lunes, 26 de julio de 2010

amemoria


EL NACIONAL - Sábado 17 de Julio de 2010 Papel Literario/1
Las turbulentas conexiones de la memoria
NELSON RIVERA

La mujer es divorciada, tiene 40 años y vive con dos hijos adolescentes.
El caso se inicia en Texas, la madrugada del 30 de abril de 1979. Alrededor de las 2:30 un intruso la despierta. Lo sucedido a continuación agobia: la bestia los reunió a todos en una habitación, les amarró las manos a la espalda y violó a la madre y a la hija adolescente, una y otra vez.

Entonces un hombre llamado Clarence Von Williams fue acusado y juzgado en Louisiana por la violación de las dos mujeres. Mientras Von Williams insistía en que era inocente, el mundo a su alrededor se derrumbaba.

Su esposa inició los procedimientos que la conducirían al divorcio. La mayoría de sus familiares y amigos lo condenaron y se negaron a prestarle cualquier ayuda y consideración. Encerrado en un mínimo calabozo y desahuciado por su mundo de afectos, uno de sus amigos confió en su inocencia.

Buscó un abogado, comenzó a recoger dinero para pagar la defensa e inició una campaña para ganar el apoyo de la opinión pública (por ejemplo, imprimió en varios centenares de bolígrafos la frase "Von Williams es inocente").

No dispongo aquí del espacio necesario para sintetizar los pormenores del juicio y de las testificaciones de las víctimas. Lo esencial es esto: madre e hija reconocieron en el juicio al hombre que las había sometido. Von Williams cayó abatido ante el anuncio de que la pena correspondiente era de cincuenta años de prisión. De pronto, su vida había perdido todo sabor, todo sentido.

Von Williams se había hundido y el aparato judicial avanzaba al cumplimiento de su alta misión, cuando en otro procedimiento policial, que ninguna relación tenía con el acusado, fue capturado el que sería conocido como "el violador de la máscara", autor de más de 60 violaciones en varios estados, que incluían a las dos mujeres que habían señalado a Von Williams. En las actas de su confesión, el verdadero criminal narró, con detalles que calzaban al milímetro, los hechos ocurridos aquella madrugada en un hogar de Texas. A Von Williams le fue reconocida su inocencia. Pero ya liberado su vida no recuperó nunca el orden que había perdido con las declaraciones de las violentadas. La pregunta, que se levanta como un escándalo es, ¿cómo es posible que madre e hija hayan incurrido en el mismo error? ¿Qué factores confluyeron para que ambas señalaran de forma categórica que había sido Von Williams quien las había violado?


La falibilidad del testigo
Hay algo exasperante en la historia de Clarence Von Williams, estructurada sobre una especie de principio de fragilidad: a lo azaroso y aplastante de la afirmación hecha por las testigos-víctimas, parece corresponderse la inesperada vuelta de tuerca, el accidente que, aun cuando no le restituyó los elementos esenciales de su existencia previa, al menos dejó en claro que no era un violador. El oscuro e incierto episodio que estuvo a punto de liquidar la vida de un hombre corriente, reaparece con su misma gratuidad y descontrol para declarar su inocencia.

Lo que perturba de Juicio a la memoria. Testigos presenciales y falsos culpables es la ocurrencia, la insistencia con la que el testigo, en particular la víctima-testigo yerra, se equivoca de modo enfático, pero en algunos de forma extrema: un estudio sobre 29 casos de testigos que inculparon a personas que nada tenían que ver con los hechos arrojó que sólo en dos de ellos, los señalados guardaban parecido físico con los autores reales de los delitos. Otro estudio citado nos recuerda que en Estados Unidos, a lo largo del siglo XX, fueron ejecutados unos 7 mil condenados a muerte. De ellos, al menos 25 nada tenían que ver con los crímenes que les atribuyeron, es decir, se trató de 25 inocentes que fueron conducidos a la muerte por las palabras de los testigos.

Elizabeth Loftus, doctora en Psicología por la Universidad de Stanford y autoridad mundial en el tema de los falsos recuerdos, ha participado en centenares de juicios durante las tres últimas décadas. Una perspectiva sustancial de su libro (escrito en colaboración con Katherine Ketcham) se refiere a los muchos fallos, deliberados o no, de procesos judiciales, que han contribuido a la conformación o producción de señalamientos equívocos por parte de los testigos (como por ejemplo, insinuaciones o preguntas sugerentes que realizan oficiales de policías en las rondas de sospechosos, o montajes de sospechosos dispuestos de modo tal, con el propósito de conducir al testigo a señalar a una determinada persona, dar con un culpable y cerrar el caso, lo que finalmente mejorará las estadísticas de la justicia). También se interesa por la capacidad de las víctimas-testigos de memorizar con precisión el momento del ataque (Loftus cita las conclusiones de la llamada Ley de Yerkes-Dodson, según la cual a mayor intensidad de estrés, menor es la capacidad de procesar información y almacenarla en la memoria).

Pero estos errores atribuibles al funcionamiento de cuerpos policiales y tribunales no explican por qué Recuerdo y Verdad no siempre coinciden. Y esta brecha se torna todavía más dramática cuando se piensa en el peso, en la rotundez, en la credibilidad casi irrefutable que tiene la figura del testigo, no sólo entre policías, fiscales y jueces, sino también mucho más allá: entre los familiares de las víctimas, en los medios de comunicación, en la opinión pública y en las instancias donde cada persona decide qué puede y qué no puede adoptar como una verdad.


Billones de procesadores
Loftus y Ketcham citan la historia contada por Jean Piaget sobre su primer recuerdo (tenía casi 3 años), que mantuvo nítido y vívido hasta que tuvo 15 años. Podía visualizarse sentado en su coche, mientras la niñera lo paseaba por los Campos Elíseos. Un maleante se aproximó para raptar al niño. La mujer se interpuso, luchó con el facineroso y le arañó el rostro, hasta que al aparecer un policía en las proximidades, el desconocido huyó corriendo. Piaget recordaba todos los elementos de la escena y podía recapitularlos a su antojo. Hasta que a los quince años, la niñera confesó que tales hechos no habían ocurrido y que todo había sido una invención con el propósito de ganarse la buena voluntad de la familia.

Que seamos capaces de representarnos y visualizar las palabras o los recuerdos de otros, y experimentarlos como propios, es apenas uno de los indicadores de la maleabilidad de la memoria humana.

Los ocho casos que Loftus reconstruye con pericia detectivesca, así como los muchos otros que describe al paso, muestran que la memoria, además de borrar la realidad (cosa que todos hemos experimentado alguna vez) la hace crecer (adiciona recuerdos, datos o hechos provenientes de otras realidades); la sustituye por otras (cambia fechas, lugares, personas, hechos y escenas); o rellena con elementos provenientes de otros momentos-lugares, los contenidos del recuerdo que está en proceso de reconstruir.

Aunque Loftus se cuida de no emitir conclusiones definitivas (se trata de una materia compleja, asociada a distintas lógicas: la del suceso, la de las razones que lo motivaron, las relativas a la conducta del agresor, etcétera), una doble conclusión se levanta de su experiencia pericial: mientras la vida no nos reclama a cada instante recuerdos precisos, el papel de testigos nos exige minuciosidad, detalles, trazos exactos. Y es aquí donde los recuerdos se someten a la representación historiadora (el concepto es de Paul Ricouer), que es la necesidad del recuerdo expresado de constituirse en una narrativa y, por lo tanto, construir(se), rellenar(se), para que esa narrativa proclame una lógica, un sentido y alcance a cumplir con su finalidad de contar con una versión acabada, básica o suficiente de lo ocurrido, que es una de las experiencias de la plenitud humana: decir el qué, el cómo, el quién y el cuándo del relato.

Ilustración: fotografía de perfil de Natasha Kravchuk, tomada de Facebook.

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