lunes, 28 de febrero de 2011

DE LAS CUERDAS MÁS FUERTES (Y FEROCES)


De los secundones
Luis Barragán


En las décadas anteriores, hubo ciertas prácticas o estilos políticos prestos a la detección y crítica de la opinión pública que, por una mayor visibilidad del oficio, obligaba a determinadas correcciones. Formal o informalmente, según lo autorizaba el principalísimo al que servían, el secundón desarrollaba importantes relaciones de poder que también podían convertirlo en insospechado actor, dispuesto luego a la deserción o traición.

Valentín Iglesias, pseudónimo por entonces en boga, a propósito de los seguidores de Rómulo Betancourt, expresaba que “el mayor error histórico de los jefes políticos es que creen en la lealtad de sus segundones (SIC)”, incluidas las adulaciones, arrastres y sumisiones. Además, Rodolfo José Cárdenas, el autor de marras, recomendaba a Edecio La Riva Araujo escribir en torno a la “psicología del segundón”, suponiéndolo víctima de “inmensos complejos”, frustraciones, heridas no curadas, presto a facturar a su benefactor en la primera ocasión: retrato hablado de Carlos Andrés Pérez (El Nacional/Caracas, 16/09/80). Empero, bien vale hacer una triple distinción.

La sucesión política, por una parte, impone una competencia natural en la que resulta frecuentemente decisiva la postura del líder a suceder. Hay (des) ventajas que el donante concede, pisando – además – el terreno del delfinato, pero no necesariamente fuerza a la inmediata descalificación del favorecido, quien luego generará grandes satisfacciones o profundas decepciones de acuerdo al supuesto talento exhibido.

Además, por otra parte, hay liderazgos complementarios que, por la complejidad del momento y de las organizaciones políticas a las que se deben, pueden igualarse y hasta superar las jefaturas nominales o consagradas. Manuel Caballero tuvo ocasión de comentar la preeminencia de Gonzalo Barrios, tenido habitualmente como el número dos en AD cuando realmente oficiaba como el número uno (“La pasión de comprender. Ensayos de historia (y de) política”, Ariel - Seix Barral Venezolana, Caracas, 1983), por lo que – puede aseverarse - la prestancia, influencia o notoriedad también depende del papel tomado con modestia.

Convengamos, finalmente, que los genuinos y vocacionales secundones son aquellos que viven a la sombra de una jefatura cambiante, promediando las oportunidades de ascenso político, económico y – ante todo – social que pueda prodigarle. Oportunistas, avispados y diligentes, suelen realizar tareas auxiliares capaces de catapultarlos, aunque jamás consigan o les preocupe conseguir, una identidad propia.

El rentismo que nos caracteriza (utilitario, clientelar y prebendario), lógicamente se refleja en las actividades políticas, excretando un personal de insólita versatilidad. No hay distancia significativa entre servirle de guardaespaldas o testaferro, lavarle el automóvil o lidiar con los hijos y nietos: inevitable, el post-chavismo también sabrá de figurones sonrientes que se acomodarán a las nuevas circunstancias, a pesar de haber poblado – casi asombrosamente - las nóminas ministeriales, parlamentarias o diplomáticas de épocas fenecidas o prescritas.

Valga la coletilla, no hay sociología política venezolana sin la vieja advertencia de Juan Pablo Pérez Alfonzo: “Las cosas son personales. Este es un país de relaciones primarias. El hombre le cayó bien y que importan los venezolanos, se queda con el hombre” (“El desastre”, Vadell Hermanos, Valencia, 1976: 320). Aceptemos, hoy ocurre en el gobierno y en la oposición.

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