viernes, 19 de agosto de 2011

CABALGADURA DE AMPERIOS


EL NACIONAL - Jueves 18 de Agosto de 2011 Opinión/7
El jinete eléctrico
COLETTE CAPRILES

" La culebra se mata por la cabeza". Una frase que sirvió a Juan Vicente Gómez para justificar su asalto al endeble poder de Cipriano Castro en 1908. En los días previos al 19 de diciembre, la sibilina frase figura en un supuesto telegrama que el enfermo dictador dirige a Pedro María Cárdenas, gobernador de Caracas. Gómez prefiere creer que la culebra no es otra que él mismo y procede en consecuencia. Las mismas fuerzas vivas que diez años antes habían encontrado en El Cabito la encarnación de la salvación nacional se ponen en obra, cambiando por supuesto algunos nombres, para juntarse con el naciente poder, que, a diferencia del anterior, entiende que no es la Presidencia de la República la institución que le dará larga vida sino el control absoluto del flamante Ejército nacional. El fuero civil queda desde entonces reducido a una silenciosa figura administrativa.

Mariano Picón Salas, en su libro Los días de Cipriano Castro, vuelve una y otra vez sobre ese contraste entre el silencio gomecista y la bullaranga castrista.

Hace un esfuerzo por identificar las fuentes de la enrevesada retórica que Castro hizo suya, amplificada por el modernismo decadentista de la abundante producción de lisonjas que le acompañó desde que los "doctores" valencianos y caraqueños apostaron a su aventura. Como el "jinete eléctrico" lo bautiza un cronista al describirlo en la batalla de Tocuyito.

Despúes de publicar Cesarismo democrático, Vallenilla Lanz no admitía que se tratase de una teoría ad hoc, diseñada para la justificación del gomecismo.

Cabría pensar que su inspiración histórica provino más bien de la figura del Restaurador, mucho más evocadora del segundo Bonaparte que se vislumbra en esa idea del cesarismo moderno.

La obsesión castrista por la, digamos, emblemática del poder ­incluyendo la fantasía romana del banquete interminable­, así como cuando abruma a los vecinos de Nirgua con su promesa de una "concordia nacional" que sería la expresión de un liberalismo "como el que fundó el carpintero de Galilea", repite aquel dicho bonapartista de l’empire, c’est la paix y la teología política correspondiente, organizada en torno a la figura carismática. Castro, furiosamente anticlerical, presume con frecuencia de un cristianismo primigenio que sería expresión de su propia visión autárquica de la política.

El libro de don Mariano no es en verdad una crónica política, ni tiene rigurosas pretensiones históricas. Ni es estrictamente biográfico. Es más bien el retrato penetrante de una sociedad desarticulada que pide orden sin quererlo conceder. Picón Salas hurga especialmente en el ecosistema de relaciones y complicidades que es imprescindible para la entronización del poder arbitrario. Y, como buen literato, rastrea el talante de los intelectuales, de los grupúsculos de gente de saber que, llegado el andino a la capital, le hacen llegar sus manifiestos, sus papeles de "proyecto de país" (para usar un anacronismo), dispuestos ante el lema de "nuevos hombres, nuevos ideales, nuevos procedimientos". Dicen: "Vivimos como tribus nómadas en persecución de ideales que son hechos en pueblos más afortunados. Todavía resuena pavorosa la voz del magistrado que niega al ciudadano todas las garantías y el viento arrastra aún por llanos y montes, los jirones de la ley".

Así veían el país los Razetti, Coll, Calcaño, Toro, Montes, algunos de los cuales, apunta Picón Salas, "servirán después al régimen como segundones a los que se pide halago y lisonja más que competencia". Pero estos jóvenes estaban, en realidad, enunciando una profecía, larga y triste, que no impidió que, en lo que sigue de nuestra historia, otros desempeñaran el mismo papel.

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