sábado, 19 de marzo de 2011

LA INQUIETUD CARTOGRÁFICA


EL NACIONAL - Sábado 19 de Marzo de 2011 Papel Literario/1
Barreto: el inútil mapa del país
ANTONIO LÓPEZ ORTEGA

Al menos desde 2006, año en que vieron luz sus libros El llano ciego y Soul of Apure, el poeta Igor Barreto nos viene acostumbrando a partos editoriales de mellizos. Cuatro años después, el accidente se reproduce con dos nuevas entregas, libros siameses que se complementan en intención y sentido, y que además gozan de las espléndidas fotos de Ricardo Jiménez, que es como una tentativa de apelar a las imágenes que el poeta ha querido para sus versos.

Si en el pasado El llano ciego apostaba a urdir una poética y Soul of Apure una constelación de epigramas, me atrevería a decir que el espléndido El duelo es lo que podríamos llamar un concept-book y que Carreteras nocturnas no aspira a otra dimensión que la de agrupar una serie de poemas cuyo denominador común podría ser la pérdida de un paisaje referencial que, como consecuencia, implica también la pérdida de un paisaje humano. La obsesión por el referente terrestre o paisajístico (tan presente en autores fundacionales como Pocaterra, Briceño Iragorry, Blanco Fombona, Gallegos), que tanto ha marcado la obra de Barreto, ya alcanzaba una cierta plenitud en sus dos libros de 2006, pero ahora en El duelo y Carreteras nocturnas adquiere un relieve aún mayor, como si la emisión ya estuviera sembrada en los tuétanos del discurso. Barreto habla del vacío o del abismo o de la incompletud con un sentimiento que ya ni siquiera es doloroso sino descarnado: nuestra ausencia se hace inconsciencia, lento pasto de los días. Si en la cuentística de Armas Alfonzo, por ejemplo, hablan los muertos; en los versos de Barreto hablan los vivos que están muertos.

Un poema como "Habladurías" plantea una transformación más compleja que la del licántropo: humanos pordioseros se vuelven perros de noche y aúllan a una luna que no los escucha: son los desechos de la ciudad que ya ni siquiera es inhumana sino fantasmagórica. Conviene para la voz profunda de esta poesía que la realidad se convierta rápidamente en ficción, único subterfugio para que el sentido no sea pura laceración, como la de los desalmados que en El duelo matan a un caballo por hambre.

Carreteras nocturnas junta a un niño que vuela cometas, a una abeja que se estrella sordamente contra el vidrio de una ventana, a una perra fiel que parece un dibujo japonés, a una mujer de campo que confiesa su imposibilidad de tener críos, a un astronauta que lee a Milton, a un niño que mata un pulpo en la playa, a un transeúnte que recibe dos salivazos en la cara, a un pasajero que ve desde la ventanilla del avión los galpones de Dachau donde antes sembraban cuerpos y ahora coles. ¿Qué reúne imágenes tan diversas? Se diría una mirada que advierte las carencias con la facilidad con la que se respira. La nocturnidad de estos senderos, de estos versos, no es inocente: responde más bien a una intuición profunda.

Para Barreto nos hemos quedado sin sentido, sin puntos cardinales. El discernimiento ya no es posible, no se diga la armonía. Estamos lejos de una poesía de la celebración, del encantamiento. Nos quedan los despojos, regados, y ya mucho hacemos identificándolos. Poesía residual, como pocas, cuya fragmentaridad ni siquiera responde a un impulso estructural sino al desconcierto con que la realidad se nos abre o presenta. Cúspide mayor, por supuesto, el poema homónimo que cierra el libro, verdadera ars poetica que, de la mano de Enrique Bernardo Núñez, describe al ser nacional como un viajante sin remedio, que duerme en un bus-cama como un feto y que apenas despierta cuando las luces de un parador de carretera le ofrece café y máquinas traganíqueles. ¿Habrá imagen más terminal para una cultura que evade el sedentarismo, por imposible, y nos convierte en nómadas post-modernos, mineros de nuevo cuño, que ni siquiera riqueza propia extraen de sus propias almas? El sentido de desolación parece mejor estructurado en El duelo, donde todos los poemas llevan u ocultan lo que López Pedraza llamaría "una imagen posible": aquéllas que por extremas la psique es incapaz de digerir sin sufrir alteraciones severas. Ocurrió en la Tragedia de Vargas, por ejemplo, donde una mujer desnuda llevó por tres días seguidos a su recién nacido colgado de su seno lactante sin advertir que sus pasos sólo pisaban cadáveres. Se entenderá que la mujer haya perdido la memoria, pues lo que la mente hizo mejor fue filtrar el horror cotidiano y volverlo niebla para los sentidos erizados. La cruel metáfora de un "árabe puro" que es descuartizado en un claro de helechos arborescentes, y cuya cabeza queda aislada, que no enterrada, como único señuelo de la matanza, abre unas páginas que van desvariando desde la crueldad hasta la celebración. Sólo que la elegía que gradualmente se quiere construir alrededor de cualquier forma equina no basta para reparar el horror de los inicios, que viene a ser como una mancha originaria que ningún acto ulterior puede curar o reparar. La matanza es la inconsciencia, es un estadio primario, es la animalidad recubierta de gestos humanoides, es el goce de los desvalidos, es la ignorancia elevada a la última potencia. Una frase proverbial nos detiene en medio de la lectura: "Un país con la forma de una mancha de sangre". Como si la propia cartografía ya determinara hechos, actuaciones o destinos.

Como País de Yolanda Pantin o como Silva a las desventuras de la zona sórdida de Harry Almela, El duelo se inscribe en una línea de exploración de reciente data que señala la muerte de los referentes nacionales. El país personal o memorioso o infantil a cotidiano dejó de existir hace tiempo y ya no hay barro con qué construir una mínima casa. "Es la maldita circunstancia/ del presente por todas partes", dice Barreto como una manera de hacer obvio que nos hemos quedado sin pasado, pues ni siquiera la memoria personal remite a ningún asidero: si todo es borrón, no puede haber cuenta nueva. ¿Desde dónde escriben los poetas hoy si la memoria es un campo dinamitado por discursos que nunca pueden ser íntimos? "Mis ruinas/ siempre han sido:/ el óleo de una quieta montaña,/ o la incandescencia/ de la costa caribeña de Macuto", afirma Barreto para mostrar que la memoria es sólo un pasto de ruinas. Se escribe ni siquiera para dar cuenta de un vacío, sino para advertir que la escritura es un vacío en sí misma. La expresión está tocada de muerte, invalidada por la vocinglería y el bullicio, asesinada como se asesina a un caballo en medio de la sabana. Es el reino de la insensatez, de la barbarie, de la discordia, de la muerte de la fraternidad. Somos sólo impulsos primarios, destellos ciegos de vida, a la espera de cualquier orden que nos acerque a la muerte o a la destrucción. Hablamos finalmente de la destrucción del sentido, y en la destrucción del sentido la escritura es una noción inviable.

El pasajero que en "Carreteras nocturnas" se baja del buscama para despertarse y tomar un café intuye que cualquier parador tiene una ciudad o un bosque cercano, "pero cómo relacionarlos/ y armar con ellos un universo". La incapacidad para poner elementos en relación, para asociar sentidos, para buscar significación entrelazando nociones, pareciera un problema estructural de la nacionalidad, de nuestra cultura misma. Somos viajeros de un país desconocido, cuyo mapa o no existe o es inútil. Y sobre ese tejido deambulamos como figuras andariegas, que el trayecto pone al azar de un lado u otro. Hablamos finalmente de la muerte del sujeto, de la incapacidad de oponer voluntad expresiva a la barbarie. "Aquel momento estancado/ en un presente continuo", otra metáfora "tan semejante al país". O "lugar de amnesia", para robarle el término al poeta antillano Derek Walcott. Si el mapa del país es inútil es porque nos sentimos más cómodos en el extravío que en el hallazgo. Y extraviados están desde los que descuartizan un bello animal para calmar la hambruna hasta las garzas que se posan a la orilla del mar.

Un país que no es lugar, que no es espacio, mucho menos paraíso. Un país que es apenas vertedero, basural, viento que se devuelve después de impactar los hilos de latón de un carro deshuesado.

Descendamos en las estaciones del camino para encontrar más noche y bombillos fundidos. Ya ni siquiera quedan señuelos o agua que tomar. Mejor permanecer dormidos, preferiblemente en posición fetal, mientas la nave va consumiendo las líneas blancas del asfalto. No somos conscientes de nada, y quizás la muerte de la bestia es la mejor manera de metaforizar nuestra propia muerte.

Fotografúa: Vasco Szinetar (2009)

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