sábado, 19 de febrero de 2011

CANTO


EL NACIONAL - VIERNES 9 DE ABRIL DE 1999
CUENTA DE LIBROS
"Mi vida... ¡menuda novela!"
ALEXIS MARQUEZ RODRIGUEZ

París y toda Francia están llenos de nombres que recuerdan la época y las hazañas de Napoleón Bonaparte. Austerlitz, Jena, Wagram, Rivoli, Sebastopol, Segur, Pirámides, Junot, Monge, junto a monumentos como el Arco de Triunfo de la Estrella, el Arco de Triunfo del Carrusel, la columna de Vendome o el obelisco de La Concordia, testimonian para siempre la grandeza del Emperador, aquel imberbe soldado de artillería que en apenas 13 años, los que van de su título de Primer Cónsul hasta su caída definitiva en Waterloo, construyó el imperio más corto de la historia universal, pero el que más profunda e indeleble huella dejó a lo largo de todos los tiempos modernos. Producto de la Revolución Francesa y más concretamente del terror y Robespierre, Napoleón cumplió lo que, al parecer, fue su destino, cuando en medio de contradicciones y sinsentidos no sólo arraigó para siempre los principios esenciales de la Revolución, sino que también los extendió por toda Europa, y de allí al resto del mundo.

Dicen que en una ocasión Napoleón exclamó: "Mi vida... ¡menuda novela!". Tomándole la palabra, el novelista francés Max Gallo ha escrito la más fascinante novela sobre la vida de quien fue y sigue siendo el más grande de los franceses, y uno de los personajes más fascinantes de toda la historia. (Max Gallo: Napoleón, Editorial Planeta. Barcelona: 1999, 16 x 24 cm 840 pp.). Novela y no biografía, porque si bien no hay en sus páginas un solo episodio inventado por el autor, todo lo que en ella se cuenta, rigurosamente investigado y documentado, se presenta en términos tales, que aún sabiéndolo el lector, percibe la textura propia y característica de un libro de ficción. Con lo que nos reafirma en nuestra tesis de que la ficción literaria ya no puede definirse sólo como lo inventado -realidad o fantasía- por el novelista, sino también como el texto que, aun narrando hechos absolutamente veraces, simula que son imaginarios.

En una sucesión lineal, siguiendo el esquema del relato histórico tradicional, Gallo va reconstruyendo paso a paso la vida del genial corso, desde la edad de los 10 años, hasta su muerte en Santa Elena, a los 52. Y ahí está, precisamente, la gracia del libro y del autor, pues éste, sin recurrir a trucos literarios -dicho sea en el buen sentido del vocablo- ni a desquiciamientos de ningún tipo, logra un grueso volumen cuya lectura seduce desde la primera línea, hasta el punto de no poder leerlo de un tirón sólo porque es físicamente imposible, pero no porque no provocase.

Novela de la ambición, de la obsesión por el poder, de la audacia regida por un talento genial, de la convicción mesiánica, no hay en ella un solo párrafo que no induzca, y a veces hasta obligue, a la reflexión, sin que por ello se pierda el encanto de la obra literaria, por más que su materia prima sea rigurosamente histórica. Y quizás la clave de esa fascinación resida, sin embargo, en el hecho de que el personaje, no obstante la inmensa admiración que por él siente el autor, y que se percibe en cada línea, no pierde ni un segundo su empaque de ser de carne y hueso, cuya genialidad quizás pueda medirse por el hecho de que, reconociéndola él mismo, también fue capaz de comerte errores, y sobre todo de admitirlo.

Los dos más grandes los cometió casi simultáneamente: aferrase a la idea de conquistar España, e invadir a Rusia. Lo primero, sin contar con la bravura indoblegable de los españoles, maestros imbatibles de la guerra de guerrillas. Lo segundo, sin prever los rigores de una naturaleza demoledoramente inhóspita. La campaña de Rusia resulta, además, una de las más grandes paradojas de la historia militar. El más famoso de los generales rusos, Kutusov, fue uno de los derrotados por Napoleón en Austerliz, en 1805. 7 años estuvo rumiando el famoso tuerto su venganza. Y lo logró en 1812, con la táctica, igualmente genial, de batirse todo el tiempo en retirada, sin presentar batalla al temible estratega, permitiéndole adentrarse en el vasto territorio ruso, hasta llegar a Moscú. Lo demás fue dejarlo a la intemperie: el frío invernal se encargaría de liquidarlo.

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