sábado, 17 de diciembre de 2011

VICTORINO (X)


EL NACIONAL - DOMINGO 15 DE AGOSTO DE 1999 / PAPEL LITERARIO
En busca del tesoro perdido
Jesús Sanoja Hernández

Cuando quiero llorar no lloro culmina el ciclo novelesco de Otero Silva cuyo desarrollo histórico-ficcional se sitúa entre 1928 y 1966. Integrado por cinco obras, con arranque en Fiebre (el drama de la generación del 28) y desenlace trágico en la que tomó como título el verso célebre de Darío (el drama de los jóvenes de los 60), el quinteto comprende, entre punta y cabo, Casas muertas (tránsito del llano en ruinas al llano promisorio), Oficina N° 1 (el estallido petrolero en Oriente y el nacimiento de El Tigre) y La muerte de Honorio (cinco personajes emblemáticos de la lucha antidictatorial, encarcelados en Ciudad Bolívar).

Para MOS, la novela de la triple violencia juvenil constituyó un desafío que él asumió con vuelcos en lenguaje, estructura y ambientes, así revelará que tales innovaciones eran como remate de las intentadas desde Casas muertas (técnica policial en el relato) hasta La muerte de Honorio (doble discurso de cada uno de los personajes). Contrariando al autor, me atrevo a afirmar, porque conocí su voluntad de renovación a raíz del impacto del boom, que en Cuando quiero llorar no lloro alcanzó la madurez narrativa, expresada en los diferentes niveles lingüísticos, la alternancia de realismo, parodia, humor y poesía, la diversidad o triplicidad de enfoques sociológicos, la búsqueda de las raíces de la violencia y, finalmente, el juego de tiempos históricos decisivos (Roma imperial y surgimiento del cristianismo, sociedad capitalista e insurgencia comunista).

La publicación de esta novela despertó en su momento, como ninguna de sus anteriores, comentarios favorables desde diferentes enfoques, según la especialidad del crítico: Crema con su peculiar teoría estética; Gómez Grillo como estudioso de la delincuencia y sus motivaciones sociopolíticas; Rhazes Hernández López, desde atalaya musical; Orlando Araujo, Márquez Rodríguez, Lovera De Sola, Chocrón, Elisa Lerner y, entre muchísimos más, Oswaldo Larrazábal.

A pesar de haber atacado sin complejo un tema que le era contemporáneo, MOS lo hizo pasada ya la raya sexagenaria, y de allí en adelante incursionó en escenarios de remota ubicación temporal y espacial, pues con Lope de Aguirre, príncipe de la libertad, otra novela de retos narrativos, retrocedió al siglo XVI y saltó a ambientes como los del Cuzco y la Amazonia. No se trataba ya de un recurso traslaticio, como el que acometió en el prólogo singularísimo de Cuando quiero llorar no lloro, sino de un real emplazamiento novelesco, con absoluta correspondencia entre el personaje y su circunstancia.

El segundo atrevimiento de MOS, después de su ciclo venezolano y contemporáneo, La piedra que era Cristo, se situó más allá de más nunca, en los tiempos en que la persona-personaje emergió como profeta o como predicador de verdades reveladas. Allí unió biblia con historia, libros sagrados con textos desacralizados, para recibir acogida de uno y otro bando, del socialista y del cristiano, aunque sometida a prueba, en cuanto a la visión de Jesús como persona-personaje, por Manuel Caballero.

Cuando la moda consistía en la construcción de novelas épicas o trágicas a través de protagonistas omnipotentes -dictador o patriarca, como arquetipo latinoamericano-, MOS no se atrevió a pisar ese terreno y propuso que en Venezuela lo hicieran otros, incluidos los de la nueva promoción narrativa, como González León. El país anterior al 28 es pura referencia en el mapa novelesco de MOS, con Fiebre en el punto de partida. Ese terreno vacío pensó llenarlo con una biografía novelada de Gustavo Machado, empresa que se quedó a mitad o a tercio de camino. Otro proyecto, acerca del cual guardaba secreto, se fue con él a la tumba.

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