viernes, 29 de abril de 2011

DE UNA EMBOSCADA PSICO-SOCIAL


EL NACIONAL - SÁBADO 26 DE FEBRERO DE 2000 / OPINION
La deificación del líder
Luis Aníbal Gómez

De la sacralización del poder a la deificación del líder se da un proceso de acumulación de actos de gobierno, loas y salmodias, además del moroso tránsito del individuo libre al fanático de infranqueable bloqueo mental.

Es lo peor que puede suceder al movimiento de renovación de un país defraudado sirviendo ahora de caldo de cultivo a toda laya de sectarismo, prepotencia e intolerancia. La pasión porque las cosas se hagan de una sola manera -fetiche del pensamiento único, blindaje de la conciencia frente al disenso descalificado de "emboscada enemiga" o "venenito"- no parece el camino abierto hacia la tierra prometida de la democracia participativa y el reino del Estado de Derecho.

En cambio, favorece la gestación de una turbia relación entre gobernante y ciudadano, es decir, Estado y sociedad, alimentada por cierta teología de la sumisión apañada en la liturgia del ejercicio autoritario del poder, necesitando como el pez al agua la incondicional aclamación de los actos públicos. Nada más contrario al sistema democrático que se fundamenta en la separación y la sinergia de poderes autónomos y su compromiso con la sociedad civil, por naturaleza desprovista de poder. La mayoría no es un agregado cuantitativo, sino más bien la conciencia de la necesaria cohabitación con las minorías; a las que debe, de paso, su cariz preponderante. Mientras haya minorías habrá democracia, cuando desaparecen surge el Estado totalitario.

La sacralización del poder proviene quizá de la sublimación del "sagrado deber". Conviene reflexionar en torno al sufragio. El voto no expresa ya la volonté générale como lo deseaba el racionalismo iluminista, sino la de los ingentes grupos de poder que alienan a las auténticas mayorías. Del mismo modo la opinión pública, proyectada por los medios, deviene la opinión de tales grupos hecha pública. Así, la voluntad y la opinión de una minoría cupular aparece como si perteneciera a la mayoría de la población. De allí que el sufragio no represente la volición del ciudadano. Es cierto que constituye origen y fruto del contrato social, pero ha devenido contradictorio y especioso en el marco de la modernidad.

Cuando se sufraga por el programa de un candidato, sucede a menudo que el elector desemboca en la disyuntiva de votar por y en contra de sí mismo. Es decir, aprueba el programa social del candidato A, el educativo del B, el económico de C, etc., pero como no puede votar por rasgos de programas sino por uno solo, al sufragar opta al mismo tiempo a favor y en contra de su propia voluntad. Es obvio que seleccionará el menos malo, pero nunca el mejor candidato o programa.

Así, los ciudadanos elegirán a incompetentes que hablan bien o son meritorios en áreas distintas a las político-administrativas, como Irene Sáez, Reina Lucero o Hugo de los Reyes, en desmedro de los idóneos que no son hermosos o no saben cantar, ni desfilar. De esta forma, sobre un caballo de votos contradictorios el Presidente cabalga la vereda del extravío de su promesa de democracia social y participativa.

Las disidencias civiles y militares amenazan el culto y la hagiografía de un entorno que tiene antecesores en gigantes de pies de barro como Mao o Stalin, por no citar al compinche del Caribe.

lugomez@telcel.net.ve

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