sábado, 16 de julio de 2011

METRÓPOLI DE UN IMAGINARIO (2)


EL NACIONAL - Sábado 16 de Julio de 2011 Papel Literario/2
Almandoz: un paseante latinoamericano
Pensador de lo urbano, arquitecto, ensayista y profesor universitario, Arturo Almandoz (1960) es nombre imprescindible entre los estudiosos de los imaginarios urbanos en Latinoamérica. Cada uno de sus libros constituye una referencia dentro y fuera de Venezuela. Su título más reciente es un texto más personal que sus precedentes: Almandoz parte de los recuerdos de su infancia para volver a uno de los centros simbólicos de Caracas: la urbanización San Bernardino
HARRY ALMELA

Son muchos --demasiados-- los puntos de encuentro y de fuga que tengo con este libro. El 22 de noviembre de 1963, cuando los Almandoz Marte y el niño Arturo se mudan a la casa en los altos de San Bernardino, el presidente Kennedy es asesinado de dos disparos en Dallas, como pudimos ver, acongojados y tiempo después, en la fortuita toma de Zapruder. Yo había cumplido los 9 años de edad y ya vivía en Mariara, que desde esos tiempos es una comarca de falsos equilibrios entre la cultura campesina (heredera de la antigua hacienda de caña del Conde de Tovar y de las posteriores siembras de añil y algodón en sus extensas vegas hacia el sur, hacia los bordes del Lago de Valencia) y su improvisado, fortuito y enrevesado acceso al desarrollismo que la empresa Covenal (Corporación Venezolana de Aluminio y su posterior estadio, la Constructora Venezolana de Vehículos) impulsó e impuso en la comarca, montándonos a juro en esa modernidad periférica de la que bien habla Beatriz Sarlo con relación a Buenos Aires.

Del encuentro entre la calle de tierra frente a mi casa y el asfalto en las vías principales que conducían, más allá de la línea del ferrocarril, a la Compañía; del entresijo existente entre la mula del agricultor y las bicimotos de la nueva y vistosa clase obrera, deviene ese carácter tan propio de este pueblo, y del país en general, siempre a medio camino entre lo premoderno y lo moderno.

El nombre del presidente norteamericano viene al caso, porque en diciembre de 1961 visitó Mariara, inaugurando junto a Rómulo Betancourt el asentamiento campesino El Deleite, en el marco del programa de la Reforma Agraria y la firma del convenio Alianza para el Progreso el cual, atiborrándonos con sus latas de aceite, sacos de trigo y leche en polvo, buscaba frenar el franco avance de la Revolución cubana en América Latina. El asesinato de Kennedy pasó a ser un punto de quiebre en la historia del municipio. Por la vía del luto colectivo, Mariara se vio inmersa durante un instante en la historia universal del siglo XX, tal como le ocurre a los personajes de El día que me quieras, de José Ignacio Cabrujas, con el refulgente Carlos Gardel, iniciado en el arte de centrar manteles con la princesa de Holanda, y enseñando el truco en el patio interior de la casa caraqueña de la familia Ancízar, en los últimos días de abril del año 1935.

Acerca de esta atmósfera y de muchas cosas más, viene a hablarnos Arturo Almandoz en sus Crónicas desde San Bernardino. Del arco que vacila y nos engulle entre los tiempos de la Maríacastaña de don Mariano y de la ciudad roja. Del ensanche caraqueño y burgués hacia el este y hacia el sureste del valle, de la movilidad urbana por el ascenso social, de los modestos gustos consumistas de cierta clase media que se formó a la luz de lo urbano, luego del traslado desde la provincia en busca de mejores condiciones de vida. Sé que este evento es un lugar común en la historia contemporánea de América Latina, cuyas ciudades no dejan de ser un pastiche de espumas entre lo rural y lo urbano.

También figuran en este libro los lastimosos gestos de otros sectores de nuestra sociedad, que hicieron del mal gusto una forma de vivir y de expresar el rastacuerismo, un haber histórico, idiomático e ideológico que nos acompaña desde los tiempos de Guzmán Blanco y que la Venezuela petrolera ha profundizado, por ráfagas y hasta nuestros días, desde el reventón de El Barroso II, entre cabrias y taladros manejados por jurungos y torpucios, en el aún cercano año de 1922.

Encontramos aquí también las modestas historias de los emigrados europeos de la postguerra, transfigurados bajo el inclemente sol de esta Tierra de Gracia, en bodegueros, panaderos, barberos y constructores, tejedores a su modo, junto a los criollos, de la venezolanidad del siglo XX.

Este libro no es solamente una crónica sobre Caracas en clave de estudios culturales, que sus muy documentados y agudos libros anteriores (Urbanismo europeo en Caracas, 1870-1920 y los tres volúmenes de La ciudad en el imaginario venezolano) han puesto en escena, para agrado de los lectores interesados en los asuntos del urbanismo y su relación con lo humano. Dicho sea de paso, esta bibliografía ha devenido en una lectura nacional acerca del tema, que en su momento ya habían desarrollado, con una visión panóptica, José Luis Romero y Ángel Rama. Pero aquí hay una vuelta de tuerca en el género, no sólo por el punto de vista del escribidor y por la intertextualidad culta que elabora y propone por vía de las referencias literarias, cinematográficas y hasta filosóficas. El entramado que sustenta estas crónicas es la narración personal de un observador de la implantación de la cultura de masas sobre un espacio urbano, pero que lo vive, como objeto y sujeto, desde un horizonte parroquial. Y cuando decimos parroquial, nos referimos a la ruptura de lo universal como punto de referencia.

Hablamos acá de la fragmentación, del minimalismo, de la rotura del referente ecuménico, de la renuncia al panóptico. Acá interesa las marcas de identidad cultural de una sociedad urbana en la periferia de la modernidad, que ansía una permanencia que la misma modernidad prohíbe, como lo indica Marshall Bermann en su libro Todo lo sólido se desvanece en el aire. Es la visión de un paseante latinoamericano que rehúye de las ambiciones analíticas de un Walter Benjamin, el filósofo a quien mucho le debemos, pero que de seguro no podría analizar con solvencia la estructura y el aura del antiguo Hotel Potomac de San Bernardino.

El minimalismo que propone este libro, conceptual y formalmente, constituye hoy en día un canal efectivo para descifrar y poner en circulación la molestia, el desagrado, la resistencia individual frente al avance de la sociedad de masas y de la globalización.

Una última acotación. De carácter personal, para continuar con el aura de los párrafos anteriores. Voy por soleares. Yo también conocí a San Bernardino en mi infancia. En el edificio Pompei de la avenida Cristóbal Mendoza pasé varias vacaciones, en casa de mi abuela Emilia. Por allí paseaba, montado en la carreta de Darío. Lo recuerdo con demasiada frecuencia. Hay algo allí de primavera archivada, como dice Aquiles Nazoa en un poema. Pasaron muchos siglos de mi vida, y luego de estertores y de júbilos, volví a caminar sobre el asfalto de sus calles y por el cemento de sus aceras. La sensación que tuve fue la de desplazamiento. Un desplazamiento de sentido.

El significante se había vaciado de significado, y sólo quedaban los edificios, las estructuras vacías de contenido. O al contrario, aún estaban los contenidos, pero el art decó de muchos de esos edificios carecía ya de alguna significación, reposaban contra el espacio, sobreviviendo ya como fantasmas. Entendí entonces, desde el estómago, qué cosa es lo que ha ocurrido en estos doce años rojos. Nos han vaciado el paisaje. Pasamos y paseamos por las calles, por avenidas y autopistas (lo que va quedando de todo eso) y nos sentimos extrañados, sin sentido de pertenencia y, definitivamente, sin pertenecer. Desplazaron el paisaje, cambiaron el huso horario, la bandera y el escudo.

Todavía no tengo claro si esto es un asunto de la edad o una consecuencia política. Da lo mismo y a lo mejor es lo mismo. Ese estar en el aire, sin orientación alguna, quizás sea el precio que hay qué pagar por haber vivido en la burbuja petrolera de la Venezuela saudita, sin muchas preocupaciones y sin solución de continuidad.

Aún hay gente que habla de esos tiempos, exclamando la frase mentirosa cuando éramos felices y no lo sabíamos. No era que no lo sabíamos, simplemente fue una burbuja. Por suerte, existen libros como Crónicas desde San Bernardino para retomar la historia personal. El sentido, dice Deleuze, no es nunca principio ni origen, es producto. No está por descubrirse, ni restaurarse ni reemplazarse; está por producirse con nuevas maquinarias.

Fotografía: Manuel Sardá

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