo Meneses 1911-1978
Crónica de crónicas: El Libro de Caracas
Hacer la crónica de los acontecimientos que ve y lee, de las cosas escuchadas y percibidas por los otros en el poblado que será la ciudad, es su propósito
MARÍA JOSEFINA BARAJAS

La gran tarea de escribir el libro le fue encomendada a Guillermo Meneses por el Concejo Municipal del Distrito Federal, en el año 1965. El motivo, conmemorar con este los cuatrocientos años de la ciudad de Caracas en 1967. Se le pidió al escritor que su redacción resultara una "crónica general de la vida" de la ciudad, capaz de dar "cuenta de su acervo histórico cultural en todos sus aspectos". En ese 1967 apareció la edición y, como bien lo merecía el momento, el Libro de Caracas, de Guillermo Meneses, resultó de lujo. La segunda edición de ese texto realizada por Fundarte, tres décadas más tarde, tuvo el claro cometido de convertirse en una publicación masiva, conmemorativa de la Semana de Caracas del año 1995. En esta otra ocasión, el tiraje se hizo a solicitud de la Alcaldía de Caracas.

El título de las dos ediciones de ese libro, nacido crónica, se presta hoy con soltura para el juego de autoría. Es a un mismo tiempo un texto de la ciudad y de su cronista. Es el texto de Caracas, del mismo modo que lo es de Meneses. Ambos comparten la autoría de El libro. Con esa misma obra, nombrar a uno es nombrar al otro. Y basta abrirlo para encontrar marcas de ese juego de pertenencia replicado en los registros y voces que reúne. La voz que lo narra, y es escritura, junta con deleite voces y escritos de la gente de la ciudad. Nos cuenta: lo que habla Juan de Pimentel en su libro de historia de Caracas; las cosas que ha escrito José de Oviedo y Baños en el suyo; las discusiones de sus cabildos (civil y eclesiásticos) registradas en sus actas; las narraciones de Humboldt; las voces del teatro; el mármol rasgado con cincel en memoria de José María España; lo que dice "la leyenda escrita por Arístides Rojas sobre el caso de aquellas reuniones en la cercanía de Chacao", amenizadas con el aroma y la degustación del café. Todas esas voces y escritos, y otras muchas se juntan en el homenaje a Caracas encomendado a Meneses. Pero su voz no es de ventrílocuo, el narrador no finge provenir de lejos ni imita los timbres de voz de los otros ni los sonidos generales de la ciudad. Su voz es una más entre las otras de Caracas y, justo como quiere serlo, resulta también un (co)lector de las relaciones caraqueñas semejante a todo aquel lector que se acerque a su texto. A todo aquel sujeto deseoso de conocer y ensamblar relatos de esa ciudad capital.

El vocerío crece conforme se avanza en la lectura del Libro. El narrador está presente la mayor parte del tiempo.

Unas veces nos hace escuchar con cuidado lo que dicen esos otros --algo de eso oímos hace un momento-- o nos pide mirar con detenimiento sus imágenes, cuadros y gestos.

En este último caso está la imagen de la Virgen de la Soledad venerada en San Francisco por los caraqueños; las escenas de religión creadas por Francisco José de Lerna; "la pintura nimbada de inocencia y de sagacidad" del 19 de abril de 1810 compuesta por Juan Lovera, que todos recordamos; "el gesto de los que se acercan a sus labios la taza de porcelana donde viene el trago negro y oloroso".

Otras veces, nombra aquello que ellos esquivan, les critica de manera abierta, les hace preguntas, se identifica con ellos y sus ideas, define sus cosas, los caracteriza, evalúa las circunstancias y, sobre todo, relaciona los acontecimientos de la ciudad temporalmente, encontrando en ciertos instantes una explicación anticipada a sucesos o ideas que más adelante tendrán su hora. A veces, también, se ve en la necesidad de dar una vuelta atrás para explicarse. Hacer la crónica de los acontecimientos que ve y lee, de las cosas escuchadas y percibidas por los otros en el poblado que será la ciudad, es su propósito. El libro parece un cuaderno de historias e imágenes, de voces y escritos de la ciudad, delimitado por años o por días, caligrafiado amorosamente por la mano de ese narrador. El lomo del libro de mediano grosor no le hace honor al álbum de crónicas escritas, sonoras, pictóricas e imaginarias de enormes dimensiones que reúne.

Hasta ríos y tierras están citados como textos en el Libro de Caracas de Meneses.

Su trazado parte de una verdad incontrovertible para todos los habitantes de ese lugar centenario, visto una vez por Francisco Fajardo, y para el mismo espacio que es la Caracas mirada hoy por todos nosotros. Una verdad resistente a los desgastes por uso, al tiempo y a prácticamente todo, maravilla en el inicio del Libro. Se trata de la presencia del cerro. El narrador modela esa certeza natural de este modo: "El cerro era llamado por los indios Guaraira-Repano y era, así podemos insinuarlo, como la gran verdad de esta tierra donde la gente morena se desperdigaba entre los árboles". Desentendida de cualquier mito de origen, esta verdad al comienzo de la crónica consolida un doble inicio. El del libro y el de Caracas. La palabra (de esta crónica que nombra y relata), el cerro de los indios y la ciudad se articulan con ese doblez. Las voces y textos trenzados por el narrador continuarán su trazado de historia múltiple en las páginas siguientes, hasta llegar a los días del propio centenario de la ciudad. Límites y guías le vendrán dados a esa historia compleja por otras verdades incontrovertibles de Caracas: los cuerpos de agua de la ciudad (los ríos Guaire, Caroata y Catuche, por ejemplo), su brisa y su mar al otro lado del cerro, a veces rojizo, a veces violeta. El Libro también ofrecerá las dudas, miedos, satisfacciones, desencantos y saberes de sus habitantes.

Nos dirá: "Frente al monte violeta, el hombre de la espada, el que está fundando la ciudad, siente en la boca el frescor de una sonrisa". "El hombre de la espada sonríe y se tiende a descansar mientras mira la mole del Guararaira-Repano donde se va oscureciendo el color de violeta sobre el cielo pálido del atardecer". Caracas, entonces, se nos presenta, propiamente, como nuestro amplio lugar común: imaginario y material.


Meneses y Selene
Al releer a Meneses en su centenario, advierto la reiterada presencia del simbolismo lunar en toda su gama de posibilidades semióticas, en especial en relación con lo femenino y la pulsión erótica
CARLOS PACHECO

Reina del cielo, redonda representación de la fecundidad femenina, de lo cíclico y recurrente; mutante testigo del paso del tiempo, araña tejedora del destino humano, imagen de la impermanencia, la transformación y el renacimiento, la luna es uno de los símbolos más complejos y ricos del repertorio mítico, esotérico, astrológico y arquetipal.

Seductora consorte (o hermana) y contraparte del sol (oro, fuego), es fría y pálida porque su brillo es luz refleja (plata, agua). Se la vincula con la interioridad del ser, la sensibilidad, lo psíquico, lo onírico, lo imaginario, lo oculto, lo inconsciente.

Periódico influjo en las mareas, tanto del mar como de las mujeres, se dice que desencadena en su plenitud el instinto, el deseo sexual e inclinaciones violentas y perversas como la licantropía, la violación o el incesto.

Ya me había atraído esta constelación simbólica en el cuento titulado justamente "Luna", uno de los relatos menesianos más logrados por su profunda exploración del mundo psíquico del pescador Nicolás Malavé y su ansiedad sexual, que rompe con una tradición narrativa que se habría limitado a describir su apariencia y conducta, hasta diluir casi su presencia en el paisaje. Al releer a Meneses en su centenario, advierto la reiterada presencia del simbolismo lunar en toda su gama de posibilidades semióticas, en especial en relación con lo femenino y la pulsión erótica. Destaca justamente en los relatos que en una práctica --también innovadora para la época-atienden a los impulsos del instinto y sus consecuencias ("Borrachera", "La mano junto al muro") y, con mayor presencia del símbolo lunar, "La mujer, el as de oros y la luna" y "Adolescencia".

En "La mujer...", publicado por única vez en el volumen homónimo de 1948 y por ello menos conocido, esta presencia, casi obsesiva desde el título, se vincula sin duda con la pasión por Belén, su único personaje femenino, codiciada por dos hombres de desigual condición social y económica que se enfrentan, más allá de los naipes, cuando ella prefiere al sortario pescador por sobre el despectivo funcionario.

Desde las primeras líneas, la latente violencia pasional se evidencia a través de eficientes y osadas metáforas, como: "La luna se quebraba en los charcos sembrando el callejón de cuchilladas".

"Adolescencia" narra la iniciación sexual de un "niño bien", en colisión con las restricciones moralistas de su educación religiosa y el tratamiento de la luna adquiere mayor dramatismo cuando el quinceañero protagonista registra la ubicuidad de lo erótico en la naturaleza: "Alrededor suyo y dentro de sí lo apretaban brutales deseos [...] que tenían por objeto el mundo, todo lo cambiante y dulce, todo lo suave y sabroso, todo lo fervoroso y voluble [...]: la ebullición vital, la fuerza de la rosa y el torrente, de las pleamares y de las lunas llenas, de los mediodías luminosos y calientes y de las frías noches enlunadas".

El adolescente participa así de una suerte de ritual dominado por el plenilunio que lo conduce a una experiencia sexual con Mariana, la criada negra, en un nuevo caso de esa curiosa fusión de opuestos frecuente en Meneses: virgen-prostituta, como en "La mano junto al muro" o madre-amante, como en "Luna", donde la hermana cuida con maternal solicitud del "enlunado" Nicolás, luego de frustrado el incesto.

En este último cuento la estructura simbólica es aún más compleja. Apenas puedo esbozar aquí lo más patente de ese tratamiento artísticamente tan logrado. En las páginas iniciales sorprende por ejemplo cómo se reiteran y refuerzan las imágenes asociadas con la esfericidad. Establecida desde el título por la escueta presencia del disco lunar en el cielo de la página, la circularidad encuentra eco inmediato en la primera línea con la abrupta alusión a la boca del indio Malavé, mostrada en dramático primer plano. Su silbido de "tres pequeñas notas", más visual que auditivo inicialmente, cae al agua, disturba su calma sólo aparente y produce --en renovado efecto de circularidad-- la impresión de unos "anillos de oro". Un rápido zoom back abre la toma hasta la panorámica del personaje íngrimo en su bote en el centro de una bahía.

Si otro aporte menesiano es el diseño del paisaje como apoyo a la exploración de los procesos psíquicos, la luna a menudo preside ese paisaje, desplegando la gama de sus significaciones: "Nicolás Malavé miró hacia delante. El paisaje, de espalda al mar, parecía sencillo, claro de ingenuidad, pero, al mirarlo atentamente, se sentía vivir en él el impulso ardiente de la luna tempranera, invadiendo con frialdad persistente el aire suave [...] Todavía es atardecer en el cielo y ya hay plata de luna en el soplo de la brisa. Nicolás Malavé vuelve los ojos hacia la casa; sobre los ladrillos del zaguán la luna acuesta el fulgor azulado de su luz que marca en el suelo la negra silueta romántica del pescador. Nicolás Malavé mira hacia el cielo; entre las ramas del cocal cercano, revienta --redonda y desnuda-- la extraña flor llameante, fría, blanca, que quema la infinita serenidad del cielo. Nicolás Malavé se estremece; en la profunda noche de su instinto arde también una llama de plata y frío".

En este pasaje, verdaderamente crucial y de alta intensidad lírica, la luna, a la vez fría y quemante, es sentida por el pescador como energía misteriosa y potente que vibra en sus entrañas, exacerbando su ansiedad. La percepción de los acontecimientos, antes ajena e impersonal, aparece ahora sólidamente plantada en el protagonista. Se establece una clara identidad entre el astro y lo femenino: "redonda y desnuda", esa lunamujer es a la vez atractiva y atemorizante. El oxímoron de la oración final, especie de síntesis de todo el cuento, expresa magníficamente el conflicto interior. Se comprende así por qué conviven las pulsiones opuestas y surge en Nicolás el "miedo verde" cuando va advirtiendo que su objeto de deseo es su propia hermana Blanca (identificada con la luna como "extraña flor llameante", "desnuda, redonda, quieta"), y siente que ya nada logrará detenerlo cuando ambos se encuentran "en el patio, bañados de luna, altos sobre el mundo, rodeados de estrellas, hundidos en luna, rozados por la seda celeste." Un habilidoso empleo de la ambigüedad permite que en cierta forma haya y no haya un clímax cuando Blanca lo rechaza y él entra en un estado límite.

Así, muy a su manera, confluye Meneses con las innovadoras búsquedas de sus contemporáneos Gustavo Díaz Solís y Antonio Márquez Salas en la utilización del paisaje y el mundo natural como valioso vehículo para la exploración de los misterios de la psique, cuando, en no pocos de sus cuentos (y también de sus novelas), la poderosa constelación simbólica del astro nocturno le brinda un recurso de excepcional productividad semiótica.

Fotografía: Dimas Ibarra

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