martes, 23 de noviembre de 2010

marcando la hora



Del impuesto de guerra
Luis Barragán



Frecuentemente jóvenes, el dúo o trío aborda la unidad de transporte público, constatando que ni siquiera está el Guardia Nacional que Chávez Frías ofreció como remedio. Por lo menos, pretextan el sepelio de un amigo o familiar para recoger el dinero sencillo que cada quien deseé dar.

El lenguaje y la mirada son harto amenazantes, atreviéndose a tocar en el hombro de aquél que trata de hacerse el indiferente ante la posibilidad misma de un asalto colectivo a mano armada, posible de acuerdo al instantáneo estudio de mercado que se ha hecho. E, incluso, los hay más comprensivos, porque apenas exhiben el armamento y sueltan alguna obscenidad para dejar intacto al que protestó, tras desprenderse de un reloj o celular que ha encarecido el tributo en medio del farragoso tránsito vehicular en calles, avenidas o autopistas.

Después de abandonar el vehículo, un grito de alerta a la policía parece inútil, pues está distraída en el caso de avistarla, o – simple constatación – el dúo o trío ejerce la delegación de una banda más extensa, probablemente de aprendices respecto a las que impecablemente operan en las áreas marginales, en la exacta división del trabajo que impone la cultura de la muerte. El conductor de la “camioneta-por-puesto” no tiene necesidad de defenderse de alguna acusación de complicidad con los maleantes, temeraria cuando todos sabemos que son tan víctimas como el que más, cumpliendo resignado el diario y mismísimo periplo de los riesgos que los servicios de inteligencia del Estado tardará aún más en adivinar.

Posiblemente de las que llaman de “baja intensidad”, esta guerra urbana tan legitimada y reforzada por la presidencia guerrilla comunicacional, es - puede decirse – autosustentable. Simplemente, cobra impuesto de circulación, empleo de los espacios públicos y hasta de vida, porque preservarla es un privilegio y – por si fuese poco – un honor, evolucionando así una modalidad delictiva equivalente a la inaudita franqueza de la crisis que padecemos.

Hay diligencias de inevitable uso de la buseta en las grandes ciudades que ejemplifica la Caracas del peligroso colapso del metro y el alto costo del taxi que queda para las emergencias, siendo difícil el recorrido y estacionamiento del automóvil particular, si se tiene aún. De modo que miles de personas de la más diversa y sorprendente procedencia social se da cita en el ágora ambulante, amasijo de toda tensión, ruido, flaccidez, bulto, confianza, sudor, precaución, conversación, coraje, apretadura, mudez, vanidad, soltura, inhibición, cobardía, parquedad que devora el tiempo en el tránsito de la urbe contaminada.

Suerte de brevísima economía política del hamponato, entonces no hay mejor instancia para fotografiar a la sociedad rentista que perfeccionamos, bajo el signo capitalista o socialista que se antoje. Y es que, si de lucha de clases se tratara, por lo menos en un inmediato o mediano plazo, esa instancia no revela las que libran las expresiones históricamente genuinas y decisivas según el canon, sino los que desesperan por sobrevivir en un amargo y vicioso círculo del estatismo que, por paradójico que parezca, ha demolido al Estado mismo.

La economía informal o el voluntariado social que pacíficamente abrieron las fronteras del transporte público, realizando inéditamente una mercancía o apelando a las contribuciones humanitarias, llevaron también el delito indeseable. Sin embargo, tributando a la delincuencia organizada, como suponemos, bastará con la sola presencia intimidatoria o aterrorizadora para fundar el hamponazgo como régimen y realidad inevitable.

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