miércoles, 3 de agosto de 2011

CAMPO FOTOGRÁFICO


EL NACIONAL - Sábado 30 de Julio de 2011 Papel Literario/3
Retrato de la horda
Equívocas virtudes, doble moral, matronas y patrones dictando sus reglas y reduciendo el civismo a preeminencia de acaudalados y a alcahuetería, la vida del pueblito venezolano que emerge en el remezón petrolero
MIGUEL ÁNGEL CAMPOS

El desarraigo cercano Cuando leemos un recuento de peripecias de la infancia, recuerdo hilado entre imágenes desvaídas, ciertas o magnificadas, pero fijadas para siempre en un tiempo inmóvil, nos disponemos para reconocernos en él entre retazos de humor y también de melancolía. Sólo que Sin partida de yacimiento, de Luis Barrera Linares, trastorna el consabido esquema y nos prepara para enfrentar la infancia desde la pérdida de todo candor, liquidada la edad de la inocencia, desde el comienzo, el relato del niño confinado lejos del lugar de sus primeros años se convierte en la reconfiguración de la conseja mítica que perfila pueblito y ruralidad en un abrazo de bonhomía. Después de esta saga ya la idea de la comunidad virtuosa, objeto estrujado del país malvado e indolente, queda hecha pedazos.

Anti-culto de la tierra chica, el libro de Barrera Linares produce desazón entre quienes modelaron su visión del país desde los sospechosos límites de lo nacional en función de una patria municipal y telúrica.

Y también afirma la antigua perturbación de quienes hemos sentido que hay pocos objetos que venerar en un proceso en el que las culpas se filtran como en un cedazo hasta separarlas de los culpables y, así, en el mejor de los casos, atribuirlas a gestiones anónimas o naturales (terremotos, inundaciones, golpes de Estado). Desarraigado de su pueblo de origen, el niño se hace adolescente en un tráfago que ya no corresponde a la épica costumbrista o criollista de la aldea soñolienta. El viaje lo marca no sólo para desplazarlo, también para estigmatizar su lugar de nacimiento, en este caso el Trujillo que se atrasa escandalosamente en el siglo XX, y tras la solvencia de sus clases sociales en el XIX. En sus vueltas ocasionales el adolescente podrá constatar el prestigio de lo zuliano entre los trujillanos, al llegar de un lugar aureolado de éxito y cosmopolitismo las maneras se hacían estandarte, obraba la clara ansiedad del fetichismo.

"Me aprovechaba además de mi acento zuliano, cosa que hacía desvivir a más de uno y una. Llegué a sentir que cada trujillano llevaba como figura ideal de vida la de un maracucho". El nuevo lugar es previsible, sintomático en la dinámica de la Venezuela replanteando sus escenarios y valoraciones: el petróleo crea el esplendor de una frontera de novedad y esperanza.

Todo va a someterse a prueba en el lugar de los hechos de la economía minera, convirtiendo los estilos y la tradición a la eficacia de sus exigencias. Los Puertos de Altagracia, en el corazón de la Costa Oriental del Lago resulta una comunidad ideal para el fluir de unas expectativas, para la experiencia de asomarse a la Venezuela que está siendo promocionada desde un modelo ya ejecutado y prestigioso. Pero quienes esperan o llegan al lugar, al pueblito emblemático de lo nacional, tienen algo que ocultar, o mejor dicho, no logran ocultarlo, el desfile de tipos humanos y su ecología, la historia menor donde familias y comunidad encajan en una sola continuidad, dan el tono del día. Los ruidos de la modernización material no desplazan los usos de unos parroquianos obrando desde sus acuerdos patriarcales. El pueblito se afirma desde los peores vicios de la servidumbre de unos y la vanidad municipal de otros, todos anhelan pasar sin examen al mágico mundo del bienestar del petróleo redentor. Pero no todos disponen de partida de yacimiento, denominación categórica para signar las nuevas alcurnias, aunque estos más desheredados todavía que la pobrecía feudal de la crónica de costumbres, pues aquellos en su fatalidad disponían de un horizonte de monte y geografía. La palabra yacimiento, además, la toma prestada de la Geología y casi la confisca, parece indicar allá lo inmóvil, lo oculto, se nos devuelve con un extraño sentido erótico o funerario, que ya no es ajeno al predicamento de no saber qué hacer con el placer y la riqueza, o acaso simplemente no saber qué cosa son.

Equívocas virtudes, doble moral, matronas y patrones dictando sus reglas y reduciendo el civismo a preeminencia de acaudalados y a alcahuetería, la vida del pueblito venezolano que emerge en el remezón petrolero es la suma de todos los pesos muertos de las épocas de minoridad ciudadana, pobreza y abuso del poder.

Usos y costumbres sancionados en prácticas de sometimiento a la autoridad de No Pernaletes y doctores venales, la desvitalización de una población que a duras penas sobrevive a la guerra biológica contra el paludismo, pero que arrastra impenitente la desvalidez de un sujeto sin sentido de la herencia societaria y todavía en la infancia de todo ordenamiento jurídico, lejano ayer y hoy el amparo civilizatorio del Estado de Derecho. De dónde sino de un orden de ultraje y destitución surge un personaje como esa Condesa, suerte de madama y madre superiora, colectora de niños expósitos, que se los dejan al cuido, al libre arbitrio no ya de una persona de pocos o poquísimos escrúpulos, sino al azar de una sociedad donde la educación no tiene mucho impacto en la seguridad como espacio de referencias: historia, identidad, justicia.

La infancia claudicante El niño mandadero se educa en el ejemplo de la rapiña y la violencia de los adultos y su desesperación; las niñas esperan para ser colocadas o alquiladas, aquellas casadas y con la carga de gratitud eterna para la madama, estas a la mancebía o la franca prostitución.

No es mucha la diferencia con el cuadro que nos da Carmen Clemente Travieso de los socorridos sitios de Colocación Familiar en la Caracas de 1948; en ellos, sospecha la periodista, se explota y humilla a las jóvenes entregadas por familias pobres de las zonas rurales, de allí iban a casas de gente adinerada a servir a cambio de la comida y ropa cosida con los restos del ajuar en desuso. El centro desde donde irradia el diagnóstico de la comunidad aletargada es aquel reclusorio de expósitos, y bien le viene el género, después serán un motel de madrugadas y borrachos, y aquella pensión caraqueña, la despedida del mozuelo que se encuentra con su destino, a donde llegan los montunos como en un sorbo sórdido de la gran ciudad, aquí también se continúa la falsa moral y el hábito del recelo, ya hundido en el alma de los errantes, estragados de una avanzada de tristeza. Insistamos: el caserío formado al paso de los troillers y las cuadrillas tiene ya los elementos del desarraigo, este lo define, son los escoteros nombrados por Picón Salas en una frase como celaje y signados en ella para siempre.

Pero el pueblo histórico apela a su bagaje, a su identidad de retazos presentida por unos desde los días remotos de la Colonia, por otros desde el arrasamiento y las degollinas de la Independencia, o en el ufanoso clasicaje de la Federación. Pero para los usos de la comunidad negociadora, aquellos blasones, de horror o templanza, no están en la memoria colectiva, los mueven otros gustos, otras seguridades, son las alianzas de la urgencia ante las angustias del día, las pequeñas pendencias de grupos gregarios, porque la luz de la fogata ahora los une, socializados en las carencias y dispuestos a hacerse una idea de lo que quieren, se entregarán a la melancolía y a la rapiña simultáneamente: de un lado lo que no comprenden pero desean, del otro la rencilla de los despojados. Esgrimirán los modales vistos entre el paso de los hacendados prósperos y se deslumbrarán con el monólogo de los doctores que atesoran la fragancia de la alfabetizacion. Harán suyas aquellas imágenes de bienaventuranza donde, presumen, lo mejor del cielo y la tierra se condensa: los campos petroleros advienen como en una epifanía que no sosiega sino que angustia, están allí como la negación de la fatalidad, nada más. Y a ellos no se llega ni por la educación ni por la buena conducta, tal vez por la obediencia y la sumisión, así lo creían no sólo los andinos, "taciturnos, zamarros, crueles", como los define Ramón Diaz Sánchez en su rol de guachimanes.

Sorprendentemente es Los Puertos de Altagracia, y no una polvorienta aldea de Monagas, el pueblo que resume a cabalidad esta condición híbrida y real. Su genealogía puede ser rastreada paso a paso, fundado u hollado el mismo año que Maracaibo, pues está en la costa de este lado del lago, desaparece de tiempo en tiempo tras la sombra de aquella ciudad, retrocede a trilla o caserío y se levanta al estar atravesado en la ruta de welseres y exploradores que marchan desde el lago hacia el Caribe. El rumor del petróleo lo sorprende afanado en la lontananza, y en un tris está listo para enarbolar sus títulos de lugar histórico y habitado por gente dispuesta a hacerse de apelativos y un nombre sonoro. El autor ejecuta el retrato de una comunidad ya asentada en sus elecciones, hábitos y recursos solventes garantizando una idiosincrasia de disimulo y ventajismo, conformismo y fatalismo, alianza fértil para crear una picaresca de dolor y destitución en la lucha por la vida. Desde los poderes públicos hasta el hilo borroso de aquellos seres definitivamente menores, todo registra el aura de lo inercial, y no por eso menos vívida y gestual.

Dominados, o aun más, anclados en unos convencionalismos, no van a ninguna parte, se desplazan hacia las esquinas componiendo un conjunto de dura uniformidad, representan con fidelidad las expectativas de un país convocado pero azorado, sin herencia pública a qué apelar para emparejar en los nuevos tiempos del gentilicio. Los campos tan cercanos son más fuente de angustia que de certidumbre, entre el desengaño y el resentimiento, ellos les recuerdan no ya las bondades del bienestar material sino la existencia de hombres distintos y superiores, al fetichismo de usos y consumo se agrega el escozor de la inferioridad. Incluso, quienes los han traspasado mediante la "partida de yacimiento" sólo pueden traer el testimonio de la indiferencia de sus anfitriones, y a su vez ejercen el dudoso privilegio de medrar entre los excluidos, recalcando su recién adquirido linaje.

El petróleo, su tinta En 1973, escuché el desplante de un ingenierito refiriéndose a otros más nuevos que él como "esos soldados rasos", afuera, en las "gates" de las oficinas de la compañía, era en Tasajeras, un hombre con apariencia de poco saludable reía feliz de formar parte del trust instalado en su mísero gatico. Si algo ilustra de manera concluyente la peripecia puertera del entenado son las grietas de una cultura de la convivencia, todo fluye en su armonía de acato a la malicia, al doble sentido, al imperio de la conveniencia.

Él observa desde abajo, desde su altura de zagaletón que se permite algo de desplante y socarronería, y por eso mismo puede adornar de pertinencia y hasta de solemnidad sus juicios, en un primer momento vestidos de humor. El fraude de la educación, modelada desde el cacicazgo y la humillación, condena los méritos del típico maestro de pueblo, abnegado y entregado a un sacrificio sin compensación, todo gesto grave queda teñido de sospecha o es ridiculizado por la infamia o los agravios no tan secretos del mandón de la comarca. Nadie sabe quien es el personaje cuyo nombre lleva el liceo, la adscripción no va tan lejos, seguramente rinde homenaje al padre del cronista y prestamista a la vez, en todo caso hay una larga lista de hipótesis ("Algún fantasma de las luchas libertadoras, un heladero célebre o quizás cierto empresario mecenas?, ¿el padre o hermano de quien elaboró el documento de fundación del liceo?, ¿pariente de algún médico zuliano que lleva su mismo apellido o hijo ilegítimo del anciano Ordemburgo?"). Y si los nuevos profesores deben tener su aprobación --como aquel listero de una cuadrilla de encuelladotes convertido en enseñador de Castellano y Literatura, o ese guardia nacional dado de baja y que un buen día aparece con su designación de profesor de Educación Física--, pues quien va a preguntarse por los méritos y virtudes de un tal José Paz González, además difunto.

Es la ascendencia nefasta de los prohombres en multitud de pueblitos venezolanos, algunas veces llegan conduciendo un camión con el único ánimo de rematar una carga de cerveza, como en la novela de Miguel Otero Silva, y termina convertido en jefe civil, pero también puede estar esperando para escoger y mandar a los maestros. Barrera Linares sabe muy bien hasta donde alcanza la gestión de la picaresca y cuando el relato debe hacerse fría denuncia, el poco aprecio de la función del educador esconde un juicio sobre el saber y el conocimiento como instrumentos de liberación.

"No sepa usted hacer nada o quede vacante de cualquier profesión u oficio y baste para que cualquier funcionario considere que su mejor destino es ser profesor de lengua castellana". Alguna vez tuvo el maestro ascendencia entre su comunidad, la humildad campesina cobijó seguramente los afectos de una gratitud, quien educaba a sus hijos debía ser amado y resguardado, un emocionado respeto era la recompensa. Pero la autoridad arbitraria, legitimada por los Mujiquitas, fue mucho para el maestro urgido de resguardar cargo y ascenso, cuando función y empleo se hicieron incompatibles la siguiente acción fue la de la tierra arrasada pues, como dice Briceño Iragorry, "con la dignidad se comercia una sola vez".

Pero a otras alturas del liceo estaba la Universidad, allá en la reluciente Maracaibo, era como otra dimensión del fetichismo, la vida mediocre del bachillerato parecía trocarse en algo superior en aquellos que ingresaban a ella, se trataba de otro rango de la veneración, las aulas maracaiberas constituían el Olimpo de donde llegaba el lote de petulantes. "Los profesores del Liceo, algunos de ellos estudiantes de la Universidad del Zulia, otros improvisados autodidactas entrenados en los bares locales". La educación degradada a protocolo de títulos y certificados, es un hecho forense de la Venezuela de hoy, lo grave es que terminó desplazando el saber organizado del individuo retenedor de la herencia transformadora.

En mis días de profesor de la universidad Rafael Maria Baralt en la extensión de Los Puertos teníamos con frecuencia la visita del director del aquel liceo, el hombre parecía alelado con la rutina de la sede universitaria, tan sólo veía el estatuto, alelado pero también alienado en aquella admiración jamás entendería cuan idénticas eran las miserias del alma mater y las de su desranqueado liceo, filisteísmo y vanidad revestidos con otros asombros a los ojos de los parroquianos. Algunos años antes, durante mi primer semestre de Estudios Generales, aquel formidable prospecto de la Universidad del Zulia, en la clase inaugural de "Problemática de la Ciencia y Tecnología", nuestro profesor llega con su bata de odontólogo y hace la más inaudita pregunta: "Alguien sabe que significan las siglas Pdvsa", fue todo el programa del día. En su mayoría el personal docente había sido reclutado bajando al mínimo las exigencias académicas y sobre todo las intelectuales, finalmente el clientelismo hizo el resto: seguramente los mismos diseñadores del proyecto "metieron" a sus conocidos con el sólo requisito de estar graduados en una carrera universitaria, así un odontólogo podía dictar aquella asignatura o un ingeniero "Comunicación y Lenguaje".

Así se hace un país... Pero la compilación de lo observado por Barrera Linares en aquel pueblo parece altamente representativa, así vemos reproducirse, en el ya muy avanzado siglo XX, estilos de gestión de lo público propios del caudillaje inicial postindependentista, una noción de país donde los referentes abstractos de norma y juricidad son inexistentes. Una población atascada en su relación puramente geográfica y topográfica con la urbanidad, reacciona y se conduce desde el vínculo primario con el otro: patriarca redentor u hombre rico, personaje carismático o figura pública, amigo de parranda o "compinche"; el venezolano duda siempre del entorno, acata con disimulo los acuerdos ya precarios y los destierra hasta extinguirlos.

Seguridad y amparo le vienen siempre de unas palmadas en la espalda, de una llamada telefónica, de deslizar a tiempo una botella de whisky.

Ante la injusticia o la ausencia de Estado de Derecho los parias no se rebelan sino que buscan igualarse con sus opresores. Observemos cómo se organiza la policía en aquel pueblo: "Guiso Pirela, que llegó a dirigir la Policia Nacional, se trajo para Caracas a todos los vagos de Los Puertos, los puso a hacer un curso de un mes y les dio placa, revólver y poder, casi les dijo a todos: háganse tombos uniformados en cinco lecciones". Me pregunto si no es como hoy, los cuerpos de seguridad, todos, reciclan y enrocan funcionarios expulsados por faltas graves, vemos sin escándalo como a pocos meses de haber sido creada una policía que se propone como modelo hay ya una larga lista de sus miembros acusados de delitos, unos enjuiciados, otros no. Y, en general, la frecuencia con que los funcionarios de los distintos organismo de seguridad aparecen involucrados en crímenes de toda índole no habla tanto de lo rentable que es hoy el oficio de delincuente como de la facilidad con que el Estado arma a esos delincuentes.

El recuerdo de infancia se perpetúa en los datos del escritor, se hace vívido en la memoria porque tiene continuidad en su expectación de ciudadano, en Venezuela esta clase de memorias son tan útiles para asegurarnos con horror de cuan poco hemos cambiado. Este relato de Barrera Linares puede atarse sin pérdida de espacio ni tiempo con algunas páginas de Argenis Rodríguez, nos darían un panorama de la desesperanza, el leiv motiv de una biografía tocada por la misma fatalidad, desde El Moján hasta Maturín.

Es la picaresca de los recién venidos al espectáculo del petróleo, pero que al haber carecido de trasunto comunitario y proceso de gentilicio les resulta difícil situarse ante la novedad, incapaces de integrar las nuevas definiciones de poder, bienestar y dinero a un plan de mayor estabilidad en el tiempo, tan sólo pueden apelar a lo vestigial de una experiencia traumática, fracasada en su intentona de apropiación de una cultura funcional.

La impresión que nos deja el persuasivo fresco Sin partida de yacimiento es la de una sociedad desarticulada, errátil y aleatoria, pagada de todo pragmatismo, cuyo proyecto se hace volátil pues no depende ni de una élite consagrada y tampoco de una prédica gregaria.

Allá como aquí, hoy como ayer --y la picaresca se hace amarga--, los grupos llegan a descollar en virtud de trapacerías.

El individuo ajusta su potencial a una ecología de desconfianza y recelo, nadie dispone su mejor esfuerzo y todo se traza desde el cálculo, el éxito de los audaces fija un criterio de valoración no sólo del esfuerzo personal sino de los logros mismos, todo lo cual impacta, modela y remodela el ethos de una comunidad.

La pobreza no es vista como responsabilidad social ni como acicate para transformar el medio devorador, antes sirve como parangón para que los opulentos ostenten su riqueza y bienes superfluos, y dado que nada más pueden exhibir.

Doloroso pero cuán consistente es el testimonio de la infancia para biografiar un país como el nuestro, áspero y paidocida, que contra toda lógica concentra la mayor y mejor inversión en la punta del iceberg de su pirámide educacional.

Hoy quizás ya no tengamos albergues de expósitos, ni públicos ni privados, llámense Carmania o Colocaciones Familiares, y sin embargo los niños de la calle son una herida lacerante y una vergüenza, escuela de prostitución e indigencia son nuestras calles, infancia sin amparo, niños hechos desde la violencia de los adultos indolentes, como un Oliver Twist del peor de los infiernos. Como aquel de no más de 8 años cuya imagen, en un semáforo de Maracaibo, me taladra, vestido de harapos ofrecía la Gaceta Oficial con la puesta al día de la Lopna (Ley Orgánica para el Niño y el Adolescente).

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