domingo, 4 de septiembre de 2011

PÚBLICA AGENCIA


EL NACIONAL - Sábado 03 de Septiembre de 2011 Papel Literario/1
Joseph Conrad y El agente secreto
Su primer nombre fue el de Josef Teodor Konrad Korzeniowski, hasta que adoptó la nacionalidad y la lengua inglesa, y se convirtió en así en Joseph Conrad (1857-1924), uno de los más grandes novelistas de la modernidad
ERIKA ROOSEN

En la nota que antepuso a su libro La línea de sombra, Joseph Conrad comentó que el mundo de los vivos encierra "maravillas y misterios que obran de modo tan inexplicable sobre nuestras emociones y nuestra inteligencia, que ello bastaría casi a justificar que pueda concebirse la vida como un estado de encantamiento". Diez años atrás, en 1907, el escritor polaco había publicado por primera vez El agente secreto, una obra en la que no tanto las maravillas como el misterio y el horror marcarían ese estado de encantamiento característico de sus obras.

Lejos de los mares y ríos de sus novelas, Conrad decidió explorar en ella la ciudad de Londres, esa "devoradora de la luz del mundo" en la que, en sus palabras, "había suficiente profundidad para cualquier pasión, suficiente variedad para cualquier escenario, y oscuridad suficiente para sepultar cinco millones de vidas". Por supuesto, antes de decidirse a escribir su novela había escuchado la terrible historia, que inspiraría el relato, sobre el intento de atentado al observatorio de Greenwich.

Había sabido así que el hombre que, al tropezar, había volado en pedazos por la dinamita que llevaba para destruir el lugar era un joven enfermo y que su hermana se había suicidado poco después de enterarse de su muerte. A partir de esto y como consecuencia de "un período de reacción mental y emocional", Conrad se propuso a escribir una novela política, una novela que hablara de los revolucionarios y su ímpetu destructivo.

La explosión: un drama familiar Pero, inesperadamente, en su obra Conrad desplaza el atentado al hogar de la familia Verloc y lo convierte en un drama familiar. Los revolucionarios de la obra, Carl Yund, Michaelis y Ossipon, no son otra cosa que un trío de impostores: incapaces, no sólo de llevar a cabo sus ideas sino incluso de mantenerse por sí mismos, los tres dependen de las mujeres que se prestan para cuidarlos. Esto no impide pensar a Vladimir, el encargado de una poderosa embajada en la ciudad, que tarde o temprano los terroristas terminarán por actuar y, para convencer a la sociedad del desastre, decide obligar a su agente secreto, Verloc, a que coloque una bomba en el observatorio. Es así como Verloc se ve en la necesidad ineludible de conseguir a alguien que sea capaz de llevar a cabo el atentado, alguien como su cuñado: un joven enfermo y altamente manipulable, un joven que sentía profundamente el dolor ajeno hasta el punto de sufrir ataques de furia ante las injusticias que el astuto agente comienza a narrarle.

Uno de los detalles más sorprendentes de la novela es el tono con el que está escrita.

Entre irónico y preciso, Conrad va tejiendo el hilo de la tragedia y de la muerte sin ningún tipo de melodrama.

La crueldad de los hechos es proporcional a la crueldad de las descripciones y, sobre todo, a la forma en la que nos muestra cómo ha sido el amor, ligado a la profunda incomunicación en la familia, lo que ha llevado al terrible desenlace. De este modo, Conrad nos acerca al lado más humano de la revolución: ése de las familias que deben sufrir los estragos de la misma, que deben sobrevivir al joven asesinado, y que siempre son rápidamente olvidadas por los "líderes revolucionarios" como Carl Yund y Michaelis.

La dinamita de la destrucción Sin embargo, todos ellos, actores y víctimas de la tragedia, no son sino consecuencia de una fuerza que se mantiene en la periferia y que, a la vez, constituye el centro mismo de la trama: la dinamita de la destrucción. Un personaje es el encargado de presentarla en la obra como parte de su idea revolucionaria: el Profesor.

En su opinión, los revolucionarios como Michaelis o Carl Yund, al pensar en el futuro, "se pierden en ensoñaciones acerca de sistemas económicos derivados del que existe; en tanto que lo que hace falta es barrer con todo y arrancar de cero hacia un nuevo concepto de la vida". Y su empeño, en consecuencia, no es otro que el de crear un detonador perfecto.

De origen humilde y con un aspecto insignificante, el Profesor ha encontrado su fuerza en una pulsión de muerte sorprendente: dedicado a la confección de bombas, evita ser aprisionado por medio de una de ellas que ha colocado en su cuerpo y que, al contacto con su mano, acabaría no sólo con su vida, sino con la de sus captores y con la de los muchos inocentes que estuvieran cerca. Se trata del anarquista perfecto, que pide el fin de todo lo existente, incluso de sí mismo de ser necesario: "lo que nos suceda como individuos no tiene la menor importancia". Por supuesto, es él quien coloca la dinamita en manos de Verloc, es él quien propicia la muerte que marca el desenlace trágico de la obra.

Este hombre que busca la destrucción consigue el apoyo en las propuestas revolucionarias, en lo que éstas siempre traen de violencia. Es revelador el hecho de que el Profesor no tenga un nombre propio: es el hombre que siempre aparece en tiempos de revolución, es el terrorista que nunca cesa de caminar entre la gente, soñando con el fin de todo lo que ve. Quizá por eso el final de la obra es tan terrible.

Las últimas líneas nos describen su paso anónimo, la energía potencial de la devastación: "sus pensamientos acariciaban imágenes de ruina y destrucción. Caminaba frágil, insignificante, descuidado, miserable... y terrible en el absurdo de su concepción que apelaba, para regenerar el mundo, a la locura y la desesperación.

Nadie lo miraba. Pasaba, inadvertido y mortal ­como la peste­, por la calle repleta de hombres".


Joseph Conrad sobre El agente secreto (*)
···

El origen de El agente secreto: tema, tratamiento, propósito artístico, así como cualquier otro motivo que pueda inducir a un autor para que tome la pluma, creo que puede remontarse a un periodo de reacción mental y emocional.

En verdad, los hechos fueron dos: comencé el libro de forma compulsiva y lo escribí con continuidad. Cuando, conforme al orden de los acontecimientos estuvo terminado y ante la mirada del público, encontré que se me reprobaba su escritura. Algunos reproches fueron severos.

No los tengo ante mí para reproducirlos textualmente, pero recuerdo la argumentación general, que era muy simple. También recuerdo mi estupor acerca de su naturaleza.

Actualmente, la historia me parece muy antigua, aunque ocurrió hace poco tiempo. Concluyo que en 1907, aún conservaba mucha de mi prístina inocencia. Creo que hasta una persona poco sensible artísticamente, podría notar que algunas críticas estaban fundamentadas más bien en el terreno de lo sórdido, de la moral sucia y deprimente del relato.

Esta, ciertamente, es una objeción seria, pero carece de universalidad. De hecho es desgraciado recordar reprobación tan banal entre muchas e inteligentes críticas; y confío en que los lectores de este prefacio no se apresurarán a calificarlo de vanidad ofensiva o de una natural disposición hacia la ingratitud. Sugiero que un alma caritativa atribuya mi opción a natural modestia; aunque no sea modestia precisamente lo que me mueve a seleccionar las críticas adversas para la ilustración de mi ejemplo.

No estoy muy seguro de mi modestia, pero quienes hayan leído otros de mis trabajos, me acreditarán de decente, de escribir con tacto, savoir faire, lo que Uds. gusten, para evitar que formule una canción en mi honor, más allá de las palabras de otras personas. No. El verdadero motivo de esta selección de críticas tiene un muy distinto origen. Siempre he sido propenso a justificar mis actos, pero no a defenderlos.

Justificar. Sin insistir que estaba en lo correcto; explicar simplemente que no había perversidad en mi intención, ni desdeño oculto contra la sensibilidad natural de la persona humana en la raíz de mis impulsos.

Esa clase de debilidad solo lejanamente es peligrosa cuando lo expone a uno al riesgo del aburrimiento; porque, en general, el mundo no se interesa en los motivos de ningún acto manifiesto, sino en sus consecuencias. El hombre puede sonreír y sonreír, pero no es un animal investigador, ama lo obvio, se aparta de las explicaciones. Sin embargo, iré más lejos con la mía.

Es evidente que yo no hubiera necesitado escribir este libro. No era necesario que trabajara este tema (subject), utilizando el término subject tanto en el sentido de historia como en el más amplio, el de una manifestación especial en la vida de la humanidad. Lo que admito por completo. Pero el hecho de crear meramente fealdad con el deseo de impresionar o simplemente de sorprender a mis lectores por el cambio de perspectiva, nunca pasó por mi mente.

Al formular la anterior aseveración, quiero que se me crea no sólo por la evidencia de mi carácter en general sino por la razón, visible ante cualquier par de ojos, que el tratamiento del relato, su inspirada indignación y subyacente piedad y contenido prueban por completo mi desapego hacia lo sórdido y sucio que sencillamente-- existe en las circunstancias exteriores de este decorado.

(*) Fragmento. El ensayo de Conrad sobre El agente secreto fue publicado en 1920.




No hay comentarios:

Publicar un comentario