sábado, 13 de noviembre de 2010

wilde de un lado


EL NACIONAL - Sábado 13 de Noviembre de 2010 Papel Literario/2
Wilde y la apolínea sociedad victoriana que lo condenó
MICHELLE ROCHE RODRÍGUEZ

El año 1895 estuvo marcado por profundas contradicciones para Oscar Wilde. Las audiencias europeas aún no se habían saciado de aplaudir el drama La importancia de llamarse Ernesto, cuando el Marqués de Queensberry, el padre de su protegido lord Alfred (Bowsey ) Douglas, lo acusó sin éxito de "posar como un sodomita". Pero cuando el autor lo demandó por difamación y perdió el juicio, se precipitó a la más profunda tragedia, pues la corona inglesa lo demandó por "actos indecentes" y terminó por encarcelarlo.

Un vistazo sobre los postulados de la sociedad victoriana en la que vivió permite aseverar que, incluso en sus "actos indecentes", el autor de El retrato de Dorian Gray (1890) era un hombre de su tiempo, porque ¿cómo podía la comunidad culparlo de preferir la compañía y el afecto de un hombre si la mujer había sido sacada de la vida pública? La Medicina de la época limitaba incluso el sexo en el matrimonio: estaba contraindicado más de tres coitos al mes.

Apolo como modelo social Lo apolíneo regía la comunidad victoriana. La oposición al desorden y al salvajismo en la que priva la racionalidad sobre el sentimiento define esta dimensión de la realidad cuyos objetivos estaban enfocados hacia el progreso y que Friedrich Nietzsche, en su ensayo El nacimiento de la tragedia (1870), identificó con la figura del dios griego Apolo, contrario al desordenado y salvaje Dionisio que rige lo dionisiaco.

Los victorianos se obsesionaron con la acumulación de riquezas. El burgués, nacido de la Revolución Industrial, asumió que la única manera de progresar era producir y enriquecerse y toda su filosofía de vida se sustentó sobre este principio. Y el objetivo de la familia victoriana, como el de la economía inglesa, era producir.

Movido por una perversión de la ideología de acumulación de riquezas se impuso entre las clases medias un particular miedo al sexo, no sólo por su elemento dionisiaco sino por el miedo al empobrecimiento. Robert Muchembled escribe en El orgasmo y Occidente (2008) que "la Medicina de la época considera al cuerpo como una máquina , al punto de que la eyaculación masculina aparece como un movimiento mecánico que desemboca en la pérdida de sustancia y de potencia". De allí que hasta finales del siglo XIX la expresión inglesa más corriente para designar el orgasmo es to spend (gastar).

El eje central de su moral fue controlar las pulsiones sexuales bajo un manto de apariencias en el cual el código obligatorio fue el secreto. La sexualidad fue encerrada cuidadosamente: "La familia conyugal la confisca. Y la absorbe por entero en la seriedad de la función reproductora. En torno al sexo se establece silencio. La pareja, legítima y procreadora, impone su ley. Al resto sólo le queda esfumarse; la conveniencia de las palabras [desinfecta] los discursos", escribe Michel de Foucault en el primer tomo de su Historia de la sexualidad (1976).

Lo señalado antes estructuró una visión de la mujer como necesaria para la sociedad pero sólo por su valor como reproductora. Aunque también hizo mucho daño a su posición en la sociedad, esta visión no debe confundirse con la que preconizaron los moralistas cristianos desde el medioevo, para quienes las mujeres estaban en desventaja total frente al hombre y nada bueno aportaban a la sociedad --a menos, claro, de que se comportaran como la Virgen María, en sí misma una negación de los principios dionisíacos de la feminidad por cuanto nunca ejerció su sexualidad, a pesar de que ella también estaba marcada por la irracional Eva.

Mientras la cosmogonía cristiana concebía a todas las mujeres como corruptas, los victorianos las dividían en dos tipos: privada o pública; es decir, la esposa o la prostituta. Si la mujer privada era la madre que ayudaba a mantener la especie criando a los hijos dentro de su casa; la mujer del burdel, pertenece al mundo de la basura, "porque ayuda al cuerpo social a expulsar el exceso de fluido espermático que correría el riesgo de causar putrefacción", escribe Muchembled. Así Jack The Ripper, el asesino en serie que atacaba a prostitutas, y la reina Victoria son dos caras de los mismos postulados morales.

El culto al muchacho bello Durante el cierre de alegatos del segundo juicio que enfrentó Wilde, el fiscal habló de sus "crímenes" usando términos legales y médicos que eran coherentes con la moda sanitaria de la época y, en contraposición, Wilde respondió con un discurso que arrancó acalorados y espontáneos aplausos del público.

El autor irlandés defendió apasionadamente el amor entre hombres como uno de los más puros, "aquél que Platón hizo la base misma de su filosofía y el cual puede encontrarse en los sonetos de Miguelángel y de Shakespeare", según citan los cronistas del proceso. Lo llamó, además, "la forma más perfecta de amor intelectual".

Como si la popularidad de su obra literaria no fuera suficiente prueba, con este episodio evidencia la identificación de la sociedad inglesa con el escritor. Y no podía ser de otra manera, pues estaba regida por Apolo, el dios andrógino del panteón griego.

En la alta cultura de la Antigua Grecia el máximo ideal de la belleza se hallaba en la figura y la inteligencia masculina, por eso e máximo ideal de su belleza estaba en la figura masculina representada por el kouros.

La escultura del atleta joven, vencedor en los juegos olímpicos que se ofrenda a sí mismo ofrece en el templo. El estudio del muchacho desnudo --la koré, su equivalente femenino, se mostraba vestida--, del vencedor de los juegos olímpicos en la Grecia arcaica se convierte en la base de la representación del héroe que tan importante fue en la era ateniense. Durante 300 años, el hombre joven fue el tema de la escultura y un ícono de adoración en la comunidad; más que viril, ese musculoso hombre joven era andrógino y como representaba la racionalidad orientada al progreso, carecía de conexión con lo salvaje, representado por la Gran Madre Tierra.

El kouros fue, además, la apoteosis de la secularización griega, porque no fue dios, ni rey, sino ser humano; un hermoso ser humano. Su culto es el primero a la personalidad en la historia occidental. "La divinidad y el estrellato caen sobre el muchacho hermoso. La epifanía es secularizada y la personalidad ritualizada", escribe Camile Paglia, en Sexual personae (1990), así, que puede ubicarse en esta época un remoto antecedente del culto a la farándula contemporánea.

¿Y qué es Dorian Gray sino un kouros creado y representado en y para el siglo XVII? Paglia señala que en la dicotomía hombre/pintura expuesta en la única novela que el autor escribió se evidencia la transformación de un hombre --"el carismático andrógino" como lo describe Paglia-- en objeto de arte. Subyugarse a Dorian, la obra de arte humana, es comparable al "amor cortés" (y asexuado) que siente Dante Allieri en la Divina comedia (1304-1321) por Beatriz, sobre quien impuso un personaje hierático, construido como objeto de amor platónico. Amar a Beatriz, en la cosmogonía de Dante, era subyugarse a su belleza y, a través de este proceso, acercarse al amor de Dios.

Amar a Dorian, en la filosofía de Wilde, era acercarse al arte, la religión individual del autor, una posición que su público y sus lectores comprendieron.

La relación con Alfred Douglas, a quien consideraba su imagen real del ficticio Dorian Gray, permitió a Wilde hacer su última y crucial declaración estética: sólo la belleza del hombre joven merece considerarse como imagen del nuevo arte. Y en eso representó de forma cabal a la apolínea sociedad victoriana, con su obsesión por la limpieza y el orden que la llevó a satanizar la sexualidad y a restringir el rol de la mujer a una simple procreadora. Lo insólito es que es misma comunidad, con la excusa de la moral, lo condenara por la audacia de hacer de su vida una obra de arte, cuando esta no era más que la consecuencia de las obsesiones de su época.

Fulminante atracción
No quiso escuchar el consejo unánime de sus amigos: romper la tarjeta que el Marqués de Queensberry le había dejado en la portería de un club y olvidarlo todo. Bajo el aliento de su amante, lord Alfred Douglas (hijo de Queensberry) Oscar Wilde demandó al Marqués.

Cuatro años antes, en 1891, un ex amante de Wilde le presentó a Douglas: el interés de Wilde fue instantáneo.

Douglas era el tercer hijo del Marqués de Queensberry.

Tenía 21 años y estudiaba en Madelen College, facultad de Oxford donde Wilde había estudiado. A Douglas le gustaba la poesía, había leído El retrato de Dorian Grey y sentía admiración por Wilde. Una consecuencia del juicio fue que ambos dieron versiones distintas de la evolución de la amistad. Douglas afirmó que Wilde lo asediaba, hasta que, transcurridos seis meses, cedió a sus insinuaciones. Wilde sostenía que, durante el año y medio posterior al día en que fueron presentados, vio a Douglas sólo en cuatro oportunidades, cuando éste le pidió ayuda para pagar a unos chantajistas. Pero como dice Merlin Holland (nieto de Wilde), "desde mayo de 1892 el afecto de Oscar por Bosie se convirtió rápidamente en un encaprichamiento poco compatible con la discreción".

Se hicieron inseparables, entre otras razones, porque Wilde disponía de dinero recurrente para gastar (ya encarcelado, cuando fue inevitable declarar su bancarrota, le quedó claro que, entre otoño de 1892 y marzo de 1895, Wilde había gastado unas cifras sorprendentes: no menos de 5 mil euros semanales al cambio actual). En un primer momento, Wilde encandiló a Queensberry. Pero al poco tiempo, la acumulación de rumores en torno suyo, sumado al incidente del chantajista que asediaba a Douglas, levantó una creciente hostilidad que adquirió un carácter irreversible. Los ataques de Queensberry a Wilde no se hicieron esperar: le enviaba cartas y telegramas con la intención de ofenderle, y una vez se presentó en casa de Wilde en la compañía de un boxeador para amenazarle: si volvía a encontrarlo con su hijo en algún sitio público recibiría una paliza. Wilde respondió con una de sus frases de brillo: "No sé cuáles son las reglas de Queensberry, pero la regla de Oscar Wilde es disparar sin preguntar".

Más adelante, el 14 de febrero de 1895, el Marqués intentó un acto de sabotaje que debía ocurrir la noche del estreno de La importancia de llamarse Ernesto. El alerta de un amigo le permitió a Wilde notificar a la policía, que impidió el acceso de Queensberry a la sala. Wilde intentó demandar al Marqués, pero el Director del Teatro y los empleados se negaron a prestar su testimonio contra el Marqués. En la carta de respuesta negativa de los abogados, éstos consignaron palabras premonitorias: "el único consuelo que podemos ofrecerle ahora es decirle que un perseguidor tan insistente como lord Queensberry probablemente le dará, tarde o temprano, otra ocasión de buscar la protección de la ley, en cuyo caso nos sentiremos muy complacidos de proporcionarle toda la asistencia que esté en nuestro poder para llevarlo ante la justicia y asegurarnos de que ceje en sus hostilidades hacia usted".

Cuatro días después del intento fallido en el Teatro de St. James’s, el 18 de febrero de 1895, Queensberry le dejó a Wilde, en la portería del Club Albemarle, la tarjeta que desataría el juicio: "Oscar Wilde, ostentoso sodomita" (For Oscar Wilde ­ posing somdomite). El escritor la leería diez días después, el 27 de febrero, cuando volvió al Albemarle: aquellas cinco escuetas palabras fueron un flechazo al centro de su orgullo.


Camino a Reading
Volvamos al juicio, que se inició el 3 de abril de 1895: mientras Wilde provoca las risas de los asistentes al juicio con sus reiteradas exhibiciones de genio, Edward Carson lo conduce, minuto a minuto, hacia la prisión. La Ley contra las conductas indecentes, había sido aprobada una década antes. Ella no se refería de forma explícita al coito anal entre hombres, pero era conocida porque su aprobación había estimulado el auge de los chantajistas.

Las pruebas que se fueron acumulando a lo largo del juicio fueron simplemente innumerables. Su abogado le había preguntado cuánto había de cierto en la acusación de sodomía. Wilde lo negó de forma rotunda, y el abogado diseñó su defensa a partir de esta posición (lo que resultaría un error que hundiría todavía más la situación del Wilde ante el juez). La contraparte, que carecía de las pruebas necesarias, contrató a detectives que alcanzaron a recoger, en pocos días, decenas y decenas de evidencias y testimonios de la vida homosexual de Wilde.

Todo el proceso ocurrió como si hubiese sido puesto en escena para que nadie pudiera olvidarlo (y así ha sido).

Londres se preparó para el festín. El día que empezó el juicio, con una sala a reventar, había no menos de 30 periodistas. Queensberry tenía un argumento capaz de conmover: "Lo único que tengo que decir, señoría, es que escribí esa tarjeta con la única intención de poner fin a un problema, al no haber conseguido encontrarme con el señor Wilde de otra manera, y de salvar a mi hijo, mantengo lo que escribí".

Dos días antes que se iniciara el juicio, Wilde entendió que su situación legal era precaria. Pero no pudo detenerse. Entre la posibilidad de un arreglo y el teatro, escogió la escena. Y ejecutó su brillante performance: un ejercicio de autodestrucción, un revolverse contra sí mismo que obliga a preguntarse en qué consistía lo que él llamaba su "insobornable gusto por la vida".


EL NACIONAL - Sábado 13 de Noviembre de 2010 Papel Literario/3
El imperio de la belleza muda
GISELA KOZAK ROVERO


El retrato de Dorian Gray, de Oscar Wilde, fue publicado en el siglo XIX, cuando se perfilaban los rasgos contemporáneos de la modernidad. Dorian Gray es un joven inglés perteneciente a ese sector que Gustave Flaubert con estupenda ironía llamó la clase ociosa. Su belleza rubia provoca tormentas en la vida de los demás, tal como ocurre con Basil Hallward, el pintor de su retrato. La obra y las cínicas palabras de otro ocioso, Henry Wotton, consiguen que Dorian tome consciencia de su belleza que pronto pasará. Sabe que el cuadro lo sobrevivirá y en un momento de soberbia hace un pacto fáustico: mi alma por esa imagen inmutable. La pieza obedece y se deteriora en la medida en que Dorian comete canalladas; como en los cuentos de hadas, las malas acciones se traducen en fealdad. El final es previsible y abrupto: Dorian se suicida al tratar de destruir el retrato con un cuchillo y la pintura regresa a su esplendente estado original.

En esta trama moralista reside, paradoja wildeana, el acierto de esta novela, profecía sobre el culto contemporáneo a la juventud y a la belleza aliado con un radical individualismo. Tal culto no es nuevo, pero en el siglo XX se transformaría debido a dos fenómenos. Se trata del desprecio a la experiencia acumulada con los años (viejo es sinónimo no de antiguo sino de caduco) y la conexión del deseo individual (en el sentido, definido por Sigmund Freud, de carencia e insatisfacción) con las expectativas abiertas por las revoluciones económicas, políticas, tecnológicas y la universalización de la cultura de masas. El tener la apariencia perfecta --ideal de dicha cultura-- a través de la Ciencia, el ejercicio o la privación obedece a la dinámica neurótica del deseo que no puede satisfacerse pero impele al sujeto a correr en pos de esa satisfacción.

Esta carrera puede ser trágica. Como Dorian Gray, la actriz Greta Garbo se desesperó con la sola idea de la llegada de la primera arruga y se escondió desde los 36 años hasta su muerte. Garbo y Gray sabían que la mirada del otro prestigia porque el cuerpo se convierte en mercancía, signo de poder, carta de presentación. Mas en la mirada del otro hay la misma insatisfacción que priva en el contemplado. Que lo diga el pintor Basil Hallward al expresar su admiración por Dorian Gray: "Te idolatraba (...) Sólo sabía que había visto la perfección cara a cara, y que, ante mis ojos, el mundo se había convertido en algo maravilloso; demasiado maravilloso, quizá, porque en una adoración tan desmesurada existe un peligro, el peligro de perderla, no menos grave que el de conservarla (...) Un día, un día fatídico (...) decidí pintar un maravilloso retrato tuyo (...) Comprendí que había dicho demasiado, que había puesto demasiado de mí en aquel cuadro". En el otro está la plenitud de la cual se está excluido. Al difuminarse los límites sociales, históricos, religiosos y económicos de las sociedades tradicionales en las que predominaba el dominio de los valores colectivos, los sujetos muchas veces no somos capaces de afrontar el riesgo de la libertad que trae aparejado el individualismo. Hallward en la novela logra en el arte la intuición de la plenitud, pero la mayoría de nosotros no convierte en creatividad la carencia. Colocamos entonces como instrumentos de imposible satisfacción la belleza y el éxito encarnados en las estrellas del cine y la televisión. Otras veces buscamos la plenitud existencial en la revolución, el pasado histórico, el amor, el dinero, el saber, el nacionalismo, los credos. De hecho, los totalitarismos de izquierda y derecha captan no sólo las necesidades económicas y sociales de los individuos sino también sus carencias subjetivas: no hay peor maridaje. No pretendo afirmar que toda búsqueda individual y colectiva está signada por el deseo como carencia; esta idea es conveniente, en mi opinión, sólo cuando nos engañamos pensando que en las seguridades de la exigencia colectiva (las convenciones sobre la belleza, los dogmas revolucionarios o el éxito material) está la respuesta última de nuestras vidas y somos capaces de llegar a la negación de nuestra dignidad personal e incluso a la violencia y a la destrucción por tal motivo.

En la angustia y la derrota de Dorian Gray se evidencia una clave de la contemporaneidad La belleza física, don para el disfrute, pasa de los terrenos del arte, del erotismo, de la satisfacción que nos produce un cuerpo que nos parece hermoso, a los terrenos de la esclavitud. El ojo del otro nos constituye como presencias sin densidad o angustiados triunfadores(as) entre insaciables. No es casualidad que la mujer sea la principal víctima de este juego: es un trofeo y su cuerpo representa al hombre de éxito en cualquier sociedad patriarcal del presente y del pasado. Así fue antes de la modernidad y así sigue siendo en Caracas, Nueva York, Moscú, Kabul o Shangai.

Ahora, en plena era del feminismo, la mujer se vuelve anoréxica, hace ejercicio, se opera, se tortura, lucha infructuosamente contra los años, pero no sólo por amor, sexo o aceptación sino por el poder que, efectiva o falsamente, le otorga la belleza como manera de alcanzar, a su vez, el poder del hombre.

De este modo, la belleza en las sociedades marcadas por el culto al individuo no puede perderse: es un activo.

Por ejemplo: Dorian Gray a los 20 años era un tonto absoluto: preferible verlo que oírlo. Mas en su caso se trata del imperio, del poder de la belleza muda. Nos recuerda a otro bello que, por cierto, jamás habla: Tadzio, de Muerte en Venecia, de Thomas Mann. La vida de Dorian, al igual que la vida de tantas mujeres, significa que la justificación plena de nuestra existencia en el mundo depende de las caprichosas percepciones de los demás, moldeadas por convenciones sociales igualmente caprichosas. ¿Puede haber mayor prueba de la clarividencia de Oscar Wilde como escritor que haber encarnado en Dorian Gray la esclavitud de toda una época?

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