sábado, 19 de febrero de 2011

ESTUPIDOGRAFÍA


EL NACIONAL - Sábado 19 de Febrero de 2011 Papel Literario/1
Sobre la estupidez
ANA NUÑO

Hay escritores que parecen condenados a ser admirados por quienes no han leído sus obras. El caso ejemplar de Joyce viene enseguida a la mente. Ulises, sobre la que reposa casi enteramente la fama del dublinés, hasta tiene asignada una fecha festiva, el 16 de junio, Bloomsday. A despecho de que la mayoría de quienes desde 1954 se suman a este jolgorio en los pubs y bares de Dublín y Nueva York jamás se hayan asomado a la celebrada novela. Y menos aún a su virulenta secuela, Finnegans’ Wake.

Del lado germano, sin duda, Hermann Broch y Robert Musil pueden citarse como casos notorios de escritores considerados fundamentales, geniales y demás epítetos de la diosa Fortuna, pero que sin embargo muy pocos leen.

La trilogía Los sonámbulos y la inacabada Muerte de Virgilio han marcado a varias generaciones de escritores y pensadores, desde Hannah Arendt (que editó los ensayos y conferencias de Broch) hasta Milan Kundera, cuya entronización de la ironía como motor de la imaginación novelesca es tributaria a la vez de la escritura brochiana y de Musil, considerado por el autor checo poco menos que el Cervantes del siglo XX. En estos venturosos tiempos de literatura que no osa decir su nombre --como con la cocina de Ferran Adrià, triunfan las ficciones esferificadas, los testimonios nitrogenados, el reportaje al curry deconstruido , perdonen ustedes que reconozca que he leído, y para más pecado no sin placer, las mencionadas dos obras de Broch. Aún más, con cierto rubor confieso que no sólo el Ulises, sino también el Finnegan’s Wake (valga decir, entero: de acartonadas tapa a tapa). Pero aparte del Joven Törless, algunos ensayos y conferencias y fragmentos de los Diarios, siempre he tenido problemas con Musil. Quiero decir, obviamente, con su magnum opus: el también inacabado Hombre sin atributos, que hasta ahora he sido incapaz de consumir íntegramente. Tal vez por rechazo a uno de los aspectos del gran arte de Musil. Me refiero, claro está, a la vivisección intelectual, valga decir la manía de la especulación y el análisis sistemático. Y es que ese arte aplicado a la ficción produce algo bastante parecido a lo engendrado por aquel sueño de la razón que dejó grabado Goya. O sea, monstruos. Monstruos especulativos, hurgando en la materia, siempre inestable y sutil, de sentimientos y sensaciones. Por otra parte, aplicado no ya a la construcción de personajes y la elucidación de sus afectos, sino a la investigación del yo y su memoria, ese mismo arte resulta sumamente eficaz. Pienso aquí en Sebald, quien, más que Kundera, puede aspirar al título de hijo natural de Musil (también de Broch, por cierto).

El caso es que, a pesar de mi mitigado musilianismo, Sobre la estupidez me parece la mejor iniciación al método Musil, a ese arte de sopesar y aquilatar morosamente todos los aspectos de lo que sea el caso.

Este texto fue en origen una conferencia pronunciada en Viena, en la sede de la Federación Austriaca del Trabajo, el 11 de marzo de 1937, y vuelta a pronunciar, a petición de los organizadores, menos de una semana después. Inútil sería ensayar un resumen de las facetas de la estupidez repasadas por Musil, por interesantes que sean (y casi siempre lo son) los argumentos esgrimidos para, tras haberlas analizado, descartarlas una tras otra. Y es que lo notable de esta reflexión estriba precisamente en el hecho de que todas resulten descartables. Este es el meollo del método Musil, el de un ingeniero y filósofo tenaz --para apuntalar una tesis, antes hay que haber descartado todas y cada una de las hipotéticas excepciones-- que sin embargo se resiste a afirmar o negar categóricamente ninguna tesis.

La estupidez inteligente

Pondré un ejemplo. Cuando al fin Musil detecta la forma más perniciosa de estupidez, la estupidez "inteligente", lo primero que hace es reivindicar como antídoto contra ella las mejores armas de la inteligencia: "Contra esta estupidez hay que actuar mediante el ejemplo y la crítica". Pero este remedio, que parece preludiar una defensa de la utilidad de la inteligencia racional y analítica, también Musil acaba invalidándolo al considerar que "el último y más importante medio contra la estupidez" parece ser la "resignación". Aunque en otra vuelta de tuerca nos prevenga contra lo que las almas simples pudieran deducir de sus palabras: "Si alguien quisiera derivar de los peligros de la estupidez la regla: Abstente de todo juicio y decisión sobre lo que no entiendes lo suficiente, ¡nos paralizaríamos!".

O considérese la tesis inicial, resumida en la frase más citada de Sobre la estupidez: "Si la estupidez no tuviera algún parecido que le permitiese pasar por talento, progreso, esperanza o perfeccionamiento, nadie querría ser tonto". Las mentes lógicas esperan --lógicamente-- que Musil nos regale a partir de esta premisa un festival de críticas contra los desvíos y desvaríos de la razón, tal vez seguido de una reivindicación de los sentimientos y los afectos. Pues nada de eso. Porque lo que aquí persigue Musil, como siempre, es sopesar juntamente, en el mismo platillo de la balanza, lo que solemos considerar opuesto o disyunto. De ahí su gran máxima (y el único faro en medio de este agitado océano de proposiciones y contraproposiciones): "Toda inteligencia tiene su estupidez". Y aunque no lo enuncia, está claro que Musil tuvo presente todo el tiempo su reverso: "Toda estupidez tiene su inteligencia".

Sobre la estupidez me parece la mejor iniciación al método Musil, a ese arte de sopesar y aquilatar morosamente todos los aspectos de lo que sea el caso

¿Autoironía? Para desarrollar la que tal vez sea su tesis principal sobre la estupidez (que todos somos estúpidos cuando nos declaramos inteligentes), Musil adopta precisamente el estilo altisonante y "serio" de la exposición filosófica sistemática. Y como él mismo da la receta para inmunizarse contra la estupidez --modestia, análisis y humor--, cabe sospechar que el texto todo (que, no hay que olvidarlo, fue una conferencia dictada en un espacio típicamente serio) sea una demostración de que sin modestia, análisis y humor, cualquier tema, por aparentemente baladí o mundano (verbigracia, la estupidez), se traviste de seriedad (¿de estupidez?) intelectual.

Precisión y verdad

Ilustración del método Musil, pues. Un método que resulta que tiene un extraño pariente: el segundo Wittgenstein.

Porque al intentar definir la estupidez, lo que en realidad hace Musil es una crítica de los usos de la palabra. No una crítica conceptual u ontológica (las únicas alusiones en Sobre la estupidez a la metafísica alemana son dos sutiles puyas --pero puyas al fin-- a Hegel y a Kant). Así, al considerar que la estupidez también tiene utilidad como forma de mofa e insulto, Musil se decanta por la tópica definición pragmática: "El significado de los insultos no está tanto en su contenido, sino en su uso".

Esta parte de su disertación es clave para comprender lo que busca Musil. Él mismo, a veces, lo llama "la precisión".

Y en una oportunidad aclara que, si tiene que ver con la búsqueda de la verdad, esa meta guarda en cambio poca relación con "la objetividad".

Al intentar definir la estupidez, lo que en realidad hace Musil es una crítica de los usos de la palabra. No una crítica conceptual u ontológica

De su razonamiento se infiere que la búsqueda de la verdad a través de la mayor precisión en el lenguaje no sólo no desdeña la subjetividad, sino que además es útil para desbaratar las tramas urdidas por lo que Musil, por boca del indeterminado Ulrich, llamaba "las pequeñas mentes analíticas". Por eso, porque la precisión es su meta, Musil avanza con pasos cortos --todo lo contrario de los "pies de plomo" de los juicios apodícticos--, "con pies de paloma", que era, decía Nietzsche, el modo como avanzan las cosas más importantes. (No hay que olvidar la admiración de Musil por Nietzsche, de quien decía que era "el maestro de la flotante vida interior").

Por último, Sobre la estupidez es un vasto eufemismo.

Sin mencionarla una sola vez, sobre la conferencia planea la gran rapaz de su tiempo, desplegando las alas de los dos socialismos totalitarios, el fascista y el comunista. Disuelta Kakania, Musil presenció la constitución de la República en 1919 y, hasta la instauración de la dictadura de Dollfuss en 1934, el gobierno de Viena por el partido socialista, que le valió a la vieja capital del Imperio el mote de "Viena la roja". Y en 1937, cuando Musil pronuncia su conferencia, hacía tres años que en el país imperaba el austrofascismo, inspirado originalmente en el fascismo mussoliniano, pero sobre todo matriz del nacionalsocialismo hitleriano. Vamos, que Dollfuss fue, respecto de Hitler, algo así como el sátrapa cubano respecto del dicharachero venezolano.

En la Viena de 1937 o la Caracas de 2011, no parece que una reflexión sobre la estupidez sea una pérdida de tiempo. Sobre todo si, como esta de Musil, evita, desvelándolos, los dos escollos de la estupidez inteligente y la inteligencia estúpida. Los mismos que, al presentar hoy esta nueva edición en castellano, probablemente no he sabido sortear.

(*) Una versión de este texto fue leída en el acto de presentación de Sobre la estupidez, de Robert Musil (traducción de Yolanda Steffens, epílogo de José Balza), y celebración de los 100 primeros títulos de la editorial bid&co, en la librería Kalathos, en Caracas, el 6 de febrero de 2011.

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